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Qué decimos cuando decimos «lenguaje»

por Lic. Abel Della Costa
Nació en Buenos Aires en 1963. Realizó la licenciatura en teología en Buenos Aires, y completó la especialización en Biblia en Valencia.
Desde 1988 hasta 2003 fue profesor de Antropología Teológica y Antropología Filosófica en en la Universidad Católica Argentina, Facultad de Ciencias Sociales.
En esos mismos años dictó cursos de Biblia en seminarios de teología para laicos, especialmente en el de Nuestra Señora de Guadalupe, de Buenos Aires.
En 2003 fundó el portal El Testigo Fiel.
14 de septiembre de 2003
Motivado por una pregunta de co-forista y amiga Andrea Randle, este trabajo intenta pensar el camino que va desde nuestra experiencia cotidiana del lenguaje como un conjunto de palabras hasta la experiencia fundamental de «decir el mundo» y «decir a Dios».

a Andrea Randle

Desde el siglo XIX y a lo largo de todo el XX la palabra «lenguaje» ha ido asumiendo significaciones cada vez más «técnicas» en el terreno del pensamiento, y distanciándose, por lo tanto, del uso cotidiano; simultáneamente, el pensamiento filosófico fue circulando por ámbitos cada vez más amplios y mezclando su discurso con el decir cotidiano, de tal manera que, al igual que ocurre con otras palabras fundamentales, «lenguaje» significa lo que cada quien quiere que signifique, y nuestros diálogos se vuelven diálogos de sordos.

Intentaré en este artículo no sumarme a la confusión reinante en el terreno, no cediendo al ansia de novedad ni al querer dar «la última palabra» en algo que por definición no la tiene, sino sólo tratar de resumir algunos aspectos centrales de esta realidad tan compleja y seria, que requirió el entero curso de la civilización occidental para mostrarse como tema específico de la reflexión.

Lo abordaré en tres aspectos: la complejidad intrínseca del lenguaje, sus diferentes ámbitos de manifestación y la aplicación de estos principios a dos cuestiones: la del lenguaje en nuestra época y la de nuestro encuentro con el lenguaje bíblico, cerrando con esto último el círculo en torno al interés central que me guía y que motivó este trabajo.

Todo lo que diré ha sido pensado y reflexionado por multitud de autores; evitaré sin embargo las citas, en la medida de lo posible, para que el trabajo no se convierta en un alarde de erudición que iría en contra del objetivo de estos artículos, que no es otro que tratar de pensar junto con el lector.

El lenguaje, fenómeno múltiple

Cuando en la vida cotidiana usamos la palabra «lenguaje», queremos con ella nombrar distintas cosas: así, por ejemplo, si no nos llevamos bien con alguien podremos decir que «no hablamos el mismo lenguaje», sabemos también que los delfines tienen un lenguaje, que hay un lenguaje de sordomudos, que los programas informáticos se hacen en distintos lenguajes, etc. Pero en lo primero que pensamos al utilizar esta palabra es en el «idioma».

De los ejemplos de arriba, sólo algunos pueden ser asimilados al lenguaje como idioma: es claro que no lo usamos en ese sentido en el primer ejemplo, y como el idioma de un sordomudo español es el español, y el de un inglés el inglés, es claro que tampoco en el tercer caso lenguaje corresponde a idioma; los otros dos son más dudosos, pero espero que el lector pueda resolverlo al cabo del artículo, o dé lugar a algún otro fecundo diálogo sobre el tema.

El idioma es sin ninguna duda una de las caras visibles más importantes del lenguaje, pero no lo agota, y tomamos conciencia de ello sobre todo cuando estudiamos un idioma que no es el nuestro cotidiano, gastamos cientos de horas en aprendernos multitud de palabras, luego vamos tranquilamente a leer un periódico para practicar y... nos damos cuenta que corre subterráneamente a las palabras del idioma un mundo de representaciones en el cual no estamos incluidos.

Es que el lenguaje involucra un mundo de representaciones y un mundo de expresiones, ligados entre sí pero no idénticos. ¿Expresiones de qué? de las representaciones, sin duda. ¿Representaciones de qué? de lo que percibimos. La percepción completa el tercer ámbito en el que se desenvuelve el complejo fenómeno del lenguaje:

Percepción: qué «veo».

Representación: cómo ingreso y llevo conmigo eso que vi.

Expresión: cómo digo eso que vi y ahora tengo.

 

Ahora trataremos de entender eso, y lo haremos acudiendo al ejemplo de una palabra común de nuestra vida cotidiana.

Todos sabemos lo que es un «negocio»: una actividad humana donde está involucrado el intercambio de bienes o servicios por dinero y viceversa. Sabemos también de dónde viene la palabra, del latín, «ne - otium», «no ocio»... cuesta creer que el negocio es sólo lo que resta después del ocio, en un mundo donde incluso el ocio está organizado para ser un buen negocio.

Del latín al castellano se mantuvo la misma palabra aunque varió su significado. Pero ¿ha variado sólo eso? no, ha variado la imagen del mundo que nos hacemos y expresamos a través de las palabras, y ha variado la imagen que nos hacemos, ante todo porque percibimos al mundo de otra manera.

Remontémonos al principio: ¿qué percibimos cuando percibimos «la realidad»? no hay duda que percibimos una totalidad compleja, múltiple. Nuestra percepción nunca es simple, porque la realidad misma no lo es, o no se nos muestra como tal; porque la realidad es una mezcla compuesta de cosas que al mismo tiempo son y no son, que están pero no estuvieron siempre y van a desaparecer, y lo único que verdaderamente es no lo podemos percibir de manera inmediata.

