Lecturas:
Gn 18,20-32: Que no se enfade mi Señor, si sigo hablando.
Sal 137,1-2a.2bc-3.6-7ab.7c-8: Cuando te invoqué, Señor, me escuchaste.
Col 2,12-14: Os vivificó con Cristo, perdonándoos todos los pecados.
Lc 11,1-13: Pedid y se os dará.
La palabra de Dios es luz en nuestro camino, si escuchamos su voz y dialogamos con él, no quedamos sin respuesta. Fue así con Abraham, fue así con los profetas, fue así con los apóstoles, fue así con los santos y es así con nosostros.
En la primera lectura encontramos a un buen hombre: Abraham se puso delante de Dios y clamó por su pueblo.
Estar en la presencia de Dios es un acto de confianza que solo los que tienen fe hacen.
Algunas veces nuestra fe se demuestra cuando nos enfrentamos a situaciones extremas y allí nos invitan a tomar una decisión digna de crer en Dios.
Es por eso que el salmo de hoy nos da una garantia: en ese día cuando grité, me escuchaste, Señor.
El Salmo nos ayuda a tener un corazón agradecido, un corazón que puede reconocer todo lo bueno que recibimos de Dios.
En la segunda lectura, Pablo nos ayuda a entender que Jesucristo es nuestro redentor y salvador, por lo que debemos mirar a su cruz y ver la gloria que hemos logrado de ella.
En el Evangelio de hoy, uno de los discípulos de Jesús le pide: Señor, enséñanos a orar.
Respondió Jesús: cuando ores, di: Padre nuestro, santificado sea tu nombre.
Hermanos, la oración que el Señor Jesús enseñó a sus discípulos no es una oración egoísta, no es una oración individualista en la que oramos solo por nosotros mismos, sino una oración comunitaria en la que reconocemos que el Padre en el Cielo es el Padre de toda la humanidad.
Que el Señor Jesús nos ayude a orar con gran fe y a esperar las respuestas de cada día, y que su luz brille en nuestros pasos siempre en el camino de la bondad.
Que así sea.