El domingo II del tiempo ordinario, en este ciclo C que comenzamos, está ocupado por la lectura de un evangelio especial: el signo de las Bodas de Caná. Uno de los "misterios" que introdujo el papa Juan Pablo II en su propuesta de reforma del rosario. Efectivamente todo el relato apunta mucho más que a un milagro, que a una exteriorización del poder divino en Jesús; los mismos términos utilizados -agua, vino, boda, purificación- nos habla de que hay algo que penetrar y descifrar. El propio Juan no habla (en ningún caso, tampoco en éste) de "milagro" sino de "signo".
En la antigüedad se celebraba el 6 de enero la manifestación del Señor, la Epifanía, comprendiendo en ella tres aspectos: la manifestación ante los gentiles bien dispuestos -simbolizados en los Magos-, la manifestación al Israel penitente -simbolizado en el bautismo en el Jordán-, y la manifestación a los suyos, precisamente en las Bodas de Caná (puede leerse un poco más sobre este carácter de la Epifanía aquí). En Occidente la fiesta del 6 de enero fue concentrándose cada vez más en la evocación del hecho de la llegada de los "reyes magos" y por tanto convirtiéndose en la memoria de algo pasado, en vez de la celebración de una epifanía siempre nueva para cada generación, e incluso para cada año. La liturgia conserva trazos de aquella celebración inicial al colocar el bautismo del Señor al domingo siguiente de Reyes, y en el caso del ciclo litúrgico C, al leer las Bodas de Caná en este domingo.
¿Qué es lo que hay que penetrar en este signo? ¡Parece tan transparente! y sin embargo evoca un gran misterio, al que nos ayuda a acercarnos la primera lectura. Sabemos por la "teoría litúrgica" que la primera lectura y el evangelio de los domingos (y sólo algunas veces también la segunda) están relacionados; el problema es que esa relación no siempre se ve a primera vista: en ocasiones será que tratan el mismo tema, en otras ocasiones, que están contrapuestas, o que la primera propone un misterio y el evangelio lo descifra, o la primera anuncia, y el evangelio "cumple". Esa relación la percibimos unas veces en temas, pero también en "climas", en "formas de contar", o en palabras, imágenes o metáforas que se repiten. ¡La liturgia es toda una escuela de lectura profunda de la Biblia!
Decía que la primera lectura nos ayuda a descifrar el misterio de las Bodas de Caná, porque ella habla también de una boda:
«Como un joven se casa con su novia,
así te desposa el que te construyó;
la alegría que encuentra el marido con su esposa,
la encontrará tu Dios contigo.»
No se trata de cualquier relación de Dios con su pueblo, sino de una relación nueva y distinta la que anuncia el profeta. Desde antiguo Dios era conocido como "Padrino de Israel" (Gn 31,42), "Protector" (Ex 18,4), "Salvador" (2Sm 22,3), incluso "Padre" (Sal 89,27), y muchos nombres más, que van bordando la trama de una relación enteramente personal con Dios. Sin embargo, los profetas llegan aun más lejos, e Isaías cantará a Dios como el Esposo de Jerusalén. Y por tanto la salvación ya no es sólo un rescate, no es librar a Israel (a cada uno de nosotros) de las consecuencias desdichadas, pero aun a nuestro nivel, de nuestra mala conducta; la salvación es entrar en una relación nueva con Dios, que sólo puede ser descripta con una imagen también nueva: una boda, donde el Esposo es el propio Dios, y la Esposa su pueblo redimido.
Jesús va a una boda, eso no tiene mucho de especial, bodas hay siempre en todos los pueblos; sin embargo en estas bodas ocurre algo que sólo ven algunos: aquellos a quienes se les manifestó por anticipado las Bodas donde el propio Cristo es el Novio, que comparte con los suyos el Vino Nuevo. A una palabra de su madre, el tiempo se detiene, e incluso se curva y transcurre al revés: lo que todavía no ocurrió ocurre por anticipado, antes de la Hora, y los discípulos tienen ante la vista el misterio del vino dispuesto para la Boda. Ese vino no podría ocurrir sin la muerte de Jesús, no puede ocurrir si no llega a ser su sangre. Sin embargo unos pocos pueden verlo anticipadamente, ¿quiénes?:
«El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua)»
«en Caná de Galilea Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de sus discípulos en él.»
Los discípulos y los esclavos son los únicos que tienen acceso de primera mano a este banquete eucarístico que, en misterio, Jesús celebró, a instancias de su madre, en el medio de un pueblo que no llegó, presumiblemente, a enterarse de lo que pasaba esa noche.
Jesús va a una boda en el pueblo, y en ella celebra anticipadamente su propia Boda; podemos ver ese acontecimiento que ocurre en las narices de todos pero no a la vista de todos, o seguir celebrando la boda del pueblo; podemos incluso gozar de algunos de sus frutos, y beber un vino nuevo de calidad extraordinaria, sin apenas percatarnos, ni preguntarnos, por su origen. Sin embargo, quienes estaban allí como esclavos fueron avisados, y quienes estaban próximos, pudieron descifrar el signo, y entrar a partir de allí en un tiempo nuevo.
El tiempo de la Iglesia, este tiempo de espera y preparación que es nuestra vida, tiene mucho que ver con esta curvatura en el tiempo de la historia: vivimos en el mundo, pero habiendo visto el signo y creído en él. No podemos reprochar a los que no ven el signo -¡no se les muestra a todos!-, no podemos lamentarnos porque todos gozan ya de algunos frutos de la redención sin que lleguen a creer; pero podemos, sí, estar atentos a esta plenitud, a esta verdadera salvación ya realizada, que está ocurriendo todo el tiempo a la vista de los humildes y de los discípulos, en las narices de todos, pero cuyo desciframiento sólo tienen unos pocos. Agradezcamos ser contados entre ellos.