Lectura bíblica: Mt 9,9-13
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Empezamos hoy un nuevo ciclo de catequesis, dedicado a un tema urgente y decisivo para la vida cristiana: la pasión por la evangelización, es decir, el celo apostólico. Se trata de una dimensión vital para la Iglesia: la comunidad de los discípulos de Jesús de hecho nace apostólica, nace misionera, no proselitista y desde el principio debíamos distinguir esto: ser misionero, ser apostólico, evangelizar no es lo mismo que hacer proselitismo, no tiene nada que ver una cosa con la otra. Se trata de una dimensión vital para la Iglesia, la comunidad de los discípulos de Jesús nace apostólica y misionera. El Espíritu Santo la plasma en salida -la Iglesia en salida, que sale-, para que no se repliegue en sí misma, sino que sea extrovertida, testimonio contagioso de Jesús -también la fe se contagia-, orientada a irradiar su luz hasta los últimos confines de la tierra. Pero puede suceder que el ardor apostólico, el deseo de alcanzar a los otros con el buen anuncio del Evangelio, disminuya, se vuelva tibio. A veces parece eclipsarse, son cristianos cerrados, no piensan en los demás. Pero cuando la vida cristiana pierde de vista el horizonte de la evangelización, el horizonte del anuncio, se enferma: se cierra en sí misma, se vuelve autorreferencial, se atrofia. Sin celo apostólico, la fe se marchita. Sin embargo, la misión es el oxígeno de la vida cristiana: la tonifica y la purifica. Emprendemos, pues, un camino al descubrimiento de la pasión evangelizadora, empezando por las Escrituras y la enseñanza de la Iglesia, para obtener de las fuentes el celo apostólico. Después nos acercaremos a algunas fuentes vivas, a algunos testimonios que han encendido de nuevo en la Iglesia la pasión por el Evangelio, para que nos ayuden a reavivar el fuego que el Espíritu Santo quiere hacer arder siempre en nosotros.
Y hoy quisiera empezar por un episodio evangélico de alguna manera emblemático, lo hemos escuchado: la llamada del apóstol Mateo, y él mismo lo cuenta en su Evangelio, en el pasaje que hemos escuchado (cfr. Mt 9,9-13).
Todo empieza por Jesús, el cual “ve” -dice el texto- «un hombre». Pocos veían a Mateo tal y como era: lo conocían como aquel que estaba «sentado en el despacho de impuestos» (v. 9). De hecho, era un recaudador de impuestos: es decir, uno que recaudaba tributos de parte del imperio romano que ocupaba Palestina. En otras palabras, era un colaboracionista, un traidor del pueblo. Podemos imaginar el desprecio que la gente sentía por él: era un “publicano”, así se llamaba. Pero, a los ojos de Jesús, Mateo es un hombre, con sus miserias y su grandeza. Estad atentos a esto: Jesús no se detiene en los adjetivos, Jesús busca siempre el sustantivo. “Este es un pecador, este es un tal para cual…” son adjetivos: Jesús va a la persona, al corazón, esta es una persona, este es un hombre, esta es una mujer, Jesús va a la sustancia, al sustantivo, nunca al adjetivo, olvida los adjetivos. Y mientras entre Mateo y su gente hay distancia -porque ellos veían el adjetivo, “publicano”-, Jesús se acerca a él, porque todo hombre es amado por Dios; “¿También este desgraciado?”. Sí, también este desgraciado, es más, Él ha venido por este desgraciado, lo dice el Evangelio: “Yo he venido por los pecadores, no por los justos”. Esta mirada de Jesús que es hermosa, que ve al otro, sea quien sea, como un destinatario de amor, es el inicio de la pasión evangelizadora. Todo parte de esta mirada, que aprendemos de Jesús.
Podemos preguntarnos: ¿cómo es nuestra mirada hacia los otros? ¡Cuántas veces vemos los defectos y no las necesidades; cuántas veces etiquetamos a las personas por lo que hacen o lo que piensan! También como cristianos nos decimos: ¿es de los nuestros o no es de los nuestros? Esta no es la mirada de Jesús: Él mira siempre a cada uno con misericordia, es más, con predilección. Y los cristianos están llamados a hacer como Cristo, mirando como Él especialmente a los llamados “alejados”. De hecho, el pasaje de la llamada de Mateo se concluye con Jesús que dice: «No he venido a llamar a justos, sino a pecadores» (v. 13). Y si cada uno de nosotros se siente justo, Jesús está lejos, Él se acerca a nuestros límites y a nuestras miserias, para sanarnos.
