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Juan es la voz, Cristo la Palabra

Sermón de San Agustín sobre el Precursor

por San Agustín
24 de junio de 2012
Sermón nº 288, predicado el 24 de junio del año 401 en Cartago, en la fiesta de san Juan Bautista.

1. La festividad del día de hoy, en su regreso anual, nos trae a la memoria que el precursor del Señor nació de forma admirable antes que el Admirable mismo. Es conveniente que, sobre todo hoy, reflexionemos sobre este nacimiento y lo alabemos. Con esta finalidad se ha dedicado al milagro una fecha anual, para que el olvido no borre de nuestros corazones los beneficios de Dios y las maravillas del Excelso. Juan, pues, el precursor del Señor, fue enviado delante de él, pero fue hecho por él. Todas las cosas fueron hechas por ella y sin ella nada se hizo. Delante del hombre-Dios fue enviado un hombre que reconociera a su Señor y anunciara a su creador, distinguiéndolo con la mente e indicándolo con el dedo cuando él estaba ya en la tierra. De Juan son aquellas palabras que muestran al Señor y le rinden testimonio: He aquí el cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Con razón, pues, una mujer estéril dio a luz al pregonero, y una virgen al juez. La esterilidad recibió la fecundidad en la madre de Juan, mientras que, en la madre de Cristo, la fecundidad no destruyó la integridad. Si vuestra paciencia, vuestro sereno afán y vuestro silencio atento me permite el decir lo que la ayuda del Señor me concede que diga, será, sin duda, fruto de vuestra atención y recompensa por nuestro afán el indicar a vuestros oídos y a vuestros corazones algo relacionado con un gran misterio.

