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El Testigo Fiel
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Lo histórico

...y diversas formas de entender la historia

31 de octubre de 2013

 

Los evangelios cuentan una historia de Jesús. Podrían haber sido una colección de dichos memorables, o un anecdotario más o menos organizado. Y en realidad la primera forma en que se transmitieron las enseñanzas de Jesús, en las tres primeras décadas, fue como colecciones de «dichos y hechos memorables». Todavía algún evangelio apócrifo, como el de Tomás, aunque posterior, conserva esa forma.

Sin embargo, cuando el primero de los cuatro evangelios, el de Marcos, comienza a tomar contornos, quizás a fines de la década del 50 y a lo largo de la del 60, lo hace ya como una historia. La catequesis -los evangelios son la catequesis de la Iglesia apostólica- adoptó la forma de una narración histórica.

En esto no es del todo original: la Ley, en el antiguo Israel, también había tomado la forma de una historia -el Pentateuco-, en vez de una fría retahila de mandatos, y de hecho la Biblia entera tiene, y se consolidó con el Nuevo Testamento, la forma de una historia cronológicamente contada.

Los evangelios que siguieron a Marcos, primero Mateo, luego Lucas, y más tarde Juan, aunque en algunos aspectos "mejoraron" a Marcos (Mateo y Lucas incluyeron sendos relatos de infancia, y reorganizaron el material narrativo de otra manera; Juan profundizó en la divinidad de Jesús de un modo inédito), no cambiaron este aspecto estructural: hablar de Jesús en el marco de una historia.

La misma Biblia presenta repetidamente a Dios como Señor del tiempo y de la historia humana; de la historia humana entera, no sólo de aquellos que creen. Los profetas han luchado fuertemente por despegar a Israel de su vivencia de un "Dios nacional", encerrado en unas fronteras. También la fe cristiana nació bajo esa impronta, en la que sin duda insistió el propio Jesús, y de la que pronto un predicador radical como San Pablo hizo su bandera: Dios no es un dios de fronteras, sino de salvados, «judíos, pero tambien griegos».

 

¿Qué buscan los evangelios?

Hay algo esencial en contar a Jesús como una historia, esencial al mensaje profundo de la Biblia, a la «historicidad» de la fe. Sin embargo, el haber adoptado un género literario de tipo histórico, no está exento de problemas. Por un lado, el hablar en forma histórica requiere contar "hechos", "cosas sucedidas", pero por otro lado, los evangelios están al servicio no de un propósito biográfico, de mera crónica de los hechos de Jesús, sino, como tan claramente lo expresa Juan: "para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre." (Jn 20,31)

¡Nada menos! Lo que buscan los evangelios no es que lleguemos a penetrar en el sentido íntimo de la vida de Jesús -como puede pretender, y lograr, cualquier biografía de cualquier persona-, sino que consigamos reconocer en Jesús al Cristo de Dios. Los evangelios buscan que, como Tomás, al ver la carne de Jesús, sus hechos históricos, sus anécdotas de vida, lleguemos a confesar como él: "Señor mío y Dios mío". Por eso son catequesis y no biografía.

 Ahora bien, ¿es posible eso con un género de tipo histórico? ¿contienen, pueden contener los hechos cotidianos de la historia de Jesús su verdad trascendente, su divinidad, su encarnación, su mesianidad, su vicariedad? Muy inmediata no debe ser la cuestión, del momento en que los que lo rodeaban veían quizás en él a una gran persona, a un predicador memorable, a un nuevo profeta, quizás a un agitador de conciencias... pero sólo unos pocos, y sólo luego de un crecimiento interior, de un proceso de descubrimiento, llegaron a poder confesar: "tú eres el Cristo".

 

En la escuela de la historia del AT

También el Antiguo Testamento se presenta como una historia, al punto que lo podemos confundir con una "mera" historia, con una crónica de hechos memorables y portentosos. También el AT pretende que, a partir de la secuencia de hechos memorables lleguemos a mucho más que percibir el significado de esa historia: lleguemos a descubrir y confesar al Dios de la historia. 

No se trata sólo del sentido de la historia, eso se descubriría en cualquier historia, con tal de que sea fiel a los hechos y esté bien escrita, se trata de algo que se manifiesta en la historia, pero que va más allá de la historia, la trasciende.