Por tanto, todo empieza por la mirada de Jesús “Vio a un hombre”, Mateo. A esto le sigue -segundo paso- un movimiento. Primero la mirada, Jesús vio, después el segundo paso, el movimiento. Mateo estaba sentado en el despacho de los impuestos; Jesús le dijo: «Sígueme». Y él «se levantó y le siguió» (v. 9). Notamos que el texto subraya que “se levantó”. ¿Por qué es tan importante este detalle? Porque en esa época quien estaba sentado tenía autoridad sobre los otros, que estaban de pie delante de él para escucharlo o, como en ese caso, para pagar el tributo. Quien estaba sentado, en resumen, tenía poder. Lo primero que hace Jesús es separar a Mateo del poder: del estar sentado recibiendo a los otros le pone en movimiento hacia los otros; no recibe, no: va a los otros; le hace dejar una posición de supremacía para ponerlo a la par con los hermanos y abrirle los horizontes del servicio. Esto hace y esto es fundamental para los cristianos: nosotros discípulos de Jesús, nosotros Iglesia, ¿estamos sentados esperando que la gente venga o sabemos levantarnos, ponernos en camino con los otros, buscar a los otros? No es cristiano decir: “Pero que vengan, yo estoy aquí, que vengan”. No, ve tú a buscarlos, da tú el primer paso.
Una mirada -Jesús vio-, un movimiento -se levanta- y tercero, una meta. Después de haberse levantado y haber seguido a Jesús, ¿dónde irá Mateo? Podríamos imaginar que, cambiada la vida de ese hombre, el Maestro lo conduzca hacia nuevos encuentros, nuevas experiencias espirituales. No, o al menos no enseguida. En primer lugar, Jesús va a su casa; ahí Mateo le prepara «un gran banquete», en el que «había un gran número de publicanos» (Lc 5,29) es decir, gente como él. Mateo vuelve a su ambiente, pero vuelve cambiado y con Jesús. Su celo apostólico no empieza en un lugar nuevo, puro, un lugar ideal, lejano, sino ahí, empieza donde vive, con la gente que conoce. Este es el mensaje para nosotros: no debemos esperar ser perfectos y tener hecho un largo camino detrás de Jesús para testimoniarlo; nuestro anuncio empieza hoy, ahí donde vivimos. Y no empieza tratando de convencer a los otros, convencer no: sino testimoniando cada día la belleza del Amor que nos ha mirado y nos ha levantado y será esta belleza, comunicar esta belleza la que convenza a la gente, no comunicarnos nosotros, sino al mismo Señor. Nosotros somos los que anuncian al Señor, no nos anunciamos a nosotros mismos, ni anunciamos un partido político, una ideología, no: anunciamos a Jesús. Es necesario poner en contacto a Jesús con la gente, sin convencerles, sino dejar que el Señor convenza. Como de hecho nos ha enseñado el Papa Benedicto, «la Iglesia no hace proselitismo. Crece mucho más por atracción» (Homilía en la misa inaugural de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, Aparecida, 13 de mayo de 2007). No olvidéis esto: cuando veáis a cristianos que hacen proselitismo, que te hacen una lista de la gente que debe venir… estos no son cristianos, son paganos disfrazados de cristianos, pero el corazón es pagano. La Iglesia crece no por proselitismo, crece por atracción. Una vez recuerdo que en el hospital de Buenos Aires se fueron unas monjas que trabajaban allí porque eran pocas y no podían sacar adelante el hospital y vino una comunidad de hermanas de Corea y llegaron, pongamos un lunes, por ejemplo, no recuerdo el día. Tomaron posesión de la casa de las hermanas del hospital y el martes bajaron a visitar a los enfermos del hospital, pero no hablaban una palabra de español, solamente hablaban coreano y los enfermos estaban felices, porque comentaban: “Buenas estas monjas, buenas, buenas” – Pero ¿qué te ha dicho la monja? – “Nada, pero con la mirada me ha hablado, han comunicado a Jesús”. No comunicarse a sí mismo, sino con la mirada, con los gestos, comunicar a Jesús. Esta es la atracción, lo contrario del proselitismo.
Este testimonio atractivo, este testimonio alegre es la meta a la que nos lleva Jesús con su mirada de amor y con el movimiento de salida que su Espíritu suscita en el corazón. Y nosotros podemos pensar si nuestra mirada se parece a la de Jesús para atraer a la gente, para acercar a la Iglesia. Pensemos en esto.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y bienvenidos todos!