2. Antes de Juan hubo profetas; hubo muchos, grandes y santos, dignos y llenos de Dios, anunciadores del Salvador y testigos de la verdad. Sin embargo, de ninguno de ellos pudo decirse lo que se dijo de Juan: Entre los nacidos de mujer, no ha habido ninguno mayor que Juan el Bautista. ¿Qué significa esta grandeza enviada delante del Grande? Es un testimonio de sublime humildad. Era, en efecto, tan grande que podía pasar por Cristo. Pudo Juan abusar del error de los hombres y, sin fatiga, convencerles de que él era el Cristo, cosa que ya habían pensado, sin que él lo hubiese dicho, quienes lo escuchaban y veían. No tenía necesidad de sembrar el error; le bastaba con confirmarlo. Pero él, amigo humilde del esposo, lleno de celo por él, sin usurpar adúlteramente la condición de esposo, da testimonio a favor del amigo y confía la esposa al que es el auténtico esposo. Para ser amado en él, aborreció el ser amado en lugar de él. El esposo, dijo, es el que tiene la esposa. Y como si preguntases: «¿Qué dices tú?», respondió: Pero el amigo del esposo está de pie a su lado, lo escucha y se goza de la voz del esposo. Está de pie a su lado y escucha: el discípulo escucha al maestro. La prueba de que escucha es que está de pie; pues, si no escucha, cae. Aquí aparece con toda evidencia la grandeza de Juan. Pudiendo pasar por Cristo, prefirió dar testimonio de Cristo y encarecerlo a él; humillarse antes que usurpar su persona y engañarse a sí mismo. Con razón se dijo de él que era más que un profeta. Así habla el mismo Señor de los profetas anteriores a su venida: Muchos profetas y justos quisieron ver lo que vosotros veis y no lo vieron. Advierte que aquellos hombres, llenos del Espíritu Santo hasta el punto de anunciar la venida de Cristo, deseaban, si les fuera posible, ver a quien estaba ya presente en la tierra. Razón por la que aquel Simeón difería el abandonar esta vida hasta ver nacido a aquel por quien fue creado el mundo. Y él ciertamente vio a la Palabra de Dios en la carne de un niño que aún no hablaba, aún no enseñaba, aún no se había constituido en maestro quien junto al Padre era ya maestro de los ángeles. Simeón, pues, lo vio, pero como niño aún sin habla; Juan, en cambio, cuando ya predicaba y eligió a sus discípulos. ¿Dónde? A la orilla del Jordán. Allí, en efecto, comenzó el magisterio de Cristo; allí se recomendó ya el futuro bautismo cristiano, puesto que se recibía un bautismo previo que preparaba el camino. Decía: Preparad el camino al Señor, enderezad sus senderos. El Señor quiso ser bautizado por su siervo para mostrar lo que reciben quienes son bautizados por el Señor. Comenzó, pues, por allí donde justamente le había precedido el profeta: Dominará de mar a mar y desde el río hasta los confines del orbe de la tierra. Junto al río mismo desde donde comenzó a dominar Cristo, vio Juan a Cristo, lo reconoció y dio testimonio de él. Se humilló ante el Grande, para ser exaltado, en su humildad, por el Grande. También se declaró amigo del esposo. Pero ¿qué clase de amigo? ¿Quizá igual a él? En ningún modo; muy por debajo de él. ¿Cuánto? No soy digno, dice, de desatar la correa de su sandalia. Este profeta, mejor, este que es más que profeta, mereció ser preanunciado por otro profeta. De él, en efecto, dijo Isaías en el texto que hoy se nos ha leído: Voz que clama en el desierto: «Preparad el camino al Señor y enderezad sus senderos. Todo valle será rellenado, y todo monte y colina, allanado; lo torcido se tornará recto y lo áspero se hará camino llano, y toda carne verá la salvación de Dios.» —Grita. —¿Qué he de gritar? —Toda carne es heno, y todo su resplandor, como la flor del heno: el heno se seca y la flor cae, pero la palabra del Señor permanece para siempre. Preste atención vuestra caridad. Habiendo preguntado a Juan quién era él, si el Cristo, o Elias, o algún otro profeta, respondió: Yo no soy el Cristo, ni Elias, ni un profeta. Y ellos: Entonces, ¿quién eres? Yo soy la voz que clama en el desierto. Dijo que él era la voz. Observa que Juan es la voz. ¿Qué es Cristo sino la Palabra? Primero se envía la voz para que luego se pueda entender la Palabra. ¿Qué Palabra? Escucha lo que te lo muestra con claridad: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio junto a Dios. Todo fue hecho por ella, y sin ella nada se hizo. Si todo, también Juan. ¿Por qué nos extrañamos de que la Palabra haya creado su voz? Mira, mira junto al río una y otra cosa: la voz y la Palabra. Juan es la voz, Cristo la Palabra.

