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El Testigo Fiel
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«cuando vuelva el dueño de la viña, ¿qué hará con aque­llos labradores?»

Domingo XXVII del Tiempo Ordinario, ciclo A: Is 5,1-7; Mt 21,33-43

por Lic. Abel Della Costa
Nació en Buenos Aires en 1963. Realizó la licenciatura en teología en Buenos Aires, y completó la especialización en Biblia en Valencia.
Desde 1988 hasta 2003 fue profesor de Antropología Teológica y Antropología Filosófica en en la Universidad Católica Argentina, Facultad de Ciencias Sociales.
En esos mismos años dictó cursos de Biblia en seminarios de teología para laicos, especialmente en el de Nuestra Señora de Guadalupe, de Buenos Aires.
En 2003 fundó el portal El Testigo Fiel.
2 de octubre de 2011
Con frecuencia repetimos el error de los judíos que rodeaban a Jesús: a pesar de que las palabras son evidentes, no acertamos a admitir que se refieren a nosotros.

  

Jesús catequista

Tenemos el privilegio de asistir hoy a una catequesis de Rabbi Ioshua ben Iosef, más familiarmente: Jesús. Como auténtico maestro bíblico, nada habla por sí mismo, sino lo que le dicta el Espíritu al calor de las Letras Santas. Por eso, mientras va recitando -quizás mentalmente, quizás a viva voz, quizás escuchando la recitación hecha por otro- la «Canción de la Viña», de Isaías, va desgranando un «midrash», es decir, una relectura propia de los rabinos judíos, con las cuales «actualizaban» la palabra bíblica. No es casual, entonces, que la liturgia de hoy coloque como primera lectura precisamente a la «Canción de la Viña» de Isaías: es que la catequesis de Jesús no se entiende del todo sin la referencia constante a esa lectura-engendradora.

El Nuevo Testamento está lleno de «midrashim», algunas de estas relecturas son del propio Jesús, otras son de los autores de los evangelios, que al contarnos una situación de la vida de Jesús, en vez de hacerlo al modo descriptivo de una fotografía, lo hacían acudiendo a una lectura-generadora tomada del Antiguo Testamento. Por ejemplo, muchos especialistas señalan que escenas como la anunciación, el sueño de José, la visita de los magos, la matanza de los inocentes, la visitación, etc., aunque se refieren a acontecimientos reales, no están contados «fotográficamente», es decir que no podemos reconstruir con exactitud los hechos, sino que están contados en la forma del «midrash»: los autores han tomado un relato guía del AT y lo han usado como molde del nuevo acontecimiento, de modo que el nuevo acontecimiento ayuda a comprender y actualizar la Escritura, y la Escritura extrae de la nueva situación toda su carga simbólica y religiosa. Ganan todos.

El midrash era una de las formas más desarrolladas de la catequesis judía, así que no es extraño que Jesús, que en su vida se movió como un rabino judío (un paradójico rabino, que rechazaba ser llamado «rabbí») usara de esa forma para enseñar, para penetrar en la palabra divina, y para dejar que la palabra divina atravesara las suyas propias -¡que también eran divinas!-. En el presente caso, el midrash no está aplicado a un acontecimiento histórico sino a una parábola. La parábola es, a su vez, un género propio de la predicación, muy apreciado por Jesús. La parábola es una comparación implícita entre los elementos de un relato ficticio, construido, y una situación real; pero a diferencia de la «alegoría» -que es también una comparación de un relato ficticio con una realidad- en la parábola los rasgos se acentúan hasta la exageración, y en eso se distingue, precisamente. Es imposible imaginar un Jesús parabolero con el ceño fruncido, porque la parábola siempre tiene un punto de humorada, un guiño al oyente: si recorremos las parábolas de Jesús, vemos, por ejemplo, que el padre está casi siempre pintado como un déspota, o los obreros como unos haraganes y calculadores, los viajes son por tiempo indeterminado, y a países extraordinariamente lejanos... la parábola, al exagerar los rasgos, permite descartar del sentido todo lo que no forma parte del núcleo catequético. Por ejemplo, si Jesús contara lo mismo que en las parábolas, pero en forma de alegorías, ya se hubiera la teología posterior detenido en los rasgos del Padre, creyendo que con esos rasgos conoce más a Dios Padre; pero la parábola exagera tanto el despotismo de sus reyes y padres, que ninguno se detiene a sacar de allí una "teo-logía". Si no leemos las parábolas con un punto de humor, pueden confundirnos por violentas, por arrebatadas, e incluso por «inmorales» (piénsese en el «Administrador infiel»)