El miércoles pasado iniciamos un ciclo de catequesis sobre la pasión de evangelizar, es decir sobre el celo apostólico que debe animar a la Iglesia y a todo cristiano. Hoy miramos al modelo insuperable del anuncio: Jesús. El Evangelio del día de Navidad lo definía “Verbo de Dios” (cfr. Jn 1,1). El hecho de que Él sea el Verbo, es decir la Palabra, nos indica un aspecto esencial de Jesús: Él está siempre en relación, en salida, nunca aislado, siempre en relación, en salida; la palabra, de hecho, existe para ser transmitida, comunicada. Así es Jesús, Palabra eterna del Padre dirigida a nosotros, comunicada a nosotros. Cristo no solo tiene palabras de vida, sino que hace de su vida una Palabra, un mensaje: es decir, vive siempre dirigido hacia el Padre y hacia nosotros. Siempre mirando al Padre que le ha enviado y mirando a nosotros a quienes Él ha sido enviado.
De hecho, si miramos a sus jornadas, descritas en los Evangelios, vemos que en el primer lugar está la intimidad con el Padre, la oración, por la que Jesús se levanta temprano, cuando todavía está oscuro, y se dirige a zonas desiertas a rezar (cfr. Mc 1,35; Lc 4,42) a hablar con el Padre. Todas las decisiones y las elecciones más importantes las toma después de haber rezado (cfr. Lc 6,12; 9,18). Precisamente en esta relación, en la oración que le une al Padre en el Espíritu, Jesús descubre el sentido de su ser hombre, de su existencia en el mundo porque Él está en misión por nosotros, enviado por el Padre a nosotros.
A tal propósito es interesante el primer gesto público que Él realiza, después de los años de la vida oculta en Nazaret. Jesús no hace un gran prodigio, no lanza un mensaje con efecto, sino que se mezcla con la gente que iba para ser bautizada por Juan. Así nos ofrece la clave de su acción en el mundo: entregarse por los pecadores, haciéndose solidario con nosotros sin distancias, en el compartir total de la vida. De hecho, hablando de su misión, dirá que no ha venido «a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10,45). Cada día, después de la oración, Jesús dedica toda su jornada al anuncio del Reino de Dios y la dedica a las personas, sobre todo a los más pobres y débiles, a los pecadores y a los enfermos (cfr. Mc 1,32-39). Es decir, Jesús está en contacto con el Padre en la oración y después está en contacto con toda la gente para la misión, para la catequesis, para enseñar el camino del Reino de Dios.
Entonces, si queremos representar con una imagen su estilo de vida, no tenemos dificultad en encontrarla: Jesús mismo nos la ofrece, lo hemos escuchado, hablando de sí como del buen Pastor, aquel que ?dice? «da su vida por las ovejas» (Jn 10,11), este es Jesús. De hecho, ser pastor no era solo un trabajo, que requería tiempo y mucho empeño; era una verdadera forma de vida: veinticuatro horas al día, viviendo con el rebaño, acompañándolo a pastar, durmiendo entre las ovejas, cuidando de las más débiles. En otras palabras, Jesús no hace algo por nosotros, sino que da todo, da su vida por nosotros. El suyo es un corazón pastoral (cfr. Ez 34,15). Es pastor con todos nosotros.
De hecho, para resumir en una palabra la acción de la Iglesia se usa a menudo precisamente el término “pastoral”. Y para valorar nuestra pastoral, debemos compararnos con el modelo, compararse con Jesús, Jesús buen Pastor. En primer lugar, podemos preguntarnos: ¿lo imitamos bebiendo de las fuentes de la oración, para que nuestro corazón esté en sintonía con el suyo? La intimidad con Él es, como sugería el bonito volumen del abad Chautard, «el alma de todo apostolado». Jesús mismo lo dijo claramente a sus discípulos: «separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). Si se está con Jesús se descubre que su corazón pastoral late siempre por quien está perdido, alejado. ¿Y el nuestro? Cuántas veces nuestra actitud con gente que es un poco difícil o que es un poco complicada se expresa con estas palabras: “Es un problema suyo, que se las arregle…”. Pero Jesús nunca ha dicho esto, nunca, sino que ha ido siempre al encuentro de todos los marginados, los pecadores. Lo acusaban de esto, de estar con los pecadores, porque les llevaba precisamente la salvación de Dios.