Contar al Señor de la historia y hacerlo visible, trascendiendo la historia, yendo más allá de ella. Esa es la tarea de la "historia" bíblica, y tanto el AT como el Nuevo hacen esfuerzos literarios por reflejar eso. Veamos, por ejemplo, un pasaje del AT, de uno de sus libros llamados precisamente "históricos":

«El año tercero de Asá, rey de Judá, comenzó a reinar Basá, hijo de Ajías, sobre todo Israel en Tirsá; reinó veinticuatro años. Hizo el mal a los ojos de Yahveh y fue por el camino de Jeroboam y por el pecado con que hizo pecar a Israel.

Fue dirigida la palabra de Yahveh a Jehú, hijo de Jananí, contra Basá diciendo:

'Por cuanto te he levantado del polvo y te he puesto como jefe de mi pueblo Israel, pero tú has ido por el camino de Jeroboam y has hecho pecar a mi pueblo Israel irritándome con sus pecados, voy a barrer a Basá y a su casa y voy a hacer tu casa parecida a la casa de Jeroboam, hijo de Nebat. Los de Basá que mueran en la ciudad serán comidos por los perros, y a los que mueran en el campo los comerán las aves del cielo.'

El resto de los hechos de Basá, todo cuanto hizo y su bravura, ¿no está escrito en el libro de los Anales de los reyes de Israel? Basá se acostó con sus padres y le sepultaron en Tirsá. Reinó en su lugar su hijo Elá.» (1Reyes 15-16)

De nada menos que 24 años de reinado, el "historiador" bíblico ha rescatado lo siguiente: hizo el mal igual que sus antecesores, y fue maldecido por Dios. No desconoce que el reinado pudo tener otros matices ("todo cuanto hizo y su bravura"), pero sea lo que sea el juicio humano que merezca el rey Basá, de eso se encargan "los Anales de los reyes de Israel". Como dichos Anales lamentablemente no han llegado hasta nosotros, nos quedaremos para siempre sin saber de la bravura de Basá.

He tomado este ejemplo, como podría haber tomado cualquier otro "histórico": aunque el lenguaje que usa la Biblia es histórico, no lo utiliza, si se me permite la expresión, "históricamente"; pretende -¡y consigue!- sacar de la historia algo que no está en los simples hechos, algo para lo que incluso la abundancia de hechos (propia de unos Anales o de una Crónica) sería un estorbo. En el caso de este pasaje sobre Basá, de la historia de los hechos del rey, que posiblemente hablaban de un soberano lleno de bravura, "poderoso" a los ojos del mundo, el redactor bíblico encuentra que en lo profundo, mejor o peor humanamente, no ha corregido lo esencial: la fidelidad a la alianza con Dios, rota desde la división de los reinos, 50 años antes. «Hizo el mal a los ojos de Yahveh, yendo por el camino de Jeroboam», es decir, profundizando la brecha de la división de los reinos de Israel y Judá. Si nos hubieran contado todas las cosas buenas que hizo Basá (y en 24 años seguramente hubo de todo, bueno y malo), no hubiéramos llegado a eso esencial: el reinado de Basá, humanamente bueno o malo, fue más de lo mismo: malo a los ojos de Dios.

Un exégeta de hace algunos años, Grollenberg, denomina a esta forma de presentar la historia, a esta historia conducida a sus rasgos sagrados y poco visibles, «La historia como proclamación». Se cuenta una historia, sí, pero esa historia es atravesada en lo histórico, es llevada a revelar, a proclamar algo que con las herramientas históricas no llegaríamos nunca a ver: la presencia en la historia -juzgando, conduciendo, salvando- del Dios de la historia. 

Diferencias entre los géneros históricos y la historia contada en la Biblia

Y qué diferencia hay entre la historia como proclamación, este «género sui generis» que utiliza la Biblia, y la narración histórica tal como habitualmente la practicamos?