Así que al leer el texto de hoy tenemos que mirar en dos direcciones a la vez: en la dirección del midrash, que relaciona lo nuevo con lo antiguo, y en la dirección de la parábola, que extrae de una situación uno o dos rasgos a destacar, dejando con rapidez de lado todo el resto. Jesús comienza por relacionar su parábola explícitamente con la «Canción de la Viña» de Isaías, con la que su público estaba muy familiarizado; ¿cómo lo hace? repite ciertas expresiones muy reconocibles de ese texto original: «plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó la casa del guarda», en griego son ocho palabras en total que se suceden casi sin otras palabras de unión. Esos mismos términos (aunque no en el mismo orden) están en la versión griega del cántico de Isaías. Como la biblia en griego era la versión popular (el hebreo era culterano y pocos hubieran entendido la alusión), cualquiera podía darse cuenta del universo del que iba a hablar: la canción isaiana trata sobre la elección, sobre la vocación divina de Israel, así que podemos deducir sin temor a equivocarnos, lo mismo que dedujo cualquiera de los oyentes de Jesús: nos va a hablar de la vocación divina que tenemos como pueblo.

 

Jesús profeta

Ahora bien, establecido el tema general, la dirección hacia la que va la catequesis, el midrash no se limita a repetir la historia original, sino que extrae potencialidades escondidas en el original, aspectos que allí no se explotan, o que ni siquiera están presentes. En este caso hay una diferencia fundamental entre el poema de Isaías y el midrash de Jesús: en el poema, el pueblo de Dios es la viña plantada por el propio Dios, y en vez de dar frutos, da agraces. Pero en el caso del midrash, la viña queda sin referente externo: la viña es una viña, es el centro de atención de Dios y de su pueblo (en este caso de sus arrendatarios). Con esto se des-alegoriza el poema: no es necesario buscar una correspondencia a cada elemento, porque no todos lo tienen, y a la vez se acentúa la dimensión de misterio de este midrash... ¡de cuánto valor será esta viña, que incluso lejos, el dueño procura que siga con sus frutos! Por otra parte, los frutos no ofrecen ninguna incertidumbre: se entiende que no serán agraces, todo el problema no es la clase de frutos que da, sino quién se queda con ellos. La viña, que ya no es ningún elemento alegórico de nuestra experiencia externa, ha devenido el auténtico centro: todos quieren tener parte en ella. El midrash ha releído: el pueblo de Dios es el tema de la predicación, pero no es ya el centro del relato. El centro del relato lo constituye la misteriosa viña, cuya identidad no desvela Jesús. ¿Debemos desvelarla nosotros? no del todo; quizás sólo recordar que el fruto de la vid, está presente como bien escatológico en cada una de las etapas de la historia de la salvación. Incluso una de las promesas finales de Jesús es precisamente beber el «vino nuevo» en el Reino del Padre. No hace falta, entonces, identificar esta viña con nada de nuestra experiencia, sino sólo mantenerla como centro y como expectativa, como realización y plenitud.

Está ya preparado el terreno para que Jesús introduzca en medio del midrash una parábola: el viñador, el propio Dios, puede ser ahora un propietario ausente por un tiempo y hacia un lugar lejanos e indeterminados, y los viñadores -el pueblo de Dios- pueden ser ahora nada menos que una panda de aprovechados y bandoleros, que no se detienen ante nada: ¡ni ante el asesinato del Hijo! ¿Quién quiere reconocerse en semejantes rasgos? así que cuando Jesús pregunta por estos curiosos personajes, nadie entre los oyentes -incluso aunque pudieran darse cuenta que hablaba de ellos mismos- acierta a identificarse. Será el propio Jesús quien saque la conclusión general que vuelve a poner en primera línea a los personajes de la parábola, por medio de una acusación nada velada: «os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos.» El Maestro ha cedido el lugar al Profeta, y ahora Jesús actúa no hya con la autoridad derivada del intérprete de la palabra divina, sino con la autoridad creadora del Mensajero que habla las palabras mismas de Dios, lo que recuerda a Natán acusando a David: «Tú eres ese hombre» (2Samuel 12,7).

Hay dos aspectos centrales y en cierta medida escandalosos en estas palabras acusatorias de Jesús: se vuelve a hablar de los frutos, como en el poema isaiano, pero ya «dar frutos» no es producir uvas, sino que el verdadero fruto es cuidar del Fruto, cuidar de la Viña, nuevamente el centro queda desplazado: la medida del fruto no es lo que nosotros concebimos como «buen obrar», porque ahora sí Jesús ha identificado la viña: se trata del propio Reino de Dios; dar frutos es, entonces, cuidar del Reino mientras el Rey está de viaje. El segundo aspecto notable de esta acusación es que ¡el Reino puede cambiar de manos! Israel no creía que eso fuera posible: Dios los había cribado, limpiado, diezmado, casi aniquilado, pero finalmente siempre los había vuelto a recibir... y de repente viene este predicador, y en un tono solemne y profético anuncia que Israel puede ser desechado, reemplazado por otro pueblo; ¡y no sólo que puede, sino que lo será!