De esa realidad, compleja y esencialmente indefinible, nos hacemos, casi simultáneamente con la percepción, una imagen, una re-presentación. Es la cara más activa de la percepción: construimos un mundo al percibir el mundo. Pero ese mundo de las representaciones obedece a reglas distintas que el mundo que entrevemos y sospechamos por fuera nuestro: en las representaciones las cosas perduran; si muere el árbol, la arboreidad permanece, lista para ser aplicada a otros árboles que ya irán apareciendo; si sentimos por alguien una emoción profunda e indefinible, en la representación se convierte en una secuencia de sentimientos, cada uno definible hasta cierto punto y dotado de caracteres propios. La representación construye su mundo segmentando la realidad en unidades más simples.

Así, para seguir con el ejemplo anterior, del intrincado mundo de la actividad humana, el latino segmentaba dos aspectos que le parecían centrales: la actividad como ocio y la actividad como negación de ese ocio. No podríamos ver acá por qué varió esa representación y se convirtió en la nuestra, pero baste decir que frente a la misma realidad de la actividad humana, nosotros recortamos otros dos aspectos diversos: la gratuidad y el lucro; y si el latino hacía girar el negocio alrededor del ocio, nosotros hacemos girar el ocio en relación al lucro: ha variado el recorte que hacemos de la totalidad compleja «actividad humana», y ha variado el acento que damos a sus segmentos relativos.

Los latinos inventaron una palabra para expresar su recorte de esa realidad, nosotros , herederos de ellos en muchos aspectos, no inventamos una palabra, pero la hemos re-significado por completo.

De todo esto, quiero insistir en que la realidad percibida en los dos casos es la misma, y que sólo un criterio externo nos puede hacer inclinar a uno u otro recorte, ya que, siendo la realidad la misma, las dos formas de segmentarla son, por principio, verdaderas y fecundas: cada una de ellas da lugar a actitudes y comportamientos valiosos y plenamente humanos, aunque distintos entre sí.

Algunos profesores de filosofía conservan la mala costumbre de cobrar para enseñarnos que la vida verdadera consiste en no cobrar, como si la resignificación que nuestra cultura hizo de la palabra «negocio» fuese simplemente una deformación, una anomalía de una realidad que consistiera esencialmente en el ocio y en su negación. La realidad de la actividad humana no consiste ni en el ocio, ni en su negación, ni en el lucro, ni en la gratuidad, sino en todo ello a la vez, de lo cual distintas épocas se apropian de distinta maneras, y le dan a esa apropiación su específico acento.

En este nivel no es posible introducir ninguna clase de valoración ni jerarquización: toda percepción, en tanto sea percepción de la realidad, es «verdadera», y lo es concomitantemente el mundo de representaciones que nos hacemos de ella, y el mundo de expresiones con que decimos esa representación. Es el viejo principio escolástico de que «todo lo que es, en tanto que es, es verdadero y bueno». La valoración, el «es mejor mirar al mundo de este modo que de este otro» pertenece a otro registro del problema, que aparecerá más tarde.

¿Cuál de estos tres aspectos es «más» lenguaje? Ninguno: los tres, percepción, representación, expresión son igualmente lenguaje, así como forman parte del lenguaje también las relaciones entre esos tres.

La percepción es ya lenguaje, del momento en que responde al mundo con un «decir», un decir que no es todavía en palabras, pero que ya tiene la propiedad esencial de las palabras: recortar.

La representación es lenguaje, y en ella se percibe más claramente todavía que se trata de un «decir», un decir que no es decir a otros sino a mí mismo, pero sin el cual el «decir a otros» sólo serían palabras vanas.

La expresión es lenguaje, es el «decir» con el que lo identificamos más claramente.

Pero también las relaciones entre estos tres son lenguaje. Porque el modo como pasamos de la percepción a la representación, y de ésta a la expresión es también un «decir».

Casi no haría falta aclararlo, pero dejémoslo aunque sea expreso, que ninguna percepción logra recortar la totalidad del mundo, siempre queda un «resto»; ninguna representación logra representar la totalidad de lo percibido, siempre hay una algo que «lo vi pero no caí en la cuenta»; y ninguna expresión agota nuestra representación interior, siempre queda un algo que «lo sé pero no me sale». Por eso las relaciones entre estos tres momentos del lenguaje, en tanto que son recortes, son también lenguaje.

De todo esta multiplicidad de actividades y productos, nosotros vemos y estamos en contacto con su cara más externa: los signos.

El lenguaje y los lenguajes

El lenguaje no es sólo, pero se expresa, por medio de un conjunto de «signos», que configuran una «lengua». Pero no hay un único conjunto de signos sino muchos de distinta naturaleza: fonéticos, musicales, cromáticos, gestuales, lumínicos, y un largo etc. Cualquier realidad puede fragmentarse en signos: el modo de hilar la tela de los vestidos (la moda "habla" de mi época y mi mundo), el modo de preparar las comidas, de disponer las mesas, de viajar... todo puede ser organizado como signo. Hasta la borra que queda en el fondo del café, para alegría y lucro de los nigromantes de turno.

De todos estos conjuntos, los más habituales e inmediatos para nosotros, que son a la vez el modelo de toda lengua, son los fonéticos (lengua hablada), y relacionados con estos, los fonético-gráficos (lengua escrita).

¿Qué tienen en común todos estos sistemas de signos? Que cada signo carece de significación propia: no hay ninguna clase de correspondencia ni de conexión necesaria entre el signo y lo que ese signo significa: una «a» sólo significará algo puesta en relación al resto de los signos del sistema, y asignándosele, arbitrariamente, un «valor». De allí el principio fundamental de la lingüística: «la lengua no consiste más que en diferencias».

Tomemos «p/a/l/a», por ejemplo: no hay nada intrínseco a los signos que la haga significante, sino sólo su inmersión en un conjunto que consta de pelo, pila, polo, pulo, pulí, palo, bala, bola, pata, pato, pote... etc. Es en el recorte particular de esta enorme (pero finita) serie de combinaciones posibles, por lo que pala se constituye en significante. A su vez es un significante que no tiene un significado más que por la convención de asignar esos sonidos al objeto «pala».