Hemos escuchado la parábola de la oveja perdida, contenida en el capítulo 15 del Evangelio de Lucas (cfr. vv. 4-7). Jesús habla también de la moneda perdida y del hijo pródigo. Si queremos entrenar el celo apostólico, el capítulo 15 de Lucas hay que tenerlo siempre presente. Leedlo a menudo, ahí podemos entender qué es el celo apostólico. Ahí descubrimos que Dios no está para contemplar el recinto de sus ovejas y tampoco las amenaza para que no se vayan. Más bien, si una sale y se pierde, no la abandona, sino que la busca. No dice: “¡Se ha ido, culpa suya, asunto suyo!”. El corazón pastoral reacciona de otra manera: el corazón pastoral sufre, el corazón pastoral arriesga. Sufre: sí, Dios sufre por quien se va y, mientras lo llora, lo ama todavía más. El Señor sufre cuando nos distanciamos de su corazón. Sufre por los que no conocen la belleza de su amor y el calor de su abrazo. Pero, en respuesta a este sufrimiento, no se cierra, sino que arriesga: deja las noventa y nueve ovejas que están a salvo y se aventura por la única perdida, haciendo algo arriesgado y también irracional, pero acorde con su corazón pastoral, que tiene nostalgia de los que se han ido. La nostalgia por aquellos que se han ido es continua en Jesús. Y cuando escuchamos que alguien ha dejado la Iglesia ¿qué decimos? “Que se las arregle”. No, Jesús nos enseña la nostalgia por aquellos que se han ido; Jesús no tiene rabia ni resentimiento, sino una irreductible nostalgia por nosotros. Jesús tiene nostalgia de nosotros y esto es el celo de Dios.
Y yo me pregunto: nosotros, ¿tenemos sentimientos similares? Quizá vemos como adversarios o enemigos a los que han dejado el rebaño. “¿Y este? ? Se ha ido a otro lado, ha perdido la fe, le espera el infierno…”, y nos quedamos tranquilos. Encontrándoles en la escuela, el trabajo, en las calles de la ciudad, ¿por qué no pensar más bien que tenemos una bonita ocasión de testimoniarles la alegría de un Padre que los ama y que nunca les ha olvidado? No para hacer proselitismo, ¡no! Sino para que les llegue la Palabra del Padre y caminar juntos. Evangelizar no es hacer proselitismo: hacer proselitismo es una cosa pagana, no es religiosa ni evangélica. Hay una buena palabra para aquellos que han dejado el rebaño y nosotros tenemos el honor y la carga de decir esa palabra. Porque la Palabra, Jesús, nos pide esto, acercarnos siempre, con el corazón abierto, a todos, porque Él es así. ¡Quizá seguimos y amamos a Jesús desde hace tiempo y nunca nos hemos preguntado si compartimos los sentimientos, si sufrimos y arriesgamos en sintonía con el corazón de Jesús, con este corazón pastoral, cerca del corazón pastoral de Jesús! No se trata de hacer proselitismo, ya lo he dicho, para que los otros sean “de los nuestros”, no, esto no es cristiano: se trata de amar para que sean hijos felices de Dios. Pidamos en la oración la gracia de un corazón pastoral, abierto, que se pone cerca de todos, para llevar el mensaje del Señor y también sentir por cada uno la nostalgia de Cristo. Porque, nuestra vida sin este amor que sufre y arriesga, no va: si los cristianos no tenemos este amor que sufre y arriesga, corremos el riesgo de apacentarnos solo a nosotros. Los pastores que son pastores de sí mismos, en vez de ser pastores del rebaño, son peinadores de ovejas “exquisitas”. No hay que ser pastores de sí mismos, sino pastores de todos.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El miércoles pasado reflexionamos sobre Jesús modelo del anuncio, sobre su corazón pastoral siempre dirigido a los demás. Hoy nos fijamos en Él como maestro del anuncio. Dejémonos guiar por el episodio en el que predica en la sinagoga de su pueblo, Nazaret. Jesús lee un pasaje del profeta Isaías (cfr. 61,1-2) y después sorprende a todos con una “predicación” muy breve, de una sola frase, una sola frase. Y dice así: «Esta escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy» (Lc 4,21). Esta fue la predicación de Jesús: «Esta escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy». Esto significa que para Jesús ese pasaje profético contiene lo esencial de lo que Él quiere decir de sí. Por tanto, cada vez que nosotros hablamos de Jesús, deberíamos recalcar su primer anuncio. Veamos entonces en qué consiste este primer anuncio. Se pueden identificar cinco elementos esenciales.
El primer elemento es la alegría. Jesús proclama: «El Espíritu del Señor sobre mí, […] me ha enviado para anunciar a los pobres la Buena Nueva» (v. 18), es decir un anuncio de leticia, de alegría. Buena Nueva: no se puede hablar de Jesús sin alegría, porque la fe es una estupenda historia de amor para compartir. Testimoniar a Jesús, hacer algo por los otros en su nombre, es decir entre las líneas de la vida haber recibido un don tan hermoso que ninguna palabra basta para expresarlo. Sin embargo, cuando falta la alegría, el Evangelio no pasa, porque este ?lo dice la palabra misma? es buena nueva, y Evangelio quiere decir buena nueva, anuncio de alegría. Un cristiano triste puede hablar de cosas muy hermosas, pero todo es vano si el anuncio que transmite no es alegre. Decía un pensador: “un cristiano triste es un triste cristiano”: no olvidar esto.
