Comienza con estas lecturas otro adviento. Otro, y van... pues, miles: antes del nacimiento de Jesús, los judíos esperaban un adviento: ¿será éste el que debía venir? Cada Pascua renovaba el recuerdo de que Dios había salvado en el pasado a su pueblo, y hacía más agudo el dolor de esperar que salvara de nuevo, definitivamente.
Nació Jesús, y con él, nuestros padres llegaron a la convicción de que éste es quien había de venir, “Tú eres el Cristo”. Sin embargo, no por ello acabó la espera, sino que aun nos pidió un poco más de tiempo: “un poco, y no me veréis, y luego otro poco y me veréis de nuevo”.
El primer “poco” de no verlo duró menos de tres días, pero este “poco”, ¡cuánto dura! Es un poco que es de todo, menos poco. Un nuevo adviento es la ocasión de recordar que esperamos, pero es también la renovación de nuestra perplejidad: ¿qué pasa, es que no se terminará de cumplir la esperanza?
Jesús no está lejos, está a la vuelta de la esquina. A poco que cerremos los ojos, los volvemos a abrir y nos pasó el tiempo de una vida, y pasada ésta, ya está Jesús de vuelta, o nosotros de ida. Así que la vuelta de Jesús no es un problema de tiempo, con apenas esperar 70 años -los más robustos 80, dice el salmo-, ya “volvió”.
Lo más tremendo, lo lacerante, no es el poco de tiempo que tenemos que esperar para verlo, sino que no sabemos, que no comprendemos, que nos movemos a tientas, como en la oscuridad más absoluta, y más y más oscura cuanto más nos hemos decidido a entregar nuestra vida a quien es la luz.
Los paganos tienen un nombre para todo: si la historia avanza, lo llaman “progreso”, si el progreso falla, lo llaman “las fuerzas regresivas”, “los recalcitrantes de siempre”, etc. Si tienen a quien echarle la culpa, pues a los que sea, y si no, al azar.
Nosotros no tenemos esa chance: la historia tiene una dirección, eso nos dice Jesús, eso nos dice el adviento. La historia nunca progresa, ni regresa, no es fruto de unos pocos, ni del azar, es el cumplimiento de una voluntad, la voluntad de Dios, sólo que nosotros no nos la sabemos.
Es evidente que la historia no va bien. Quizás nunca fue muy bien, pero ahora va mucho peor, y como además se da la circunstancia de que la estamos experimentando, pues lo malo es mucho peor, porque lo vemos. Es sencillo no sentir el dolor de vivir entre las contradicciones de la época de César Augusto -o de quien sea- pero viviendo la nuestra, es difícil no dolerse de lo disparatada y sombría que se presenta.
Doblemente disparatada y doblemente sombría porque no podemos atribuirlo ni a las fuerzas del progreso ni del regreso, ni del azar ni de la necesidad, sino que tendremos que admitir que, aunque no sabemos cómo, se está cumpliendo la voluntad de Dios. ¡Ya bien nos vendría que la culpa de todo la tuvieran verdaderamente el lobby tal o el grupo cual!
¿Que si eso duele? Pues mucho, qué quieren que les diga. Los que acusan a la religión de ser el adormecedor opium de los pueblos, deberían explicarme cómo debo hacer para dormir con el irresuelto problema del sinsentido que inunda cada minuto, cada momento de nuestra historia, de la que nos rodea a metros, no sólo la que ocurre a miles de kilómetros.
Es un sinsentido que fronteras inventadas en la descolonización sean hoy el lugar donde se cruzan fuegos enemigos sin descanso, sin medida, sin límite; pero eso ocurre a miles de kilómetros de los que leen este escrito. A metros ocurre que para que el amigo de un amigo se gane algún dinero en su clínica, se monta una legislación que permite que se maten chicos, sólo porque todavía no hablan.
La maldad humana triunfa donde se presenta. Hagan el experimento de cualquier votación, yo sé de antemano el resultado: ganará el mal. Me dirán que esta mirada es sin esperanza... y tendrán razón: la poca esperanza humana que tenía me la sacaron a fuerza de aprobar leyes injustas.
Tengo, sí, la esperanza de un adviento. Pero es una esperanza difícil de explicar, porque no sé de nada, no sé cuándo, ni cómo, ni dónde. Sólo dice Jesús que hay que estar en vela y preparados, precisamente porque no sabemos.
Reconozcamos que es difícil estar preparados en medio de este triunfo del mal. ¿Qué sería estar preparados? reconocer que la voluntad de Dios se cumple inexorablemente, alegrarse de que la voluntad de Dios se cumple inexorablemente, encontrar el lugar de la dicha y el lugar de la gracia allí donde no parece estar Dios, porque eso donde no parece estar Dios es el lugar donde también se está cumpliendo -inexorablemente- la voluntad de Dios.
Cuando Jesús va a la cruz, instantes antes de ponerse en camino, les pide a los discípulos: “velad y orad”, pero ellos se duermen. “Estaban dormidos por la tristeza”, nos aclara Lucas en su versión de Getsemaní; es que la tristeza adormece, la gracia, en cambio, pone en vela.
El mal seguirá allí, rodeándonos, lo miremos con ojos de tristeza o de gracia, pero la tristeza duerme, la gracia despeja. No podemos autodarnos la gracia, pero podemos pedirla. Por eso Jesús no nos explica cómo se cumple inexorablemente la voluntad de Dios en esta historia sangrienta y disparatada, pero nos conmina a que pidamos la gracia, a que estemos en vela. Si no lo explicó es probablemente porque no se puede explicar. Hasta el pagano Aristóteles se dio cuenta de que la sabiduría no es sólo hacer buenas preguntas, sino saber “ante qué se debe preguntar y ante qué no”, por eso las lecturas de Adviento no se gastan en explicarnos el mal, pero nos invitan a la gracia, a velar y orar por obtener la gracia de mantener los ojos abiertos a pesar de la tristeza del mal que nos rodea.
Estar preparados para dar “razones de nuestra esperanza” no es tener a mano un par de argumentos que hacen razonable esperar, sino estar en vela, alertas en razón de la esperanza, cuya razón no es otra que el pedido expreso de Jesús, y su elocuente silencio ante la irracionalidad y el absurdo de la historia. De la que lo rodeaba a él, y de la que nos rodea a nosotros. Allí donde los paganos tienen mil explicaciones, nosotros tenemos sólo una: aunque a nuestros ojos no lo parezca, incluso en el mal está actuando la voluntad de Dios, actuando en la dirección de la salvación y de la gracia. Eso no tiene por qué quitarnos fuerza para actuar contra el mal. Debemos actuar contra el mal, pero sabiendo que cuando triunfamos, ha sido voluntad de Dios, y cuando no... también ha sido voluntad de Dios. la voluntad de Dios crea, la voluntad de Dios salva, pero -y esto es difícil de verbalizar pero la Escritura lo hace- la voluntad de Dios también ofusca la inteligencia de los hombres, para que obrando el mal quede a la vista la perversidad de sus corazones y el juicio de este mundo se consume.
Pero vosotros -nos dice Jesús- estad en vela.