I
Cuando el rey David cometió el gran pecado de abusar de su poder, quitarle la esposa a Urías, y además hacerlo matar (2Sam 11), el profeta Natán, movido por Dios, le cuenta una conocida historía: «Había dos hombres en una ciudad, el uno era rico y el otro era pobre. El rico tenía ovejas y bueyes en gran abundancia; el pobre no tenía más que una corderilla, sólo una, pequeña, que había comprado. Él la alimentaba y ella iba creciendo [...] Vino un visitante donde el hombre rico, y dándole pena tomar su ganado lanar y vacuno para dar de comer a aquel hombre llegado a su casa, tomó la ovejita del pobre, y dio de comer al viajero llegado a su casa.»
A esta altura del relato David se indigna, no sabe si Natán le está contando un relato ficticio o le está planteando un caso de justicia, y -como administrador de justicia de su reino, reacciona: «¡Cómo es posible! ¡qué traigan ya mismo a ese hombre malvado!»
Natán puede responderle ahora, de parte de Dios: «¡Tú eres ese hombre!»
II
Vemos más fácilmente la paja en el ojo ajeno que la viga en el propio; eso nos los reprochó Jesús, pero incluso para bien es verdad: ¡cuánto más aprendemos de un ejemplo contado que de una experiencia vivida! por eso los maestros y profetas -dentro y fuera de Israel- recurrieron muchas veces a ejemplos, relatos, comparaciones, alegorías, parábolas... Isaías, en el siglo VIII aC, contó un relato que en la tradición bíblica se hizo famosa, la «canción de la viña»:
«Una viña tenía mi amigo en un fértil otero. La cavó y despedregó, y la plantó de cepa exquisita. Edificó una torre en medio de ella, y además excavó en ella un lagar. Y esperó que diese uvas, pero dio agraces. [...]»
Luego de explicar lo que haría el amigo con su viña, mientras el relato se desplaza casi insensiblemente de la tercera persona ("mi amigo tenía...") a la primera ("haré de ella un erial..."), y se nos va revelando progresivamente que el amigo no era otro sino Dios ("a las nubes prohibiré llover sobre ella"), también el destinatario de tan agradable canccioncilla va quedando al descubierto. Nuevamente se le dice a Israel: «¡Tú eres esa viña infértil!»
Israel aprendió esa lección, aunque no inmediatamente; tuvo que pasar varias invasiones de pueblos vecinos, y finalmente, siglo y medio después de Isaías, la destrucción de Jerusalén, del templo, y casi la pérdida de todo lo que los ídentificaba como pueblo, para agachar la cabeza ante Dios y confesar abiertamente: "sí, habíamos dejado de dar fruto".
Bastó esa confesión de humildad para que Dios los colmara nuevamente con su protección: voluieron a Israel, reconstruyeron Jerusalén y el templo, ¡y mucho más! codificaron la ley, reunieron por escrito las tradiciones antiguas, y gestaron lo que en general conocemos como "judaísmo clásico".
III
Habían aprendido la lección. Sin embargo, la historia sigue girando, y a una época de prosperidad suele suceder la bajamar; así, Israel se vio rodeado de otros pueblos que le plantearon nuevos desafíos; su territorio fue ocupado por el imperio alejandrino, primero, y luego por los romanos. En época de Jesús habían incorporado al lenguaje popualr las metáforas que habían aprendido de los profetas: Israel era la viña del Señor, el rebaño del Señor, etc... pero las lecciones que acompañaban esas metáforas (como la profunda lección de la "Canción de la viña") se habían ido dejando de lado.
Es sencillo comprender el proceso mental que se hacían algunos maestros religiosos: "si somos Israel, y Dios se ligó a nosotros con una promesa de cuidado y protección eternas, nada nos podrá pasar".