Vamos al segundo aspecto: la liberación. Jesús dice que ha sido enviado «a proclamar la liberación a los cautivos» (ibid.). Esto significa que quien anuncia a Dios no puede hacer proselitismo, no, no puede presionar a los otros, sino aligerarlos: no imponer pesos, sino aliviar de ellos; llevar paz, no llevar sentimientos de culpa. Cierto, seguir a Jesús conlleva una ascesis, conlleva sacrificios; por otro lado, si cualquier cosa hermosa lo requiere, ¡mucho más la realidad decisiva de la vida! Pero quien testimonia a Cristo muestra la belleza de la meta, más que la fatiga del camino. Nos habrá sucedido contarle a alguien sobre un bonito viaje que hemos hecho. Por ejemplo, habremos hablado de la belleza de los lugares, de lo que hemos visto y vivido, no del tiempo que tardamos en llegar ni de las colas del aeropuerto, ¡no! Así cada anuncio digno del Redentor debe comunicar liberación. Como el de Jesús. Hoy hay alegría, porque he venido a liberar.
Tercer aspecto: la luz. Jesús dice que ha venido a traer «la vista a los ciegos» (ibid.). Llama la atención que, en toda la Biblia, antes de Cristo, nunca aparece la curación de un ciego, nunca. De hecho, era un signo prometido que llegaría con el Mesías. Pero aquí no se trata solo de la vista física, sino de una luz que hace ver la vida de forma nueva. Hay un “venir a la luz”, un renacimiento que sucede solo con Jesús. Si lo pensamos, así empezó para nosotros la vida cristiana: con el Bautismo, que antiguamente se llamaba precisamente “iluminación”. ¿Y qué luz nos dona Jesús? Nos trae la luz de la filiación: Él es el Hijo amado del Padre, viviente para siempre; y con Él también nosotros somos hijos de Dios amados para siempre, a pesar de nuestros errores y defectos. Entonces la vida ya no es un ciego avanzar hacia la nada, no: no es cuestión de suerte o fortuna. No es algo que dependa de la casualidad o de los astros, y tampoco de la salud o de las finanzas, no. La vida depende del amor, del amor del Padre, que cuida de nosotros, sus hijos amados. ¡Qué hermoso es compartir con los otros esta luz! ¿Habéis pensado que la vida de cada uno de nosotros ?mi vida, tu vida, nuestra vida? es un gesto de amor? ¿Es una invitación al amor? ¡Esto es maravilloso! Pero muchas veces lo olvidamos, frente a las dificultades, a las malas noticias, también frente ?y esto es feo? a la mundanidad, la forma de vivir mundana.
Cuarto aspecto del anuncio: la sanación. Jesús dice que ha venido «para dar libertad a los oprimidos» (ibid.). Oprimido es quien en la vida se siente aplastado por algo que sucede: enfermedades, fatigas, angustias, sentimientos de culpa, errores, vicios, pecados… Oprimidos por esto: pensemos, por ejemplo, en los sentimientos de culpa por eso, por lo otro… Lo que nos oprime, sobre todo, es precisamente ese mal que ninguna medicina o remedio humano puede resanar: el pecado. Y si uno tiene sentido de culpa por algo que ha hecho, y este se siente mal… Pero la buena noticia es que con Jesús este mal antiguo, el pecado, que parece invencible, ya no tiene la última palabra. Yo puedo pecar porque soy débil. Cada uno de nosotros puede hacerlo, pero esta no es la última palabra. La última palabra es la mano tendida de Jesús que nos levanta del pecado. Y padre, ¿esto cuándo lo hace? ¿Una vez? No. ¿Dos? No. ¿Tres? No. Siempre. Cada vez que tú estás mal, el Señor siempre tiene la mano tendida. Solamente hay que aferrarse y dejarse llevar. La buena noticia es que con Jesús este mal antiguo ya no tiene la última palabra: la última palabra es la mano tendida de Jesús que te lleva adelante. Jesús nos sana del pecado siempre. ¿Y cuánto debo pagar por la sanación? Nada. Nos sana siempre y gratuitamente. Invita a los que están «fatigados y sobrecargados» ?lo dice el Evangelio? a ir a Él (cfr. Mt 11,28). Y entonces acompañar a alguien al encuentro con Jesús es llevarle al médico del corazón, que levanta la vida. Es decir: “Hermano, hermana, yo no tengo respuesta a muchos de tus problemas, pero Jesús te conoce, Jesús te ama, te puede sanar y serenar el corazón”. Quien lleva pesos necesita una caricia sobre el pasado. Muchas veces oímos: “Pero yo necesitaría sanar mi pasado… necesito una caricia sobre ese pasado que me pesa tanto…”. Necesita perdón. Y quien cree en Jesús tiene precisamente eso para donar a los otros: la fuerza del perdón, que libera el alma de toda deuda. Hermanos, hermanas, no lo olvidéis: Dios lo olvida todo. ¿Por qué? Sí, olvida todos nuestros pecados, de ellos no tiene memoria. Dios perdona todo porque olvida nuestros pecados. Solamente hay que acercarse al Señor y Él nos perdona todo. Pensad en algo del Evangelio, de ese que ha empezado a hablar: “¡Señor, he pecado!”