No hay nada en la cabeza, por ejemplo, que la haga «cabeza» en lugar de «caput», «head» o «kopf». Si el objeto cabeza es «cabeza» en una región del mundo, se debe a que sus hablantes «suscribieron», por así decir, un cierto acuerdo de llamarlo así. Acuerdo puramente consuetudinario, que no está registrado en los anales de ningún pueblo, ante todo porque no hay ningún «pueblo» hasta que no se suscribe ese acuerdo: la lengua es fundamental y fundante, con ser, sin embargo, puramente arbitraria.

Algunos desearían encontrar en el inicio de las lenguas un acto originario de señalamiento de la realidad. En hebreo, por ejemplo, «cielo» se dice «sha-maim», «aguas (maim) allí (sha)»: nada menos convencional, nada más ajustado a la observación de la realidad y al sujetar la lengua a la observación que llamar al cielo con su propiedad más visible: reservar el agua para la lluvia. Sin embargo, a esta teoría se le ve en seguida su debilidad: está bien para «cielos» en hebreo, pero ¿por qué agua es «maim»? ¿hay algo en esas cuatro letras que evoquen lo acuoso? Todas las teorías de la naturalidad de las significaciones están condenadas a errar entre las mismas preguntas repetidas una y otra vez, y esto para cada uno de los sistemas de signos, y para cada uno de sus signos componentes.

Si lo reflexionamos un poco, nada más natural que esta arbitrariedad; los signos dicen las cosas, pero nombran las representaciones y no las cosas, a las cuales nunca podremos poseer. Sólo para Dios, decimos en la Metafísica tradicional, conocer es ser; para el conocimiento humano, conocer es evocar, abstraer, dejando fuera de mí al objeto conocido.

Hay por lo tanto, en teoría, infinitos conjuntos de signos posibles. Cada uno de esos sistemas consiste en una cantidad finita (y pequeña generalmente) de signos, en combinaciones finitas, pero en tal abundancia que dan la sensación de infinitud. A su vez esos sistemas están convencionalmente referidos a representaciones de la realidad actuales o pasadas, individuales o colectivas, que a su vez se refieren a percepciones propias o ajenas.

No hay, por supuesto, signo si no es «signo para alguien», precisamente porque el signo es esencialmente comunicante, por lo que aun cuando el signo se use para nombrar una representación individual, en tanto la nombra, esa representación se vuelve colectiva: no hay código tan ultrasecreto que no tenga una instancia de desciframiento, como de sobra saben los «hackers» y sus víctimas. Dicho de otro modo, la lengua siempre requiere por lo menos dos, es esencialmente socializante.

Por el lado de su cara expresiva (los signos) el lenguaje no es uno sino múltiple, no es «el» lenguaje sino «los» lenguajes. La ilusión decimonónica de crear una lengua universal, suscribir un acuerdo racional en la esperanza (precisamente me refiero al «Esperanto») de unir todas las lenguas en una sola, únicamente agregó una más a la lista de códigos interesantes para conocer, y de gramáticas para poner en el estante.

Porque la cara expresiva del lenguaje no es múltiple solamente porque puede crearse infinitos sistemas de signos, lo es también por algo más fundamental: porque las representaciones para las que los signos son significantes son también múltiples Hay una imposibilidad no sólo práctica sino metafísica de apresar en una única representación un objeto. No sólo de un sujeto a otro varía la representación, sino dentro del mismo sujeto al cabo de un tiempo: del momento en que cada acto de conocimiento nos modifica («nos hace -en cierto modo- todas las cosas», dirá Santo Tomás), volver sobre un objeto ya visto es mirarlo con los ojos del nuevo sujeto surgido del acto de conocimiento anterior. A veces leemos tanto un texto que nos gusta, que acaba por perder para nosotros toda originalidad, y nos parece que no dice nada: y es en parte cierto, lo que tenía para decir ya lo dijo, ya es parte nuestra, ya no «me» dice nada: el texto sigue igual, y yo soy distinto.

En el segundo nivel del lenguaje, en el de la representación, tampoco podemos hablar de un lenguaje sino de múltiples lenguajes.

Pero no acaba allí la multiplicidad del lenguaje: también en el nivel de la percepción el lenguaje es múltiple. Vemos desde distintos lugares y recortamos la misma realidad según distintos patrones. Ya hemos visto en el ejemplo del «negocio» cómo la misma realidad, «actividad humana», puede ser recortada siguiendo distintos criterios. Pero este ejemplo podría dejar la impresión de que sólo se dan esas diferencias entre las distintas culturas, y en realidad la percepción varía no sólo de cultura a cultura y de época a época, sino también dentro de los distintos estratos (políticos, sociales, económicos, etc.) de una misma sociedad, de individuo a individuo, e incluso un mismo individuo recorta según el momento la misma realidad de distintas maneras.

En la percepción es precisamente cuando más múltiple es el lenguaje, y en lo más obviamente múltiple, que es en la cara expresiva, es en realidad donde más alcanza una relativa unidad, obligatoria, porque del momento en que la expresión es comunicante, debe haber mínimamente dos que coincidan en idéntico lenguaje, mientras que en la percepción no es teóricamente necesario que coincida nadie con nadie, ni siquiera nadie consigo mismo.

Así que hablar de «el lenguaje» es hablar de un objeto puramente teórico, la realidad me presenta siempre «los lenguajes», en cualquiera de sus niveles.

