En el primero nos había presentado al personaje, y la contradicción fundamental: el dolor puede dar vida, la muerte puede estar preñada de vida, aunque cómo vaya a ocurrir eso esté guardado en la insondable mente divina.
El segundo comienza con una invocación extraña: «Escuchadme, islas; atended, pueblos lejanos». El poema se dirige al Siervo, pero este está rodeado de los beneficiarios de su misteriosa elección, y esos beneficiarios no son sólo Israel y Judá, ¡son el mundo entero, las naciones, las islas lejanas!
Como hemos visto en el artículo anterior, estos poemas son proclamados en el exilio babilónico de Judá (siglo VI aC). Judá aprendió mucho en el exilio, muchos aspectos de su religiosidad se formaron en contacto, diálogo y discusión con la religión babilónica y con esa desarrollada civilización.
Como en todo choque cultural, se dieron los dos extremos: algunos que se asimilaron tanto que la identidad de Judá se desdibujó, y otros que veían en ese contacto con "el extranjero e idólatra" una contaminación viciada de raíz, de la que nada bueno podía salir.
El Segundo Isaías anuncia que, en misterio, hay un obrar de Dios hacia el mundo, que pasa por los sufrimientos de su Siervo, y por lo tanto el contacto con el mundo no es sólo fuente de contaminación, sino también el destino último del mensaje bíblico... en definitiva Dios había llamado a Abraham para prometerle un gran pueblo, pero la promesa había incluido también una bendición de las naciones (Gn 12,1-3).
Una ambivalencia recorre todo el poema: parece dirigirse al Siervo como una figura individual, pero por momentos parece también que esa figura fuera el propio pueblo de Juda, no como individuo, sino como comunidad. Efectivamente, los cuatro poemas se mueven en esa delgada línea en la que Judá es el primer destinatario de la acción salvadora del Siervo, pero es también el actor de esa acción salvadora, y es el actor, precisamente porque esa salvación no está destinada sólo a JUdá, sino al mundo entero.
Este poema es especialmente apropiado para meditar en nuestra época, como iglesia de Cristo en un mundo que parece querer tragarnos y aniquilarnos. Somos pequeños, y aun quizás nos pode el Señor mucho más, quizás nada de lo que consideramos las "señas de identidad de LO católico" vaya a subsistir. Quizás, como le pasó al pueblo de Judá, ponemos las certezas de la elección divina en cosas sublimes, pero que no son Dios: la doctrina, el rito, cierto conjunto de símbolos verdaderos y entrañables. Pero Dios puede pedirnos como le pidió a Judá: que entreguemos todo y vayamos al exilio.
El segundo cántico del Siervo sufriente contrapome el dolor y perplejidad del Siervo que es "podado", "castigado" por un Dios que parece lejano, pero que en esa misma poda y castigo está manifestando su favor:
«Tú eres mi siervo,
de quien estoy orgulloso.»
Mientras yo pensaba: «En vano me he cansado,
en viento y en nada he gastado mis fuerzas»
No se trata de un dios sádico ni perverso, de un dios que necesitara hacer sufrir para salvar. Se trata de que "salvar" significa en definitiva que la propia lejanía de Dios, incluso hasta la muerte, tengan sentido, y eso sólo pueden tenerlo si Dios mismo las experimenta, si forman parte de su ser y de su vida. Si la lejanía y el extrañamiento, si una vida a-tea está incorporada en el ser mismo de Dios.
Y es un sufrimiento que es a la vez un gozo, porque en tanto Dios experimenta la lejanía, el abandono y la muerte, ocurrirá que lleguemos hasta Dios y lo encontremos, y nos alejemos de él, y también esté allí, como dice el salmo:
«Si escalo el cielo, allí estás tú;
si me acuesto en el abismo, allí te encuentro» (salmo 139)
En nuestra relación con el mundo deberíamos tener siempre presente este segundo cántico: Dios está salvando al mundo, a las naciones, y a las islas más lejanas, también en el momento en que ellas están lejos, y quizás cuanto más lejos están, allí más se les pone cerca el Señor. Sólo nos pide acompañarlo en ello, experimentar en nosotros la lejanía y el extrañamiento, la muerte salvadora.
Tan actual... parece que se escribió ayer.
gracias de nuevo, no he podido evitar pensar en La Noche oscura de tantos, y, me vino a la mente, un episodio de la vida de Teresa de Lisieux, que paso por una espantosa noche oscura, que ella había pedido a Dios, había pedido, experimentar el dolor de los pobres ateos, sentir el dolor de "no ver a Dios"
hace falta que rompamos nuestra imagen de dios, porque nuestra imagen de dios no es Dios, es duro, y, tal vez la señal hoy sea una catedral, la de Paris ardiendo, donde sólo ha quedado la Cruz y el altar. ¿Querrá Dios decirnos, que sólo precisamos al Crucificado Resucitado, que hoy está en tantos, hombres y mujeres también ateos en los que sin embargo habita en su corazón?
Por si lee esto algún chalupa, ya le digo, que Dios no quemo Notre Dame, ni quería que se quemase, como tampoco quería la destrución del Templo de Jerusalén, sólo que del mal saca bien
Las Islas lejanas. ¿Tendrían mis abuelas razón, y, estaría Dios, que no el profeta, pensando en las tierras de América?
de nuevo gracias Abel
hasta mañana
Sabes Maite? pensé en eso mismo viendo el triste incendio de Notre Dame: Dios está diciendo algo, está hablando.
""...quizás nada de lo que consideramos las "señas de identidad de LO católico" vaya a subsistir...
..."salvar" significa en definitiva que la propia lejanía de Dios, incluso hasta la muerte, tengan sentido
...sólo pueden tenerlo si Dios mismo las experimenta, ...si una vida a-tea está incorporada en el ser mismo de Dios.
...Dios está salvando al mundo, a las naciones, y a las islas más lejanas, también en el momento en que ellas están lejos, y quizás cuanto más lejos están, allí más se les pone cerca el Señor. Sólo nos pide acompañarlo en ello, experimentar en nosotros la lejanía y el extrañamiento, la muerte salvadora"".
Parece escrito en 1918, en 1936, 1964, en 1989, en 2013, hoy, en 2030.
Sabe a "eso-que-permanece".