. Ese hijo… Y el padre le pone la mano en la boca. “No, está bien, nada…”. No le deja terminar...Y esto es hermoso. Jesús nos espera para perdonarnos, para resanarnos. ¿Y cuánto? ¿Una vez? ¿Dos veces? No. Siempre. “Pero padre, yo hago las mismas cosas siempre…”. Y también él hará las mismas cosas siempre: perdonarte, abrazarte. Por favor, no desconfiemos de esto. Así se ama al Señor. Quien lleva pesos y necesita una caricia sobre el pasado, necesita perdón, que sepa que Jesús lo hace. Y es esto lo que da Jesús: liberar el alma de toda deuda. En la Biblia se habla de un año en el que se era liberado del peso de las deudas: el Jubileo, el año de gracia. Es como el último punto del anuncio.
Jesús, de hecho, dice que ha venido «a proclamar un año de gracia del Señor» (Lc 4,19). No era un jubileo programado, como los que estamos haciendo ahora, que todo está programado y se piensa en qué hacer, qué no hacer… No. Pero con Cristo la gracia que hace nueva la vida llega y asombra siempre. Cristo es el Jubileo de cada día, de cada hora, que se acerca a ti, para acariciarte, para perdonarte. Y el anuncio de Jesús debe llevar siempre el asombro de la gracia. Este asombro… “No me lo puedo creer, he sido perdonado, he sido perdonada”. ¡Pero tan grande es nuestro Dios! Porque no somos nosotros los que hacemos grandes cosas, sino que es la gracia del Señor que, también a través de nosotros, realiza cosas imprevisibles. Y estas son las sorpresas de Dios. Dios es un maestro de las sorpresas. Siempre nos sorprende, siempre nos espera. Nosotros llegamos y Él está esperando. Siempre. El Evangelio va acompañado de un sentido de maravilla y de novedad que tiene un nombre: Jesús.
Él nos ayude a anunciarlo como desea, comunicando alegría, liberación, luz, sanación y asombro. Así se comunica Jesús.
Una última cosa: esta buena nueva, que dice el Evangelio, está dirigida «a los pobres» (v. 18). A menudo nos olvidamos de ellos, sin embargo, son destinatarios mencionados explícitamente, porque son los predilectos de Dios. Acordémonos de ellos y recordemos que, para acoger al Señor, cada uno de nosotros debe hacerse “pobre dentro”. Con esa pobreza que hace decir: “Señor necesito perdón, necesito ayuda, necesito fuerza”. Esta pobreza que todos nosotros tenemos: hacerse pobre dentro. Se trata de vencer toda pretensión de autosuficiencia para saberse necesitado de gracia, y siempre necesitado de Él. Si alguien me dice: Padre, pero ¿cuál es la vía más breve para encontrar a Jesús? Hazte necesitado. Hazte necesitado de gracia, necesitado de perdón, necesitado de alegría. Y Él se acercará a ti.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Seguimos con nuestras catequesis. El tema que hemos elegido es: “La pasión de evangelizar, el celo apostólico”. Porque evangelizar no es decir: “Mira, bla bla bla” y nada más; hay una pasión que te involucra completamente: la mente, el corazón, las manos, los pies… todo, toda la persona está involucrada con la proclamación del Evangelio, y por esto hablamos de pasión de evangelizar. Después de haber visto en Jesús el modelo y el maestro del anuncio, pasamos hoy a los primeros discípulos, lo que han hecho los discípulos. El Evangelio dice que Jesús «instituyó a Doce — que llamó apóstoles—, para que estuvieran con Él, y para enviarlos a predicar» (Mc 3,14), dos cosas: para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar. Hay un aspecto que parece contradictorio: los llama para que estén con Él y para que vayan a predicar. Se podría decir: o una cosa o la otra, o estar o ir. En cambio, no: para Jesús no hay ir sin estar y no hay estar sin ir. No es fácil entender esto, pero es así. Tratemos de entender un poco cuál es el sentido con el que Jesús dice estas cosas.