La reunión de todos los lenguajes

¿Pero no hay algo que ligue estos distintos lenguajes, algo que les de unidad? Es la pregunta con la que nació Occidente, y tal vez de toda cultura. Los griegos, sus iniciadores, llamaron al lenguaje «logos», del verbo «leguein», «ligar», algo así como «la ligazón». Meditando a quienes, entre los primeros pensadores griegos, más pensaron y expresaron el tema, Heráclito y Parménides, se llega a entrever que no quisieron con esta palabra decir que el lenguaje «liga unas cosas con otras», sino más bien que todos los lenguajes apuntaban hacia una realidad que los liga, y los convierte en La Reunión, tal como Zeus convoca a los Olímpicos a su Consejo.

Pero el logos del lenguaje no es obvio ni visible, no es nada particular que se pueda aislar de todo lo demás y guardar como una especie de «metro patrón» en un museo de París. Si fuera algo particular, se opondría a otras cosas también particulares. Como lo expresa Parménides: «si le faltara algo, carecería de todo», o Heráclito: «es preciso seguir a lo más común: el Logos es lo común, a pesar de lo cual la mayoría se pasa la vida como si tuviera un entendimiento particular».

Tampoco el Logos es algo abstracto ni común al modo de las generalizaciones. Si fuera un promedio de lo que cada lenguaje tiene en común con los otros, dejaría fuera todo lo que de propio tiene cada uno de ellos, habría algo en los lenguajes que no sería lenguaje. Parménides lo expresa así: «a él pertenecen todos los nombres que los mortales han puesto, convencidos de que son la verdad: 'ser', 'morir', 'estar'... 'alterar el color resplandeciente del cuerpo'», y Heráclito «No escuchándome a mí sino al Logos, lo Sabio es repetir al logos (homo-leguein): UNO-TODO».

Tampoco el Logos es Dios, si entendemos por Dios el «ser máximo en una cadena de seres», el «ens supremum». Parménides lo expresa así: «lo Mismo es para percibir y aquello por lo que lo percibido existe», y Heráclito: «Uno, lo único Sabio, desea y no desea ser llamado con el nombre que le pertenece a Zeus (es decir: 'Dios')».

Lo Uno del Lenguaje no puede ser substancializado a riesgo de ser particularizarlo, ni dessubstancializado a riesgo de generalizarlo. Lo Uno del lenguaje, su Logos, existe sólo en esperanza, y debe ser pensado e intentado cada vez de nuevo, sólo así es posible preservar como un tesoro la unidad del lenguaje, no amontonándola como si se tratara de una imposible equivalencia de todo con todo, ni dispersándola en fragmentos inconexos.

En cada individuo, en cada comunidad y en cada época el Logos es un intento, un deseo más que una realidad, un proyecto más que un resultado. Cada individuo, cada comunidad y cada época vive de un logos supuesto que no es nunca El Logos, pero que configura por atracción el tono vital y la originalidad de ese individuo, ese grupo o esa época.

Este Logos, este Lenguaje que subyace y reúne todos los lenguajes de una época, una comunidad o un individuo, es el único que permite jerarquizar esos lenguajes entre sí, prohibir unos, potenciar otros, asignar «lugares relativos» a cada uno de ellos, coordinar los esfuerzos comunes y guiar la toma de decisiones, en medio de las contradicciones y los intereses contrapuestos.

Si nos ceñimos a las épocas, hay un «logos del mundo griego», un «logos del mundo latino», un «logos del medioevo», un «logos de la modernidad», etc. Un lenguaje, pero no en el sentido de una lengua única sino en el de la búsqueda de lo común en el entrecruzamiento de percepciones, representaciones y signos múltiples, entrecruzamiento que es siempre y esencialmente «diá-logos», confrontación de lenguajes.

En cuanto se quiere juntar apresuradamente todo en uno se acaba políticamente en la tiranía, económicamente en la esclavitud, religiosamente en el fanatismo, etc. Mientras que a la pérdida del deseo de unidad le acompañan la anarquía, en todas sus manifestaciones, la indiferencia religiosa como una sombra, y la autodisolución definitiva de la época, el grupo o el individuo.

Estos dos movimientos contrapuestos pueden coexistir, y de hecho coexisten con mucha frecuencia, como lo vemos en varias época de la historia, y lo palpamos en esa aparentemente contradictoria tendencia a la «globalización» y a la fragmentación de la cultura en esta lenta agonía de la Modernidad que nos toca vivir.

 

Como vemos, no sólo el lenguaje en el sentido de la percepción, o de la representación o de la expresión es múltiple, son «los lenguajes», sino que también el lenguaje como Reunión de todos los lenguajes, como aspiración a la unidad, es múltiple, son «los Logoi», sólo que esa multiplicidad, a diferencia de la anterior, es sin embargo única para cada época, comunidad o persona: el anónimo «moralista» que vivía en el seno de la Pompeya corrupta tenía su propio Logos, pero Pompeya es y será para siempre la Ciudad Corrupta, es ése su Logos, el principio que la animó, que le dio su tono vital, que inspiró su arte, su vida cotidiana, su arquitectura, su fama, y también el que la distrajo mientras el Vesubio se preparaba para actuar. Ese Logos estaba presente en todos sus habitantes, incluido, por rechazo, en el «moralista».

 

Este Logos de cada época, comunidad o individuo permitirá percibir unas cosas y no otras (ni mucho menos todas), se representará unos aspectos más que otros, y preferirá unas expresiones por sobre otras. El Logos es, a cada momento, el lenguaje que da su jerarquía relativa a cada uno de los lenguajes, lo que da lugar, naturalmente, a que unas épocas, comunidades o individuos estén mejor pertrechados que otros para atravesar todos los lenguajes en el intento de nombrar Aquello que se encuentra por encima y por detrás de todo nombre posible.