3. Busquemos cuál es la diferencia entre la voz y la palabra. Busquemos con atención. No es cosa sin importancia y requiere no pequeña atención. El Señor nos concederá que ni yo me fatigue al explicároslo ni vosotros al oírlo. He aquí dos cosas ordinarias: la voz y la palabra. ¿Qué es la voz? ¿Qué es la palabra? ¿Qué son? Escuchad algo que tenéis que experimentar en vosotros mismos, siendo vosotros mismos quienes hagáis las preguntas y deis las respuestas. Una palabra no recibe ese nombre si no significa algo. En cuanto a la voz, en cambio, aunque sea solamente un sonido o un ruido sin sentido, como el de quien da gritos sin decir nada, puede hablarse, sí, de voz, pero no de palabra. Supongamos que uno deja caer un gemido: es una voz; o un lamento: es también una voz. Se trata de cierto sonido informe que lleva o produce en los oídos un cierto ruido, sin ningún significado. La palabra, en cambio, si no significa algo, si no aporta una cosa al oído y otra a la mente, no recibe tal nombre. Como venía diciendo, si gritas, estamos ante una voz; si dices: «Hombre», ya estamos ante una palabra, igual que si dices: «Bestia, Dios, mundo», o cualquier otra cosa. He mencionado voces que tenían un significado, no sonidos vacíos, que sonaban sin enseñar nada. Así, pues, si habéis percibido ya la distinción entre la voz y la palabra, escuchad algo que os causará admiración en estos dos, en Juan y en Cristo. La Palabra tiene un gran valor aun si no la acompaña la voz; la voz sin palabra es algo vacío. Digamos el porqué y expliquemos lo dicho, si nos es posible. Supón que quieres decir algo; eso mismo que quieres decir, ya lo has concebido en tu corazón: lo retiene la memoria, lo dispone la voluntad y vive en la mente. Y eso mismo que quieres decir no pertenece a ninguna lengua concreta. Eso que quieres decir y ha sido ya concebido en tu corazón no es propio de ninguna lengua: ni de la griega, ni de la latina, ni de la púnica, o de la hebrea, o de la de cualquier otro pueblo. Es solamente algo concebido en el corazón y dispuesto para salir de él. Como dije, es un algo: una frase, una idea concebida en el corazón y dispuesta a salir de él para manifestarse a quien escucha. De esta manera, en cuanto que es conocida por aquel que la lleva en su corazón, es una palabra, conocida ya para quien ha de decirla, pero aún no por quien ha de oírla. Así, pues, la palabra ya formada, ya íntegra, permanece en el corazón; busca salir de allí para ser pronunciada a quien escuche. Quien ha concebido la palabra que pretende decir y que ya conoce en su corazón, mira a quién va a comunicarla. Estoy hablando, en el nombre de Cristo, a oídos ya instruidos en la Iglesia, y me atrevo a insinuarles algo más sutil, puesto que no son ignorantes. Ponga atención vuestra caridad. Ved que la palabra concebida en el corazón busca salir de allí para ser pronunciada; mira a quién va a decirse. ¿Encuentra que es un griego? Busca una voz griega con la que pueda llegar al griego. ¿Un latino? Busca una latina para llegar al latino. ¿Un púnico? Busca una voz púnica con que llegar al púnico. Deja de lado la diversidad de los oyentes: aquella palabra concebida en el corazón no es ni griega, ni latina, ni púnica, ni de cualquier otra lengua. Para manifestarse busca la voz adecuada al oyente.

Ahora, hermanos, voy a proponeros un ejemplo que os permita entenderlo. En mi corazón he concebido, para expresarla, la idea de Dios. Lo concebido en mi corazón es algo grande. Dios es algo más que una sílaba, pues Dios no se identifica con esta breve voz. Quiero decir «Dios», y miro a quién voy a decirlo. ¿Es a un latino? Digo Deus. ¿A un griego? Digo Theos. Hablando a un latino, digo Deus, y hablando a un griego, Theos . La diferencia entre Deus y Theos es solamente de sonido; las letras son distintas en ambos términos; pero en mi corazón, en aquello que quiero expresar, en lo que estoy pensando, no hay diversidad de letras ni distinto sonido de las sílabas. Es lo que es. Para presentarlo a un latino se empleó una voz, y para un griego, otra; si quisiera presentarlo a un púnico, tendría que emplear otra; dígase lo mismo si se tratase de un hebreo, un egipcio o un habitante de la India. ¡A cuán gran variedad de voces obliga la diversidad de las personas, sin que cambie ni varíe en absoluto la palabra del corazón! A un latino llega mediante una voz latina; a un griego, mediante una griega, y a un hebreo, mediante una hebrea. Llega al oyente, pero sin alejarse de quien habla. ¿Pierdo, acaso, yo lo que transmito a otro al hablar? Aquel sonido hizo de mediador: te llevó a ti algo que no se apartó de mí. Antes pensaba en Dios. Tú aún no habías oído mi voz; una vez que la escuchaste, comenzaste a tener también tú lo que yo pensaba, pero sin perder yo lo que tenía. Así, pues, en mí, como en el quicio de mi corazón o en la caja fuerte de mi mente, mi palabra precedió a mi voz. Antes de que suene la voz en mi boca, ya está presente en mi corazón la palabra. Mas para que salga hasta ti lo que he concebido en mi corazón, se requiere la ayuda de la voz.

