Queridos hermanos cardenales,
hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
distinguidas autoridades y miembros del cuerpo diplomático.
Saludo a los peregrinos que han venido con motivo del Jubileo de las Cofradías.
Hermanos y hermanas, os saludo a todos, con el corazón lleno de gratitud, al comienzo del ministerio que se me ha confiado. San Agustín escribía: «Nos has hecho para ti, [Señor], y nuestro corazón no descansa hasta que descansa en ti» (Confesiones, 1, 1.1).
En estos últimos días hemos vivido un tiempo particularmente intenso. La muerte del papa Francisco ha llenado de tristeza nuestro corazón y, en esas horas difíciles, nos hemos sentido como aquellas multitudes de las que habla el Evangelio, «como ovejas sin pastor» (Mt 9,36). Precisamente el día de Pascua recibimos su última bendición y, a la luz de la Resurrección, afrontamos este momento con la certeza de que el Señor nunca abandona a su pueblo, lo reúne cuando está disperso y «lo guarda como un pastor a su rebaño» (Jr 31,10).
Con este espíritu de fe, el Colegio Cardenalicio se ha reunido para el Cónclave; procedentes de historias y caminos diferentes, hemos puesto en manos de Dios el deseo de elegir al nuevo sucesor de Pedro, el Obispo de Roma, un pastor capaz de custodiar el rico patrimonio de la fe cristiana y, al mismo tiempo, de mirar lejos, para ir al encuentro de las preguntas, las inquietudes y los desafíos de hoy. Acompañados por vuestra oración, hemos sentido la obra del Espíritu Santo, que ha sabido armonizar los diferentes instrumentos musicales, haciendo vibrar las cuerdas de nuestro corazón en una sola melodía.
He sido elegido sin mérito alguno y, con temor y temblor, vengo a vosotros como un hermano que quiere hacerse servidor de vuestra fe y de vuestra alegría, caminando con vosotros por el camino del amor de Dios, que nos quiere a todos unidos en una sola familia.
Amor y unidad: estas son las dos dimensiones de la misión confiada a Pedro por Jesús.
Nos lo cuenta el pasaje del Evangelio, que nos lleva al lago de Tiberíades, el mismo donde Jesús había comenzado la misión recibida del Padre: «pescar» a la humanidad para salvarla de las aguas del mal y de la muerte. Pasando por la orilla de ese lago, llamó a Pedro y a los otros primeros discípulos para que fueran como Él «pescadores de hombres»; y ahora, después de la resurrección, les toca precisamente a ellos continuar esta misión, echar siempre y de nuevo la red para sumergir en las aguas del mundo la esperanza del Evangelio, navegar en el mar de la vida para que todos puedan encontrarse en el abrazo de Dios.
¿Cómo puede Pedro llevar adelante esta tarea? El Evangelio nos dice que solo es posible porque ha experimentado en su propia vida el amor infinito e incondicional de Dios, incluso en el momento del fracaso y de la negación. Por eso, cuando Jesús se dirige a Pedro, el Evangelio utiliza el verbo griego agapao, que se refiere al amor que Dios nos tiene, a su entrega sin reservas y sin cálculos, diferente del utilizado para la respuesta de Pedro, que describe el amor de amistad que nos tenemos los unos a los otros.
Cuando Jesús pregunta a Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas? (Jn 21,16), se refiere, por tanto, al amor del Padre. Es como si Jesús le dijera: solo si has conocido y experimentado este amor de Dios, que nunca falla, podrás pastorear a mis corderos; solo en el amor de Dios Padre podrás amar a tus hermanos con un «más», es decir, ofreciendo la vida por tus hermanos.
A Pedro, por tanto, se le confía la tarea de «amar más» y de dar su vida por el rebaño. El ministerio de Pedro está marcado precisamente por este amor abnegado, porque la Iglesia de Roma preside en la caridad y su verdadera autoridad es la caridad de Cristo. No se trata nunca de capturar a los demás con la opresión, con la propaganda religiosa o con los medios del poder, sino que se trata siempre y únicamente de amar como lo hizo Jesús.
Él —afirma el mismo apóstol Pedro— «es la piedra que vosotros, los constructores, habéis desechado, y que se ha convertido en la piedra angular» (Hch 4,11). Y si la piedra es Cristo, Pedro debe pastorear el rebaño sin ceder nunca a la tentación de ser un líder solitario o un jefe por encima de los demás, haciéndose dueño de las personas que le han sido confiadas (cf. 1P 5,3); al contrario, se le pide que sirva a la fe de los hermanos, caminando junto a ellos: todos, en efecto, estamos constituidos «piedras vivas» (1P 2,5), llamados con nuestro Bautismo a construir el edificio de Dios en la comunión fraterna, en la armonía del Espíritu, en la convivencia de las diversidades. Como afirma san Agustín: «La Iglesia está formada por todos los que están en concordia con los hermanos y aman al prójimo» (Discurso 359, 9).
Esto, hermanos y hermanas, es lo que deseo que sea nuestro primer gran anhelo: una Iglesia unida, signo de unidad y comunión, que se convierta en fermento para un mundo reconciliado.
En nuestro tiempo, vemos todavía demasiada discordia, demasiadas heridas causadas por el odio, la violencia, los prejuicios, el miedo a lo diferente, un paradigma económico que explota los recursos de la tierra y margina a los más pobres. Y nosotros queremos ser, dentro de esta masa, una pequeña levadura de unidad, de comunión, de fraternidad. Queremos decir al mundo, con humildad y alegría: ¡Mirad a Cristo! ¡Acercaos a Él! ¡Acoged su Palabra que ilumina y consuela! Escuchad su propuesta de amor para convertiros en su única familia: en el único Cristo somos uno. Y este es el camino que debemos recorrer juntos, entre nosotros, pero también con las Iglesias cristianas hermanas, con quienes recorren otros caminos religiosos, con quienes cultivan la inquietud de la búsqueda de Dios, con todas las mujeres y hombres de buena voluntad, para construir un mundo nuevo en el que reine la paz.
Este es el espíritu misionero que debe animarnos, sin encerrarnos en nuestro pequeño grupo ni sentirnos superiores al mundo; estamos llamados a ofrecer a todos el amor de Dios, para que se realice esa unidad que no anula las diferencias, sino que valoriza la historia personal de cada uno y la cultura social y religiosa de cada pueblo.
Hermanos, hermanas, ¡este es el momento del amor! La caridad de Dios, que nos hace hermanos entre nosotros, es el corazón del Evangelio y, con mi predecesor León XIII, hoy podemos preguntarnos: «Si este criterio prevaleciera en el mundo, ¿no cesarían inmediatamente todas las disputas y no volvería la paz?» (Enc. Rerum novarum, 21).
Con la luz y la fuerza del Espíritu Santo, construyamos una Iglesia fundada en el amor de Dios y signo de unidad, una Iglesia misionera, que abre los brazos al mundo, que anuncia la Palabra, que se deja inquietar por la historia y que se convierte en levadura de concordia para la humanidad.
Juntos, como un solo pueblo, como hermanos todos, caminemos hacia Dios y amémonos unos a otros.