Redescubrir la esencial historicidad del hombre fue, sin duda, una de las mayores conquistas de la antropología del siglo XX. No se trata sólo de que el hombre "hace historia", o que en ella queda testimonio del obrar del hombre, sino que la historia es el lugar donde el hombre va desplegando su ser, y a partir del cual encuentra su identidad.
Por eso, aunque la teoría teológica diga que Dios se revela en la historia, si no lo vemos en concreto, si no percibimos que la historia es distinta cuando está Dios que cuando no está, es como si aquella afirmación teológica surgiera del puro voluntarismo de los creyentes.
Igmar Bergman, ese gran intérprete de la sensibilidad contemporánea, sintetiza en una magistral escena de "El huevo de la serpiente" esta ausencia de Dios, este vacío en la historia concreta: en el Berlín de entre guerras, una mujer entra a una iglesia, se arrodilla ante el sacerdote y pide la absolución; él se arrodilla también, toma la mano de ella, la apoya sobre su propia cabeza y le dice: "Dios está tan lejos, que sólo nos queda perdonarnos entre nosotros..."
Pero, ¿es cierto que Dios está ausente en la historia? ¿es verdad que ya no se muestra "como antes"?
Una insistencia casi unilateral en lo extraordinario del obrar de Dios en la Biblia ha hecho que sólo aceptemos la presencia y la actuación de Dios en la historia si viene acompañado de fenómenos para-normales y de milagros espectaculares. Esto, es cierto, es parte del modo como la Biblia cuenta las cosas, pero es también parte de la expectativa que ponemos al leerla.
Estoy casi seguro que si Jesús caminara hoy entre nosotros como lo hizo hace dos mil años no seríamos capaces de ver en Él al Hijo del Hombre: esperaríamos que realizara las 24 hs del día los hechos extraordinarios que en sus quizás 30 años de vida terrena ocuparon, en conjunto, no más de dos horas, y que los Evangelios recogen, no porque son hechos extraordinarios sino exclusivamente por su valor de "signos".
El mismo criterio aplicamos al Antiguo Testamento: es tan alta la expectativa de sobrenaturalidad con la que vamos a leerlo, que lo extraordinariamente cotidiano de sus narraciones nos terminan descolocando y dejando perplejos.
Tomemos, por ejemplo, la escenita de Gn 38,27-30:
"Al tiempo del parto resultó que tenía dos mellizos en el vientre. Y ocurrió que, durante el parto, uno de ellos sacó la mano, y la partera le agarró y le ató una cinta escarlata a la mano, diciendo: "Este ha salido primero." Pero entonces retiró él la mano, y fue su hermano el que salió. Ella dijo: "¡Cómo te has abierto brecha!" Y le llamó Peres. Detrás salió su hermano, que llevaba en la mano la cinta escarlata, y le llamó Zéraj."
El lector del Antiguo Testamento sabe que le están hablando de un antepasado nada menos que del Rey David, y para los cristianos, de un antepasado del propio Jesús; es decir de uno en la ininterrumpida cadena de transmisión de las promesas de Dios a Abraham.
El lector ya va por el capítulo 38 y sabe que el detalle del suplantamiento del mayor por el menor tiene su importancia: no es el primer "último que queda primero", ya leímos sobre Abel, sobre Jacob, ya se nos presentó a José, e incluso al lector cristiano añade a esta experiencia lectora lo que sabe del Estatuto del Reino, que "quien quiera ser mayor debe hacerse menor".
Pero la anécdota en sí misma no tiene nada de maravilloso ni de sobrenatural y seguramente formaría parte del acervo narrativo (y un poco fabulero) que cualquier comadrona contaría en una tertulia de mujeres.
El "gran pecado" de David, que le impedía construir la casa de YHVH y que nos dejó como saldo una de las historias más brillantemente narradas de la Biblia (2Samuel 11) y el exquisito salmo 51, no es más extraordinario que el trillado "acoso sexual" que cualquier hombre con un poco de poder puede realizar.
En la dramática manifestación de Dios al profeta Elías en el Horeb (1 Reyes 19, 9-13), van pasando uno a uno los clásicos "signos" de la majestad de Dios: un huracán violento que hendía montañas, un temblor de tierra, fuego, y de cada uno se aclara que "no estaba allí YHVH" hasta que llega "el susurro de una brisa suave" y en eso tan normal y corriente, tan poco divino, podrá el profeta hablar con el propio Dios y plantearle sus dudas.
En estos pocos ejemplos, extraídos de una larguísima serie que recorre toda la Biblia, vemos que ella nos muestra no tanto un conjunto de hechos raros e irrepetibles, cuanto un modo extraordinario de comprender y vivir las cosas de todos los días.
Es cierto que de tanto en tanto -tal vez no más de una vez por siglo- Dios, que es el Señor de la historia, juega a romper las barreras de lo cotidiano e intrascendente y revelarse de maneras únicas y paradigmáticas: milagros especiales, apariciones inexplicables, etc.
Pero todo eso -que algunas veces no es otra cosa que el fruto de una exacerbada imaginación mística- no es tan relevante como la actuación más sorda y callada de Dios en la historia normal, que podemos leer si vamos dejándonos conducir por la sensibilidad bíblica.
Que cada día haya en la mesa lo imprescindible para comer es para el liberal un efecto de las leyes del mercado. Pero quien acepta y practica la sensibilidad bíblica, la comida cotidiana, e incluso que no muramos aplastados por las leyes del mercado, son signos y efectos de una especial, pero repetida, acción de Dios.
La ambigüedad de las conquistas de la autonomía del hombre contemporáneo, su crecimiento en la conciencia del respeto hacia todos y su crecimiento en la manipulación de las vidas ajenas, son también lugares donde aceptamos o rechazamos a Dios, lugares donde Él está.
Si ni un pelo de nuestra cabeza cae sin que lo sepa el Padre, tampoco cae una sola bomba como mero ejercicio del equilibrio geopolítico, incluso ellas son lugares donde -con la sensibilidad adecuada y educada- podemos leer la competencia del hombre con Dios.
Los principios teóricos de todo esto se encuentran en cualquier manual de teología, pero la educación de una sensibilidad adecuada a leer el texto de Dios en la obra humana no se hace con manuales de teología sino con el texto que de la manera más natural, simplemente narrando historias, nos conduce de la mano hacia la presencia de Dios en cada instante de la historia.