Jesús no les contradice el razonamiento, pero les propone -nuevamente, como los maestros y profetas antiguos- una parábola:
-Había un propietario que plantó una viña, la rodeó de una cerca, cavó en ella un lagar y edificó una torre; ...
-Ah -pensaron los sabios- es Isaías cantando a Israel, la exquisita viña de Dios.
-...la arrendó a unos labradores y se ausentó...
-Claro -habrán pensado los sabios- los labradores a los que se la arrendó son los griegos y romanos, que cuidan en este tiempo la viña de Israel.
-Cuando llegó el tiempo de los frutos, envió sus siervos a los labradores para recibir sus frutos. Pero los labradores agarraron a los siervos, y a uno le golpearon, a otro le mataron, a otro le apedrearon. De nuevo envió otros siervos en mayor número que los primeros; pero los trataron de la misma manera...
-Naturalmente -discurrían los sabios- los romanos no pueden comprender la especial relación del Señor con su viña, Israel.
-Finalmente les envió a su hijo, diciendo: "A mi hijo le respetarán."
Pero los labradores, al ver al hijo, se dijeron entre sí: "Este es el heredero. Vamos, matémosle y quedémonos con su herencia." Y agarrándole, le echaron fuera de la viña y le mataron.
-Desde luego, cuando venga el Mesías, el heredero, los romanos intentarán rechazarlo -continuaron interpretando los sabios...
-Cuando venga, pues, el dueño de la viña, ¿qué hará con aquellos labradores?"
-¡No cabe duda! cuando vuelva el Dueño, cuando venga el Señor a rescatar a Israel, dará a cada uno de los pueblos que sojuzgaron a Israel según su merecido: haraa morir de muerte miserable a quienes miserablemente trataron a Israel.
-¡No! -les reprochó Jesús- no habéis comprendido nada: ¡no los romanos, sino vosotros sois ese labrador!
Es a vosotros a quienes Dios quitará la viña...
Tal vez en alguna ocasión nos preguntamos "¿como es que los sabios judíos no se daban cuenta que Jesús estaba hablando de ellos?" Es que es fácil, muchísimo más fácil, ver la paja en el ojo ajeno. Es, en cambio, muy difícil aceptar esa siomple verdad: «¡Tú eres ese hombre!»
IV
Han pasado 2000 años desde que vino Jesús. La Iglesia ha atravesado en esos siglos multitud de crisis, unas más sencillas, otras más graves y profundas. Cuando estudiamos hoy la historia de la Iglesia, nos danzan en la mente los nombres de la crisis arriana, la crisis gnóstica, la crisis cátara, la crisis luterana, jansenista, modernista... y son sólo algunos nombres. Es difícil que percibamos el dolor que cada una de esas crisis significó, porque ya pasaron y no hemos vivido ninguna de ellas.
De todas ellas la Iglesia ha salido: por la especial asistencia de Dios a su pueblo, y porque cada una de ellas llevó a una profunda conversión a la generación a la que le tocó vivirla.
Es que, en definitiva, la viña de Dios es su Reino, y nosotros seguimos siendo labradores en régimen de arriendo: Dios protege a su viña, sin duda... pero no nos preservará al lado de la viña si no damos en ella conversión.
Las promesas de Dios son ciertas, eternas y eficaces, pero no son una garantía para que la Iglesia navegue en piloto automático: somos nosotros los responsables de que la nave de la Iglesia no naufrague. Al igual que los sabios de la época de Jesús, tendemos a culpar de los males que padece la Iglesia a lo malo que es el mundo, el gobierno, la cultura, el vecino, el de enfrente, el barrendero, el otro en definitiva...
Cuando leemos hoy, domingo XXVII durante el año, la parábola de los viñadores homicidas, no es para enterarnos de lo necios y duros de entendederas que eran los sabios judíos, sino para que se nos recuerde lo que estamos siempre tentados a olvidar: «¡Tú eres ese hombre!», tú eres el responsable de las promesas de Dios a su Iglesia.