4. Si, con la ayuda de vuestra atención y oraciones, lograra decir lo que pretendo, pienso que se llenaría de gozo quien lo comprendiera. Quien no sea capaz de entenderlo, sea compasivo con el hombre que se esfuerza por ello y suplique la misericordia de Dios. En efecto, hasta lo que estoy diciendo procede de él. Allí, en mi corazón, fuente de mis palabras, está presente lo que voy a decir, pero se requiere el servicio de la voz para llegar con fatiga a vuestras mentes. ¿Qué decir, pues, hermanos? ¿Qué puedo decir? Ciertamente, ya lo habéis captado, ya habéis comprendido que la palabra estaba en mi corazón antes de aplicarla a la voz por la que llegaría a vuestros oídos. Pienso que todos los hombres lo comprenden, porque lo que me acontece a mí, acontece a todo el que habla. He aquí que ya sé lo que quiero decir, lo tengo en mi corazón; pero busco la ayuda de la voz. Antes de que suene la voz en mi boca, está retenida la palabra en mi corazón. Así, pues, la palabra precede a mi voz, y en mí está antes la palabra que la voz; en cambio, para que tú puedas comprender llega antes la voz a tu oído, para que la palabra se insinúe a tu mente. No hubieras podido conocer lo que había en mí antes de la voz de no haber estado en ti después de emitida ella.

Si Juan es la voz, Cristo es la Palabra. Cristo existió antes que Juan, pero junto a Dios, y después de él, pero entre nosotros. ¡Gran misterio, hermanos! Estad atentos, percibid la grandeza del asunto una y otra vez. Me agrada el que entendáis y me hace más audaz ante vosotros, con la ayuda de aquel a quien anuncio; yo tan pequeño, a él, tan grande; yo, un hombre cualquiera, a la Palabra-Dios. Con su ayuda, pues, me hago más audaz frente a vosotros, y después de haber explicado la distinción entre la voz y la palabra, insinuaré lo que de ahí se sigue. Juan representaba el papel de la voz en este misterio; pero no sólo él era voz. Todo hombre que anuncia la Palabra es voz de la Palabra. Lo que es el sonido de nuestra boca respecto a la palabra que llevamos en nuestro interior, eso mismo es toda alma piadosa que la anuncia respecto a aquella Palabra de la que se ha dicho: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios; ella estaba en el principio junto a Dios. ¡Cuántas palabras, mejor, cuántas voces no origina la palabra concebida en el corazón! ¡Cuántos predicadores no ha hecho la Palabra que permanece en el Padre! Envió a los patriarcas, a los profetas; envió a tan numerosos y grandes pregoneros suyos. La Palabra que permanece envió las voces, y, después de haber enviado por delante muchas voces, vino la misma Palabra en su voz, en su carne, cual en su propio vehículo. Recoge, pues, como en una unidad, todas las voces que antecedieron a la Palabra y resúmelas en la persona de Juan. El personificaba el misterio de todas ellas; él, sólo él, era la personificación sagrada y mística de todas ellas. Con razón, por tanto, se le llama voz, cual sello y misterio de todas las voces.