El Logos es lo que nos permite encontrar, en medio de la dispersión de cada época, por ejemplo, ese poema que la expresa adecuadamente, o ese estilo de escritura que la identifica. La poesía de Catulo es indudablemente desesperada como lo era su época, y los «Catulli Carmina» de Orff lo son al modo como es desesperada la nuestra, distinta a aquélla. Usan las mismas palabras, y hasta escriben en un mismo idioma, pero su lenguaje no es el mismo, aunque el segundo parezca simplemente citar al primero y repetirlo.

Desde luego que hay un indefinible fondo común (aquel Logos del que todos los Logoi emergen) que nos hace «comprender», casi por momentos consustanciarnos, con el Logos de otras épocas, como puedo «sintonizar» con otro que es distinto que yo; pero esta «sintonía», o esta «comprensión» es por transposición más que por identidad.

El Logos en nuestra época

No nombré en el ejemplo a Catulo, un poeta, y a Orff, un músico, por azar, sino porque el arte tiene un destacado lugar en relación al Logos, es precisamente quien lo crea en cada época. Si no hay arte no hay época, ni comunidad, ni siquiera individuo. Lo que somos los somos en los límites -es decir, en el cerco y en el horizonte- instalado por el arte. Somos y percibimos en los límites de la música que escuchamos, de la poesía que leemos, del teatro al que asistimos, etc., porque no hay en el mundo humano otro lenguaje que tenga la función de crear más que ése.

La función del arte está muy lejos del gusto o la recreación, casi diría que no tiene absolutamente nada que ver con ello. Ni siquiera la filosofía ni la religión, tan similares al arte bajo muchos aspectos, reemplazan esta función única que el arte posee. La filosofía no crea lenguaje, más bien lo distribuye; la religión no crea lenguaje, celebra en él a la Fuente del lenguaje. Ninguna de estas dos pueden reemplazar al arte. Cuando el arte de una época decae, cuando la música que nos rodea (aunque no sea la que voluntariamente escuchamos) se convierte en «cumbia villera», cuando la poesía se transforma en gazmoñería de suplemento dominical, el cine en «entretenida comedia», el teatro en picaresca, la narración en «best seller», cuando todo el arte de una época o en la vida de una persona se reduce a esos subproductos, necesarios y buenos «para distraer» cuando hay «otra cosa», la filosofía pierde su rumbo, empieza a dudar de su identidad, a querer «ser ciencia estricta», la religión se desvía y deviene «opium populi», o beatería, o lo que es peor, entretenimiento de teólogos y curas. Da lo mismo cuánto dure este estado, cuando el arte llega a ese lugar, el consumo reemplaza al diálogo y la época está terminada, la comunidad puede ser barrida sin remordimiento, y el individuo se transforma en una máquina de estar a la moda.

 

Podría creerse que extraje estas notas a partir de lo más odioso de nuestra época: es al revés. Nuestra época es como es, por haber llegado a estas notas, que pendieron como amenaza en toda época, y se manifestaron en el final de todas ellas. El consumismo, la apatía ideológica, la indiferencia religiosa, la desorientación moral, no son el Logos de nuestra época, como cierta «filosofía posmo» de pescadores en río revuelto nos quiere dar a creer, son más bien la ausencia provisoria de Logos de una modernidad que terminó hace rato y cuyo reemplazo no apareció aun, si es que aparece.

Las épocas no pueden inventarse, pero pueden, y deben, crearse. Para que nazca una nueva época es necesario que surja un nuevo arte, sin el cual no hay Logos, y eso no se puede forzar... pero se puede preparar. ¿Cómo?

Llevamos diez mil años de construir ciudades como para saber ya que no hay una receta, pero tampoco hay demasiados métodos. Me parece que el mejor y más fecundo es no ceder a la tentación del nihilismo y atender y recuperar las grandes obras del pasado. No me refiero a pagar costosas restauraciones de cuadros famosos, probablemente ese sea un buen modo de distraernos del objetivo, sino a la recuperación de esas grandes obras que cada uno puede hacer en silencio, en solitario, porque la época no da para comunidades: leer a los clásicos, escuchar mucha música, leer la gran poesía aunque no se entienda, gastar tiempo en mirar cuadros. No latas de tomates «Campbell», ¡cuadros! ¿pero el «pop-art» no es arte? Tal vez sí, tal vez no. Una época carente de grandeza no puede juzgar sobre lo que es grande y lo que no, sobre todo si lo creó ella misma.

 

En Filosofía no habrá nada para decir durante mucho tiempo, tal vez siglos. Hay que estar preparados como para el invierno: en un bolso las mismas preguntas de siempre, y negarse a responderlas.

 

En Religión es más complicado. En un hermoso diálogo con Jean Guitton, hablando del arte, decía Pablo VI: «Si nos faltara la ayuda de los artistas, el sacerdocio debería hacer un enorme esfuerzo, un esfuerzo ascético y profético para alcanzar identidad». Pues bien, nos falta la ayuda de los artistas. Y hay que hacer el doble esfuerzo:

Ascético, conservando, repitiendo en medio de la noche las palabras de Luz como si todo estuviera iluminado, meditando ese Libro, sellado para nosotros, rezando como si percibiéramos al Espíritu en ayuda de nuestro espíritu. Bergmann pone en boca de un personaje: «Dios está tan lejos, que sólo nos queda perdonarnos entre nosotros». Con todo lo que amo a Bergmann, tendré que decir que no, que la ascesis consiste precisamente en hacer todo aquello que no nos deje olvidar que Dios está tan lejos. Quien está lejos puede venir, para lo que hay que preparar el camino y enderezar las sendas.

El lado profético del esfuerzo creo que iría de la mano de «no creernos» nuestra propia ascesis. No dejar que el fariseísmo entre subrepticiamente por la ventana, no confundir la Tradición con la seguridad, ni la conservación con el olor a moho. No sé cómo se logra eso, pero creo ver claro que se niega la Tradición cuando se niega la pregunta y el cuestionamiento, y se esteriliza la conservación cuando los objetos a conservar se convierten en ídolos, cuando se olvida que la conservación es sólo «hasta que aclare».