En primer lugar, no hay ir sin estar: antes de enviar a los discípulos en misión, Cristo —dice el Evangelio— los “llamó” (cfr. Mt 10,1). El anuncio nace del encuentro con el Señor; toda actividad cristiana, sobre todo la misión, empieza ahí. No se aprende en una academia: ¡no! Empieza por el encuentro con el Señor. Testimoniarlo, de hecho, significa irradiarlo; pero, si no recibimos su luz, estaremos apagados; si no lo frecuentamos, llevaremos nosotros mismos a los demás en vez de a él —me llevo a mí y no a Él—, y todo será en vano. Por tanto, puede llevar el Evangelio de Jesús solo la persona que está con Él. Alguien que no está con Él no puede llevar el Evangelio. Llevará ideas, pero no el Evangelio. Igualmente, sin embargo, no hay estar sin ir. De hecho, seguir a Cristo no es un hecho intimista: sin anuncio, sin servicio, sin misión la relación con Jesús no crece. Notamos que en el Evangelio el Señor envía a los discípulos antes de haber completado su preparación: pocos después de haberlos llamado, ¡ya les envía! Esto significa que la experiencia de la misión forma parte de la formación cristiana. Recordemos entonces estos dos momentos constitutivos para todo discípulo: estar con Jesús e ir, enviados por Jesús.
Tras llamar a los discípulos y antes de enviarlos, Cristo les dirige un discurso, conocido como “discurso misionero” —así se llama en el Evangelio. Se encuentra en el capítulo 10 del Evangelio de Mateo y es como la “constitución” del anuncio. De este discurso, que os aconsejo leer hoy — solamente es una página del Evangelio—, extraigo tres aspectos: por qué anunciar, qué anunciar y cómo anunciar.
Por qué anunciar. La motivación está en cinco palabras de Jesús que nos hará bien recordar: «Gratis lo recibisteis; dadlo gratis» (v. 8). Son cinco palabras. ¿Pero por qué anunciar? Porque gratuitamente yo he recibido y debo dar gratuitamente. El anuncio no parte de nosotros, sino de la belleza de lo que hemos recibido gratis, sin mérito: encontrar a Jesús, conocerlo, descubrir que somos amados y salvados. Es un don tan grande que no podemos guardarlo para nosotros, sentimos la necesidad de difundirlo; pero con el mismo estilo, es decir con gratuidad. En otras palabras: tenemos un don, por eso estamos llamados a hacernos don; hemos recibido un don y nuestra vocación es hacernos nosotros don para los otros; está en nosotros la alegría de ser hijos de Dios, ¡debe ser compartida con los hermanos y las hermanas que todavía no lo saben! Este es el porqué del anuncio. Ir y llevar la alegría de lo que nosotros hemos recibido.
Segundo: ¿qué anunciar? Jesús dice: «Id proclamando que el Reino de los cielos está cerca» (v. 7). Esto es lo que hay que decir, ante todo y siempre: Dios está cerca. Pero, nunca olvidemos esto: Dios siempre está cerca del pueblo, Él mismo lo dijo al pueblo. Dijo así: “Mirad, ¿qué Dios está cerca de las Naciones como yo estoy cerca de vosotros?”. La cercanía es una de las cosas más importantes de Dios. Son tres cosas importantes: cercanía, misericordia y ternura. No olvidar esto. ¿Quién es Dios? El Cercano, el Tierno, el Misericordioso. Esta es la realidad de Dios. Nosotros, predicando, a menudo invitamos a la gente a hacer algo, y esto está bien; pero no nos olvidemos que el mensaje principal es que Él está cerca: cercanía, misericordia y ternura. Acoger el amor de Dios es más difícil porque nosotros queremos estar siempre en el centro, nosotros queremos ser protagonistas, estamos más inclinados a hacer que a dejarnos moldear, a hablar más que a escuchar. Pero, si ponemos en primer lugar lo que hacemos, los protagonistas seguiremos siendo nosotros. En cambio, el anuncio debe dar el primado a Dios: dar el primado a Dios, en el primer lugar Dios, y dar a los otros la oportunidad de acogerlo, de darse cuenta que Él está cerca. Y yo, detrás.