5. Por tanto, considerad ahora ya el alcance de aquellas palabras: Conviene que él crezca y que yo mengüe. Prestad atención, por si consigo expresarme; y, si eso no es posible, por si, soy capaz de insinuar, o al menos de pensar, en qué modo, con qué sentido, con qué intención, por qué motivo —de acuerdo con la distinción mencionada entre la voz y la palabra—, dijo la misma voz, el mismo Juan: Conviene que él crezca y que yo mengüe. ¡Oh sacramento grande y admirable! Considerad cómo la persona de la voz, personificación misteriosa de todas las voces, dice de la persona de la Palabra: Conviene que él crezca y yo mengüe. ¿Por qué? Estad atentos. Dice el Apóstol: En parte lo sabemos y en parte profetizamos; mas, cuando llegue la perfección, desaparecerá lo parcial. ¿Cuál es la perfección? En el principio existia la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Ved la perfección. ¿En qué consiste, pues, la perfección? Dígalo también el apóstol Pablo: Quien, existiendo en la forma de Dios, no juzgó una rapiña el ser igual a Dios. A esta Palabra de Dios que está junto a Dios, igual a Dios Padre, por quien fueron creadas todas las cosas, la veremos tal cual es, pero al final. Pues ahora es verdad lo que dice el evangelista: Amadísimos, somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Amadísimos, sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es. Esta visión tenemos prometida, y con vista a ella somos instruidos y purificamos nuestros corazones. Pues dichosos, dijo, los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Mostró su carne; se mostró a sus siervos, pero en la forma de siervo. Como si fuera su propia voz, entre otras muchas voces que envió por delante, mostró también su propia carne. Se buscaba al Padre como si ya pudiera ser visto como es; el Hijo, igual al Padre, hablaba a sus siervos en forma de siervo. Señor, le dice Felipe, muéstranos al Padre, y nos basta. Buscaba lo que era el fin de todos sus deseos, es decir, el fin de su camino, llegado al cual, ya nada más tendría que buscar. Muéstranos, dijo, al Padre, y nos basta. Bien, Felipe, bien; bien has entendido que el Padre te basta. ¿Qué significa basta? No buscar nada más; él te llenará, te saciará y te llevará a la perfección. Pero estate atento, no sea que te baste también ese a quien estás escuchando. ¿Basta él solo o junto con el Padre? Pero ¿cómo puede bastar él solo, si nunca se apartó del Padre? Respóndale, pues, a Felipe, que quería verlo: ¿Tanto tiempo llevo con vosotros y aún no me habéis conocido? Felipe, quien me ha visto a mí, ha visto también al Padre. ¿Qué significa: Felipe, quien me ha visto a mí, ha visto también al Padre, sino: Tú buscas al Padre porque no me has visto a mí? Felipe, quien me ha visto a mí, ha visto también al Padre. Tú me ves y no me ves. No ves en mí al que te creó, sino lo que me hice por ti. Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo sino porque, existiendo en la forma de Dios, no juzgó una rapiña el ser igual a Dios? ¿Qué es, pues, lo, que veía Felipe? Se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho a semejanza de los hombres y hallado en el porte exterior como un hombre. Esto es lo que veía Felipe: la forma de siervo, capacitado más tarde para ver la forma de Dios. Así, pues, Juan personificaba a todas las voces, y Cristo a la Palabra. Es preciso que disminuyan todas las voces cuando nos acercamos a ver a Cristo. Cuanto más te acerques a la contemplación de la sabiduría, tanto menos necesitas de la voz. La voz aparece en los profetas, en los apóstoles, en los salmos y en el evangelio. Llegue aquello: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. Cuando le veamos tal cual es, ¿se leerá entonces el evangelio acaso? ¿Hemos de escuchar, acaso, las profecías? ¿O leeremos las cartas de los apóstoles? ¿Por qué? Porque menguan las voces a medida que crece la Palabra, puesto que conviene que él crezca v yo mengüe. La Palabra en sí misma no crece ni decrece. Se dice, no obstante, que crece en nosotros cuando crecemos progresando en ella, del mismo modo que crece en los ojos la luz cuando, sanada la vista, ve más, a la que antes, cuando estaba débil, veía ciertamente menos. La luz era menor para los ojos enfermos, y mayor para los sanos, a pesar de que en sí misma ni antes disminuyó ni después aumentó. Disminuye, pues, la necesidad de la voz cuando la mente en su progreso se acerca a la Palabra. De esta manera conviene que Cristo crezca y que Juan, en cambio, mengüe. Así lo indican sus mismas pasiones. En efecto, Juan disminuyó al ser decapitado; Cristo fue exaltado creciendo, por así decir, en la cruz. Lo mismo indican las fechas de sus respectivos nacimientos, pues a partir del día del nacimiento de Juan comienzan a decrecer los días, mientras que a partir del de Cristo vuelven a crecer.

 

Trad. Pío de Luis. Edición: Obras Completas, tomo XXV, BAC, 1984.

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