 

Y del mismo modo en todos los ámbitos de la sociedad y de individuo (en economía, en moral , en derecho, en política, etc.) hay que prepararse a esperar que surja un nuevo logos. Prepararse, no «pararse», que es exactamente lo contrario, en este caso. Pero, como ya dije, no hay recetas. Ni siquiera los ejemplos de los antiguos nos sirven para mucho. Cada fin de una época tuvo que afrontar su desafío a ciegas, sin saber si después venía algo, ni mucho menos qué venía.

La cuestión del Logos en relación a la Biblia

No hablaré acá de la palabra «Logos» tal como aparece en el Prólogo de San Juan, sino de esa paradoja de que sabemos tanto de los entresijos del texto bíblico, pero él, en su conjunto, se nos muestra sellado y como ausente.

Por supuesto que este problema no existe para la lectura ultraliteralista: todo lo que narra la Biblia, sea una burra que habla, una inundación del mundo o un sol que se detiene en el cielo (para lo cual, naturalmente, primero debería girar alrededor de la tierra) ocurrió exactamente como se lo cuenta, lo que incluye la admirabilidad de los hechos y la de que Dios lo haya dictado a sus narradores, sobre todo si tenemos presente, por ejemplo, que la escena de la Conversión de San Pablo se narra tres veces de tres maneras distintas y contradictorias entre sí, y la cuarta (la del propio San Pablo en Gálatas) no tiene nada que ver con esas tres narraciones de Hechos... verdaderamente admirable que los hechos ocurran y no ocurran simultáneamente y bajo el mismo aspecto, que los que rodean a San Pablo vean la luz pero no oigan la voz y al mismo tiempo oigan la voz pero no vean la luz.

Si descartamos ese extremo de lectura, y nos ponemos realmente a leer, el Antiguo Testamento nos parece violento y primitivo, hasta en la Liturgia evitamos, por ejemplo, proclamar el final del Salmo 137. Mejor no enseñarle a los niños la «historia edificante» de Jacob, no sea que nuestros cristianitos se «aviven» demasiado. Perdemos la grandeza del Poema de la Creación en discutir qué enzima o proteína se autogeneró primero. Y el Apocalipsis mejor no leerlo porque «mete miedo». De San Pablo leemos las partes que mejor nos acomodan, nada de la cuestión de los idolotitos, tan lejana a nosotros, del buen orden en las asambleas, tan «fascista» para nuestro gusto, de la cuestión de la inversión de sexos, tan anticuada y discriminatoria, etc...De los Evangelios, cada escuela teológica recorta el estrato que considera más antiguo, si es que considera alguno, y lo demás puede entenderse como un agregado, sólo metafóricamente vinculante...

No se trata de un problema o dos, de un pasaje difícil, una metáfora lejana o el habla oscura de algún profeta. Se trata de que la Biblia entera parece hablar desde un «centro de sentido» que no es el nuestro, y, lo que es peor, irremediablemente perdido para nosotros.

Y es que efectivamente, la primera parte al menos, es cierta: el Logos bíblico no es el nuestro. Si perdemos de vista esto, iremos a la Biblia a querer comprenderla, y lo más probable es que salgamos desilusionados, o bien, con la bolsa llena de un montón de «frases célebres» para aplicar en toda ocasión, es decir, en ninguna.

De cuantos teólogos se ocuparon de esto, fue Bultmann el que más consecuentemente analizó el problema y exploró sus múltiples caras. Podría -pobremente- resumirse su planteo en lo siguiente: la Biblia entera habla desde una concepción «mítica» de la existencia humana y de Dios. Esa concepción incluye el hablar en términos «espaciales» lo que en verdad son «realidades existenciales»: Dios «asciende» o «desciende», o «se encarna», el hombre «baja al Sheol», o «al abismo», o «va al cielo». Esa concepción ya no es la nuestra, ni podemos artificialmente adoptarla, porque las concepciones del mundo no se ponen y se quitan como una camisa, por lo que se impone «retraducir» el decir bíblico a nuestras categorías, ligadas a la problemática de la existencia, del «ser auténtico o inauténtico», el «estar por Dios o contra Dios», el «tomar decisiones», etc.

 

Creo que es un error rechazar los planteos de Bultmann porque «equivocó» las respuestas. La grandeza de un pensador, me parece, se mide por su fidelidad a la grandeza de la pregunta que le tocó formular, y no por lo convincente que pueda ser cierto conjunto de «soluciones y respuestas» que suelen ser provisorias.

El hecho de haber metido a la Biblia (y al mundo antiguo) en masa dentro de la categoría del «pensamiento mítico», y con una concepción verdaderamente pobre del mito y lo mítico, condiciona que la respuesta bultmanniana al problema suene desproporcionadamente pobre al lado de su pregunta, que merece ser recordada a cada momento, y que podemos hacer nuestra.

La gran problemática puesta en juego en esto no está en que Dios antes hacía cosas que ahora no hace, pero tampoco está en que la Biblia utiliza una concepción del mundo «falsa» mientras que la nuestra es la «verdadera», ni tampoco al revés, sino más bien en que las dos concepciones del mundo, los dos Logoi, mejor dicho, son distintos y adaptados a decir algo del mundo que el otro no puede decir.

 

Nuestro Logos, por ejemplo, al comprender la enfermedad como desequilibrio electroquímico, permite producir píldoras que la alivian -aunque no la solucionen- casi instantáneamente. El Logos bíblico, al comprender la enfermedad como desequilibrio de las fuerzas oscuras que rigen la naturaleza, abre la posibilidad de una intervención reordenadora de Dios que, puesto que rompe el curso de la acción natural (pero no «natural» en el sentido de las corrientes electroquímicas sino de aquellas fuerzas oscuras que rigen la naturaleza), será «thaumasté», «admirable» o «milagrosa».