Tan escandaloso es esto en el horizonte de la verdad bíblica, que la teología cristiana inicial tuvo que dar grandes saltos para poder entender cómo es que una promesa inamovible como la de Dios a Israel -de la que no queda dudas aunque leamos sólo unas pocas líneas del AT-, se había transformado en el rechazo de Israel y la elección de los gentiles. San Pablo llega a dar con una fórmula adecuada (Romanos 11): Israel sigue siendo el olivo cultivado por la elección divina, pero Dios decidió convocar a los gentiles y trasplantarlos al olivo de Israel, para dar celos a los judíos, y como cumplimiento de las promesas -también divinas- de ser el Dios de todos los pueblos.

 

¡Tú eres ese hombre!

Sin embargo, aunque la fórmula es transparente y muy real, lamentablemente no caló hondo, no llegó al fondo del corazón de los cristianos. Más bien hemos obrado -¡y obramos!- con la misma doblez que los doctores de la Ley a quienes Jesús criticaba: nos gustan las promesas y nos apropiamos de ellas, pero no nos apropiamos del Juicio asociado a la promesa. Decimos «somos viña del Señor», «Él mismo ha prometido a su Iglesia que las puertas del infierno no prevalecerían», «nos ha convocado como su pueblo eterno», y todo lo que nos haga recordar que estamos seguros bajo Sus alas, pero no queremos ni oír hablar de que esta parábola de los viñadores homicidas se refiere a quien sea el «pueblo de la promesa»... hablaba de Israel cuando la dijo Jesús, pero el pueblo de la promesa somos hoy nosotros, y la parábola no se refiere a los judíos sino a nosotros, y la amenaza que contiene es seria y grave: o cuidas del fruto como verdadero arrendatario, no como dueño sustituto, no como heredero, sino como lo que eres, un contratado, o se te quitará el reino de Dios y se dará a otro que produzca sus frutos.

Y Dios puede hacerlo, sí, puede hacerlo; puede quitarnos la promesa -que es eterna- y trasplantarla. La promesa es eterna, pero no somos sus dueños ni sus destinatarios naturales: somos olivo silvestre injertado, que lo mismo se separa y echa al fuego. Como sigamos actuando como si el catolicismo marchara en piloto automático, marchará, sí, pero no hacia el Reino. Un catolicismo que se limita a conservar lo que tiene, mientras desecha cada día miles de seres humanos porque no dan la talla de pureza; un catolicismo que se limita a sentarse en las esquinas a llorar lo que los estados le quitan, a llorar por las cruces perdidas y las procesiones no procesionadas; un catolicismo preocupado por la fórmula -que tiene su limitada importancia- pero no por el corazón; un catolicismo, en suma, plañidero y carente de creatividad y entrega, no es digno del Reino.

Comentarios
por nancy (186.81.32.---) - jueves , 6-oct-2011, 5:07:15

Abel.. cómo hacen falta estas palabras... sii somos católicos cómodos, insolidarios.. gracias por movernos a la acción, por mostrarnos un camino diferente, por enseñarnos a seguir de verdad y con amor a CRISTO JESUS.
ESTA reflexión sobre el evangelio es maravillosa, a veces nos quedamos en el antiguo testamento, para no comprobar que estamos fallando, que es a nosotros a quienes se dirigen esas palabras, y que si no cambiamos, si no actuamos, si no damos fruto, se nos quitará el reino de DIOS.
Un abrazo grande en JESUS Y MARIA.

por Rosy (189.164.233.---) - jueves , 6-oct-2011, 7:41:00

Abel gracias que precioso describes la Historia de la " Canción de la Viña" catequesis de Rabbi Ioshua ben Iosef, su nombre Jesús nos va hablar como vocación divina que tenemos con el pueblo, hay una diferencia fundamental entre el poema de Isaías y el "midrash" de Jesús el pueblo de Dios es la Viña plantada por el propio Dios ¡de cuanto valor será esta viña, que incluso lejos, el dueño procura que siga con sus frutos!

Y algo que nos dijo si no nos podemos a descubrir que la viña somos todos y que él como dueño de esa viña se preocupa desde el cielo por su pueblo tambien nos dice "os digo que se quitará a vosotros el Reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca frutos"

Una de las promesas de Jesús es precisamente beber el "vino nuevo" en el Reino del Padre es bastante lo que nos hablas como todo un teologo Jesús catequista, Jesús profeta y ¡Tú eres ese Hombre!

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