Aunque Jesús resucita corporalmente, su corporeidad es trascendente a las condiciones de la materialidad superficial que nosotros experimentamos ahora, por eso san Pablo lo llama con ese sintagma paradójico: cuerpo espiritual (1Cor 15,44). La materia misma será transfigurada en el último día. Por eso Cristo puede existir corporalmente y a la vez estar presente en lugares distintos al mismo tiempo. De allí que afirmemos que la presencia real en la Eucaristía consiste en la presencia de su cuerpo, sangre, alma y divinidad, no solo de su alma y divinidad. Está presente por completo en cada partícula eucarística, y es consumido sin consumirse, como la zarza ardiente, que era figura de Cristo.
Sin embargo esa forma de presencia plena está reservada a la realidad eucarística, es el gran don y el gran misterio cotidiano de la Eucaristía, y acaba cuando acaba la materialidad eucarística, por eso, cuando se corrompe la forma de pan, no está ya el Señor presente en ella.
Ninguna otra realidad tiene el privilegio de recibir esa presencia de Cristo en la plenitud de su corporeidad resucitada: ni siquiera nosotros al consumir la sagrada forma gozamos de manera permanente de su presencia corpórea, sino que lo recibimos en plenitud en el rato que dure la forma material en nuestro cuerpo (sin embargo, ver mi artículo "Un poco más", acerca de la duración de la presencia real de Cristo en al Eucaristía).
En nosotros Cristo está presente de manera espiritual, y sí, es verdad, no lo está en la plenitud de su existencia, porque si lo estuviera de manera corpórea ya habríamos llegado al final del camino, a la unión plena que pertenece a la realidad del gran Día, no a nuestra condición débil y pecadora.
Esa presencia espiritual nos da un anticipo del diálogo eterno al que estamos llamados, a la realización de la semejanza plena con Él, a quien veremos tal cual es, como lo afirma 1Jn 3,2 refiriéndose a Cristo, cuando él sea ya de manera visible "todo en todos" (Ef 1,23.4,13).