Se trata de dos respuestas distintas que implican, en el nivel de los fenómenos, dos formas de «recortar» la misma realidad de distinta manera. En ese sentido, sólo en ése, son equivalentes, en tanto que una sirve en su época y se integra en su Logos, y otra sirve a su otra época y se integra en su otro Logos.

Si el problema se detuviera aquí, bastaría con concebir la taumaturgia de Jesús como una especie de «medicina inconsciente», o hasta de «cura por sugestión» para poder «apropiarnos» de los relatos de milagros retraduciéndolos a nuestras categorías.

Esto, que puede sonarle mal al lector, es sin embargo harto habitual en la «literatura piadosa» que cree hacerle un favor a la Biblia cuando recoge que en determinadas épocas el desierto se puebla de codornices, o que el viento alza las aguas del Mar de Suf, lo que explicaría adecuadamente (a costa de racionalizarlo), toda la milagrería imprescindible para seguir el Exodo.. Si somos consecuentes, nuestra «piadosa apologética» termina en que el Exodo no requirió ninguna especial intervención de Dios en la historia sino sólo un buen conocimiento de meteorología por parte de un Moisés que habrá tenido tiempo de estudiarla en su niñez palaciega... ¿y dónde está el milagro? ¿qué es lo «thaumastón» del Éxodo?

El problema se vuelve acuciante cuando llegamos a las brutales diez plagas, que no responden al molde de acontecimientos demasiado «naturales», ni tampoco a cosas que hayan podido realmente ocurrir en el mismo sentido en que literalmente se las narra, y como «metaforización de estados existenciales» son, por decir poco, excesivas.

Ni el ultraliteralismo, ni el concordismo naturalista, ni la «desmitologización» bultmanniana sirven realmente para nada en esto. Se trata de dos «Logoi» que tienen que poder coexistir sin impugnarse mutuamente, sin fagocitarse, sin aniquilarse, y por supuesto, sin darse la espalda uno al otro.

 

No tengo la solución, pero en espera de que alguien la formule, me gustaría apuntar algunos aspectos de cómo podría ser posible abordar el Logos bíblico desde el nuestro sin destruirlo ni destruir el nuestro:

-Debemos tener muy presente, y recordárnoslo a cada momento, que cuando el hombre de la época bíblica iba al mercado a comprar un kilo de verdura sabía perfectamente que un kilo es un kilo y no 900 gr. Parece una tontería, pero olvidamos con harta frecuencia que el hombre antiguo no vive inmerso en un difuso limbo de irrealidad en donde da lo mismo que un hombre diga que es Dios, total todo es posible... Hay por lo tanto un registro del lenguaje de la época bíblica que es idéntico al nuestro: también él es sensible a los «hechos» y a la «exactitud». Es falso, entonces, imaginar que la Biblia pertenece de manera absoluta a un mundo enteramente mítico.

 

-Debemos tener muy presente, y recordárnoslo a cada momento, que nuestra realidad exacta y mensurable tiene cortes, cambios de sentido que nos muestran, como en sombra, la existencia de «fuerzas oscuras» que no se gobiernan por nuestros numeritos. Hitler llega al poder contando votos, sin nada de diferente al toma y daca político al que estamos habituados, pero se instala en nuestra realidad numérica y racional un corte, y no sabemos qué hacer con él. Una guerra se gana y se pierde en relación a las fuerzas y la estrategia puestas en juego, y relativamente mensurables, pero cuando pasa a ser posible que esa «relación» de fuerzas se transforme en la desaparición instantánea y completa de dos ciudades, un nuevo corte con el que no tenemos nada que hacer se instala entre nuestras cifras y cálculos. Es falso que la civilización del cálculo y el proyecto haya desplazado a la de las oscuras fuerzas, al menos de modo absoluto. Es la civilización del cálculo y el proyecto la que no sabe qué hacer con África, la que destruye Hiroshima hasta la raíz... y para qué seguir.

-He aquí una intersección que puede ser fecunda: las fuerzas oscuras se liberan por las rendijas del cálculo y el proyecto, y al mismo tiempo esas fuerzas oscuras no rigen la totalidad de la vida de un hombre. Tal vez sólo es posible hablar de esas «rendijas de la realidad» en un lenguaje propio y específico, en el lenguaje de los ángeles y los demonios, y el sol que gira y se detiene según la voluntad de su Gobernante.

 

Hasta ahora he hablado de «la realidad» como si se tratara de un plano, en el que realizamos cortes horizontales, cuando de lo que se trata es de que la realidad tiene espesor, en cuya superficie se ubican los hechos, las relaciones entre cosas que vemos y tocamos, pero que continúa hacia adentro en relaciones que ya no son de «cosas» ni de «hechos» sino de «sentidos», de «significaciones». No es posible llegar a ellos sin la palabra creadora del poeta, capaz de traducir la incomprensible actuación creadora de Dios en palabras inteligibles de «días» y «amaneceres».

 

El Logos bíblico no pertenece a su época, ni a la nuestra, sino a todas, porque habla desde otro lugar que el del habla cotidiana, habla desde el centro desde el cual la estructura de un universo tan cuantificable como absurda se vuelve llena de sentido. Tal vez hasta que ocurra nuestra resurrección ignoremos cómo fue la de Lázaro, pero sabemos que ninguna consideración biológica del ser humano puede contrarrestar que nuestra corporeidad no es una máquina, no está sometida solamente a fuerzas electroquímicas, ni tanta maravilla arquitectónica desplegada en cada músculo y articulación existe sólo para morir.