La primera diferencia esencial es de intención

Con los diversos géneros históricos (crónica, anales, relato histórico, biografía, historia novelada -un género muy actual-, y otros) lo que buscamos es comprender la historia desde ella misma, descubrir sus claves, atesorarlas, e incluso poder relacionarlas con nuestra historia personal o actual (en el sentido ciceroniano de la «historia maestra de vida»). Con la «historia como proclamación» la Biblia está lejos de querer brindarnos una narración de hechos históricos, aunque puede -como en el pasaje del ejemplo y en muchos más- remitir la narración a otras fuentes, lo que pretende es mostrarnos la acción, no visible a simple vista, de Dios en esa historia: es una historia «mistérica», preñada de una presencia que excede a la historia. 

Esta intención determina también el modo de utilizar los hechos narrados:

En las narraciones de género histórico se busca que los hechos contados sean lo más minuciosamente veraces, o al menos verosímiles, posible. Por ejemplo, ante una novela histórica, aunque damos por sentado que algunos de sus hechos serán ficticios o al menos estarán adornados, se presentan todos como hechos verosímiles. En la historia tal como la cuenta la Biblia hay una cierta despreocupación por la verosimilitud de los hechos narrados; por momentos hasta parece que el narrador nos pusiera a prueba en la capacidad de asimilar hechos portentosos y extraños. Si hay algo que no se puede decir de la historia bíblica, es que pretenda ser «naturalista». 

Los hechos narrados en la Biblia están tan al servicio de la manifestación mistérica de Dios, tan al servicio de la «proclamación», que desaparece su centralidad como «hechos». ¿Significa esto que son falsos, que no han ocurrido? No, significa solamente que si están narrados, no lo están con la vista puesta en ellos mismos, y que el narrador no ha tenido ningún problema en «moldear» los hechos para extraer de ellos todo lo que pudieran decir. Un crítico del siglo XX, Northrop Frye, nos lleva a enunciar esto en forma de principio de lectura: «lo histórico que hay en la Biblia, no está allí por ser histórico, sino por alguna otra razón.» 

En muchos casos, la propia narración deja señales para que traspasemos la dimensión de la anecdota histórica, por ejemplo, ¿por qué los relatos de apariciones del Resucitado se empeñan en destacar que los discípulos no reconocían a Jesús de manera directa e inmediata? Si no lo hicieran, nos quedaría la impresión de que lo que nos están contando es un encuentro con Jesús en el plano fenoménico normal, habitual, un hecho entre otros hechos, digamos: que cualquiera que pasara por allí podría haber experimentado ese encuentro; por el contrario, narradas como están, estas escenas nos precaven de la trascendencia del Resucitado, y por tanto de la no-cotidianeidad, del misterio de la experiencia del Resucitado que el creyente es invitado a tener. Eso, por supuesto, deja en un cono de sombra la pura descripción de cómo habrán sido, fenoménicamente, esos encuentros. 

En otros casos es la comparación entre los cuatro evangelios lo que nos permite descubrir en qué medida y en qué dirección han sido moldeados los hechos históricos. Por ejemplo, si vamos al tema que parece tan central como es en qué día en concreto se produjo la muerte de Jesús, vemos que tal cuestión no fue muy determinante para los propios evangelistas: Mateo, Marcos y Lucas insistirán en que Jesús comió la Pascua con sus discípulos, es decir, al anochecer del 14 al 15 Nisán, y luego, muy de madrugada, comenzaron los hechos que llevaron, a eso de la hora de tercia, según Marcos (los otros dos no ponen la hora) a la crucifixión. Juan, en cambio nos comienza por sorprender al no narrar la institución de la Eucaristía, pero además de eso, su cena con los discípulos es antes de la Pascua (13,1; 18,28), y se nos aclara que el juicio ocurre durante el día de la Preparación para la Pascua (19,14.31.42), es decir, durante el día del 14 Nisán, que era cuando se sacrificaban los corderon pascuales que se comerían en la cena. La última cena fue, entonces, según los evangelios sinópticos, una cena pascual, mientras que según Juan, no; la crucifixión ocurrió, según Juan, hacia la hora de sexta, cuando se sacrificaban los corderos pascuales, lo que hace más pertinente 19,36 con su cita de Ex 12,46: «no le quebrarán ninguno de sus huesos», lo que se refiere, en el contexto bíblico, al cordero pascual.

Este problema de datación fue visto desde antiguo, pero parece que los primeros cristianos estaban bien pertrechados en cuanto a lo que buscar y lo que no en los relatos evangélicos, así que no pareció preocupar a nadie hasta los siglos IV-V, en el que se desataron búsquedas apologéticas para tratar de compaginar los datos de uno y otro.

