La edad de oro de la literatura patrística se abre con la espléndida producción del «Padre de la Historia Eclesiástica», Eusebio de Pánfilo, obispo de Cesarea de Palestina. Combina el máximo interés por el pasado con una participación muy activa en la tarea de dar forma al presente. Es, a la vez, historiador y controversista, una figura sobresaliente en las luchas religiosas de su tiempo, uno de los últimos apologistas y primer cronista y archivero de la Iglesia. Refleja con más fidelidad que ningún otro autor los cambios radicales que se estaban realizando en la historia del mundo en esta época. Es un representante típico de la era que vio aparecer al primer emperador cristiano.
Parece que la ciudad de Cesarea no fue solamente el lugar de su formación intelectual, de su actividad literaria y de su sede episcopal, sino también de su nacimiento hacia el año 263.
Esta ciudad se había transformado en un centro del saber desde que el exilado Orígenes fundara allí su famosa escuela; su legado literario constituyó la base de una biblioteca, que el presbítero Pánfilo amplió, convirtiéndola en sede de la ciencia. A Pánfilo debía Eusebio su formación científica, así como su admiración por el gran Maestro alejandrino, que le duró toda la vida. Por veneración y gratitud a su maestro y amigo, se hizo llamar Eusebio de Pánfilo, es decir, hijo espiritual de Pánfilo, y honró su memoria con una biografía, cuando este murió mártir en el año séptimo de la persecución de Diocleciano, el 6 de febrero del 310. El mismo Eusebio hubo de huir a Tiro para escapar de la muerte; de allí pasó al desierto egipcio de la Tebaida. Aun allí dieron con él, le apresaron y encarcelaron.
Por lo que parece, el mismo año que trajo la paz y la libertad a la iglesia (313) le elevó a él a la sede de Cesarea. Como obispo se vio pronto envuelto en la controversia arriana, que él esperaba resolver sugiriendo mutuas concesiones a los dos partidos contrarios, sin percatarse de la importancia que tenía la doctrina que estaba en litigio. Escribió varias cartas en favor de Arrio y tuvo gran influencia en el sínodo de Cesarea que declaró ortodoxa la profesión de fe hecha por Arrio, aunque le pidiera que se sometiera a su obispo. Poco después, un sínodo de Antioquía, el año 325, excomulgaba al obispo de Cesarea por rechazar una fórmula que iba dirigida contra la doctrina arriana. En el concilio de Nicea, del 325, trató de proseguir sus esfuerzos conciliadores como representante principal del partido de centro, que proponía un reconocimiento de la divinidad verdadera de Cristo, pero en términos simplemente bíblicos, y rechazaba la doctrina homousiana de Atanasio por creer que llevaba lógicamente al sabelianismo. Acabó firmando el símbolo redactado por el concilio, pero sólo por conformarse externamente a los deseos del emperador, sin ningún asentimiento interno. Poco después se alió abiertamente con Eusebio de Nicomedia y tuvo una parte preponderante en el sínodo de Antioquía del 330, que depuso al obispo local Eustatio, y en el sínodo de Tiro de 335, que excomulgó a Atanasio. Escribió, además, dos tratados contra Marcelo de Ancira, quien un año más tarde perdía su sede episcopal.
Su admiración por el emperador, que restableció la paz entre la Iglesia y el Estado después de siglos de sangrientas persecuciones, no conocía límites. Constantino le distinguió con un trato de favor. Al cumplirse los aniversarios vigésimo y trigésimo de haber tomado las riendas del gobierno, Eusebio fue el encargado de pronunciar los panegíricos. Y cuando Constantino murió el 22 de mayo de 337, él dedicó a su memoria una extensa eulogia. Es posible que influyera en las medida adoptadas por el emperador contra los obispos ortodoxos, pues él parece que fue su principal consejero en materias teológicas. Murió pocos años después que Constantino, el año 339 ó 340.
(Quasten)