 

Tal vez salir desde nuestro Logos al encuentro del Logos bíblico no deba agotarse en conocer hasta el último detalle de la geografía palestina de la época de Jesús, sino más bien tenga que ver con ejercitarnos en un cierto cuidado, en una cierta «delicadeza» poética al tocar con nuestras palabras la superficie de las cosas, de todas las cosas y no sólo de las cosas bíblicas, en no cerrar tozudamente nuestro discurso en una ecuación que de todos modos no da cero.

Comentarios
por Maite (80.58.8.---) - mi , 17-sep-2003, 00:00:00

Una vez más me ha encantado.
Coincido contigo, en que hemos olvidado que el lenguaje es siempre cosa de dos.
Que hace falta algo que comunicar, alguién a quien comunicarlo. Y que hallá un interés común. Que los nombres sólo son nombres.
en nuestra época donde la mayoria, va a lo suyo. es muy posible, que por ello se hallá perdido el lenguaje. Porque no se escucha al otro. ni al otro le interesa lo que tú. o yo. podamos decir.
Al leer tu articulo. Me vino a la mente. una pregunta del curso de Biblia hecho el año pasado; con los agustinos recoletos de Zaragoza.
Me llamo la atención. porque aunque a años luz mi respuesta de la tuya. Hay entre ambos. o eso he creido ver, un hilo invisible
Puede ser porque ambos hablamos el mismo idiomaa. y no me refiero al castellano. que ya tiene vocablos que no son lo mismo aqui. que en Argentina. Venezuela. etc. Sino el lenguaje del Evangelio
Te pongo aqui la pregunta mencionada.
1) ¿De verdad que antes del episodio de la Torre de Babel había una única
lengua en el mundo?

No lo sé, por cierto ayer, cuando recibí esta lección en Antena 3, dieron un reportaje sobre Atapuerta, y hablaban de que era posible saber si aquellos seres eran capaces de hablar; aunque no lo hicieran como nosotros; yo no se, y creo que el autor humano de La Biblia, tampoco lo sabía, las lenguas que había en el mundo; lo que si debía de haber era una “comunicación”; hay un idioma de afectos de creencias, y otro de diccionarios; puede darse el caso de estar con alguien, con el que nos separe un abismo; debido a que no comparta nuestra Fe, es más o menos lo que dice San Pablo de La Cruz, “escándalo, y locura; pero para los llamados fuerza. Así entre 2 personas que piensen una que en la vida se esta para vivir bien, aunque sea usando al prójimo de felpudo, y otra que piense que en la vida se esta para vivir bien haciendo el bien; no podrá haber entendimiento, porque una hablara el idioma del Amor, y otra el idioma del hago lo que quiero del orgullo;

Así pues, creo que en el mundo antiguo; lógicamente no podía hablarse el idioma del amor; si tal vez con Noe, se hablo el idioma del temor; pero después surge un nuevo “idioma” el del orgullo, o vanidad, que todavía seguimos hablando hoy, y que lleva en si la confusión.


2) ¿Por qué el redactor nos lleva a Babilonia y no a otra ciudad para
describirnos la historia de la Torre de Babel?

Porque la palabra babel, con la que juega significa; confusión; y juega con otra babil que en la lengua del lugar, significaba puerta de Dios;

Este fue siempre para mí uno de los relatos más bellos del Antiguo Testamento; por 2 razones, porque Dios habla en plural, y sobre todo, porque me recordaba lo importantes que somos, llegamos a donde ni imaginarse uno puede, sólo Dios puede poner límites al poder humano, como decía mi madre; que ahora esta pidiendo por nosotros en el cielo; “hija somos imagen de Dios; y como no iba tener poder la imagen, teniéndola el original, pero poder sometido a Dios”.

Sin embargo, hoy no creo que Dios bajase a confundir la lengua de nadie, no la confusión ya la llevaba la propia lengua en si, es imposible que 2 soberbios se entiendan, como 2 locos, que afirmasen los 2 ser Napoleón, al final se pegan.

Fue pues el orgullo, lo que confundió y separo a los hombres, llevándoles al idioma que en vez de decir este es mi hermano, es otro ser humano, decía, este es inferior por su color, su credo, etc.




por Andrea (64.76.26.---) - jue , 18-sep-2003, 00:00:00

Ante todo debo dar las gracias a mi amigo Abel, por dedicarme este precioso artículo.

¿qué decimos cuando queremos decir amigo?
Y ¿qué queremos transmitirnos cuando dos hablamos el mismo lenguaje, pero tal vez usamos distintas palabras para decir o abarcar la misma idea? Y ¿qué pasa cuando entre dos seres que se conocen bien, con solo mirarse uno al otro y sin pronunciar ni una vocal, ya sabe uno lo que está pensando el otro? O ¿qué decir del abrazo sincero que se dan los amigos, donde las palabras sobran? Hay gestos, que dicen más que cien palabras, perfumes, oloes , sabores que evocan recuerdos de la niñez, en donde tratar de explicarlos y transferir al otro o a los otros esos sentimientos es tan difícil.

Como bien dices Abel nada se agota, nada está totalmente dicho. Una cultura sucede a la otra y cada una tiene su "logos" ; pero ese logos tampoco es "El Logos". Supongo que cada época trató de Captarlo y como sabía y podía lo expresaba , desde el lenguaje, desde el arte todo. ¿qué pasa entonces cuando el alma del arte desciende y se estanca y no asciende por la belleza? (Marechal) Dijiste que primero "vemos", luego "representamos", eso que vemos y finalmente lo "expresamos". mi pregunta es ¿Qué no vemos hoy en día, que representamos y expresamos tan fiero? Tal vez ese "no ver", es el que nos lleva a todo lo demás. ...Las fuerzas oscuras se liberan por las rendijas....y a más de uno se los va a tragar, cual gas invisible, porque ya las palabras no le significan nada.

Habrá pues que hacer el triple esfuerzo, no doble, el triple. !Gracias Abel!, Andrea C. De Randle

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