Podrían citarse muchos otros casos de simple discordancia en los hechos narrados por uno u otro evangelista, desde la doble genealogía de Jesús -Mateo y Lucas, imposibles de armonizar entre sí- hasta el sermón del monte (Mateo) y del llano (Lucas), de los que san Agustín dirá que se trata de dos sermones distintos (para poder mantener la literalidad de que se produjeron en el monte y el llano), pero pronunciados uno tras el otro (porque es evidente que dicen, en su contenido fundamental, lo mismo). 

El concordismo histórico

El intento de explicar las discordancias históricas de los evangelios entre sí salvando la literalidad de los hechos narrados comienza muy de a poco, ya desde el siglo II, cuando el embate de las sectas "gnósticas", que quitaban a la realidad de Jesús toda historicidad, y lo hacían precisamente apoyándose en esos quiebres narrativos. Digamos que destacaban las rupturas de la historicidad para enseñar que la verdad sobre Jesús era algo así como un misterio "interior", "iniciático", que no tocaba lo exterior, lo histórico, lo corpóreo. Eran sectas profundamente dualistas (responsables de algunos de los que hoy conocemos como "evangelios apócrifos"). Si se hubiera impuesto esa línea, la fe en Jesús hubiera sido del todo expulsada de nuestro mundo, puesto que ¿de qué fe en Jesús podríamos hablar sin Jesús venido en carne?

Los defensores de la fe evangélica, bíblica, vieron claro esto; otra cosa es si tomaron el mejor camino para defender la encarnación: cerraron filas en torno a la historicidad literal de los hechos narrados, incluso aunque fueran discordantes entre los distintos evangelios. Y con esto introdujeron una distorsión de perspectiva que dura hasta hoy: juzgar la verdad del texto bíblico desde afuera del texto bíblico, en este caso, desde la coherencia histórica (cronológica, factual, biográfica, etc). Podríamos decir que esta línea de apologética llega a su máxima expresión en la obra de san Agustín «De la concordia de los evangelistas», que sirvió de modelo a todos los desarrollos posteriores, hasta entrado el siglo XX.

¡Cuántas veces no hemos oído la pretensión de que porque se descubre tal o cual resto arqueológico que concuerda vagamente con algo bíblico (por ejemplo, un supuesto resto naviero en el monte Ararat) «la Biblia tenía razón»! Sobre esto se expresa muy admirablemente el ya citado N. Frye: «si apareciera un registro histórico del juicio de Jesús ante Pilato que coincidiera en algún detalle con el relato del Evangelio, muchas personas lo considerarían la vindicación definitiva de la verdad del relato del Evangelio, sin advertir que están modificando su criterio acerca de la verdad de los Evangelios por otra cosa.» (El Gran Código, pág. 70) 

La concordancia histórica existe en los evangelios, los narradores no inventaron los hechos narrados: recibieron unas tradiciones de Jesús, que incluían algunas anécdotas históricas, y las utilizaron en la medida en que vieron en esas anécdotas la revelación de lo que ellos necesitaban narrar a la Iglesia: su catequesis sobre quién es en realidad Jesús, «para que creyéramos en él como el Cristo, el Hijo de Dios, y creyendo tuviéramos vida en su nombre».

También moldearon ese material histórico según la necesidad de su narración catequética, como hace cualquier predicador que acude a anécdotas reales de su propia vida o de otros, pero las moldea según la necesidad de lo que quiere transmitir, por ejemplo, despojando las anécdotas de todo detalle secundario, y muchos otros procedimientos semejantes. 

Si los evangelios fueran biografías de Jesús, todos esos procedimientos, toda esa «libertad narrativa» que se han tomado con los hechos concretos, hubieran dado por resultado unas obras infieles a su objeto, pero no son biografías, son catequesis, son «historia como proclamación», donde el centro está puesto en lo proclamado -Jesús es el Cristo-, a lo que se subordinan todos los procedimientos narrativos. 

El concordismo histórico, al pretender «defender» a los evangelios desde la literalidad de sus narraciones históricas, desplaza el auténtico centro de esto, lo mueve hacia la verificación histórica, y con ello, pretendiendo salvarlo, lo desnaturaliza. 

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