Tercer punto: cómo anunciar. Es el aspecto sobre el cuál Jesús se explaya más: cómo anunciar, cuál es el método, cuál debe ser el lenguaje para anunciar. Es significativo: nos dice que la forma, el estilo es esencial en el testimonio. El testimonio no involucra solamente la mente y decir alguna cosa, los conceptos: no. Involucra todo, mente, corazón, manos, todo, los tres lenguajes de la persona: el lenguaje del pensamiento, el lenguaje del afecto y el lenguaje de la acción. Los tres lenguajes. No se puede evangelizar solamente con la mente o solamente con el corazón o solamente con las manos. Todo se involucra. Y, en el estilo, lo importante es el testimonio, cómo nos quiere Jesús. Dice así: «Yo os envío como ovejas en medio de lobos» (v. 16). No nos pide que sepamos afrontar a los lobos, es decir, que seamos capaces de argumentar, contraatacar y defendernos: no. Nosotros pensaríamos así: llegamos a ser relevantes, numerosos, prestigiosos y el mundo nos escuchará y nos respetará y ganaremos a los lobos: no, no es así. No, os mando como ovejas, como corderos, esto es lo importante. Si tú no quieres ser oveja, el Señor no te defenderá de los lobos. Arréglatelas como puedas. Pero si tú eres oveja, está seguro que el Señor te defenderá de los lobos. Ser humildes. Nos pide que seamos así, mansos y con las ganas de ser inocentes, estar dispuestos al sacrificio; de hecho, el cordero representa esto: mansedumbre, inocencia, entrega, ternura. Y Él, el Pastor, reconocerá a sus corderos y les protegerá de los lobos. En cambio, los corderos disfrazados de lobos son desenmascarados y devorados. Escribía un Padre de la Iglesia: «Porque mientras somos ovejas, vencemos; aun cuando nos rodeen por todas partes manadas de lobos, los superamos y dominamos. Pero si nos hacemos lobos, quedamos derrotados, pues nos falta al punto mismo la ayuda del pastor. Como quiera que Él apacienta ovejas y no lobos» (S. juan Crisóstomo, Homilía 33 sobre el Evangelio de Mateo). Si yo quiero ser del Señor, debo dejar que Él sea mi pastor y Él no es pastor de lobos, es pastor de corderos, mansos, humildes, agradables con el Señor.
También sobre el cómo anunciar, llama la atención que Jesús, en vez de prescribir qué llevar durante la misión, dice qué no llevar. A veces, uno ve algún apóstol, alguna persona que se muda, algún cristiano que dice que es apóstol y ha dado la vida al Señor, y se lleva muchas maletas: pero esto no es del Señor, el Señor te hace ligero de equipaje y dice qué no llevar: «No os procuréis oro, ni plata, ni cobre en vuestras fajas; ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón» (vv. 9-10). No llevar nada. Dice que no nos apoyemos en las certezas materiales, ir al mundo sin mundanidad. Esto es lo que hay que decir: yo voy al mundo no con el estilo del mundo, no con los valores del mundo, no con la mundanidad —que para la Iglesia, caer en la mundanidad es lo peor que puede suceder—. Voy con sencillez. Así se anuncia: mostrando a Jesús más que hablando de Jesús. ¿Y cómo mostramos a Jesús? Con nuestro testimonio. Y finalmente, yendo juntos, en comunidad: el Señor envía a todos los discípulos, pero nadie va solo. La Iglesia apostólica es enteramente misionera y en la misión encuentra su unidad. Por tanto: id mansos y buenos como corderos, sin mundanidad, e ir juntos. Aquí está la clave del anuncio, esta es la clave del éxito de la evangelización. Acojamos estas invitaciones de Jesús, que sus palabras sean nuestro punto de referencia.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y bienvenidos!
En nuestro itinerario de catequesis sobre la pasión de evangelizar reflexionamos hoy sobre las palabras de Jesús que acabamos de escuchar: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Santo Espíritu» (Mt 28, 19). Id —dice el Resucitado—, no a adoctrinar, no a hacer proselitismo, no, sino a hacer discípulos, es decir, a dar a todos la oportunidad de entrar en contacto con Jesús, de conocerlo y amarlo libremente. Id bautizando: bautizar significa sumergir y, por tanto, antes de indicar una acción litúrgica, expresa una acción vital: sumergir la propia vida en el Padre, en el Hijo, en el Espíritu Santo; experimentar cada día la alegría de la presencia de Dios que está cerca de nosotros como Padre, como Hermano, como Espíritu que actúa en nosotros, en nuestro propio espíritu. Bautizar es sumergirse en la Trinidad.
Cuando Jesús dice a sus discípulos —y también a nosotros—: “¡Id!”, no comunica sólo una palabra. No. Comunica también el Espíritu Santo, porque es sólo gracias a Él, al Espíritu Santo, que se puede recibir la misión de Cristo y llevarla adelante (cf. Jn 20, 21-22). Los Apóstoles, en efecto, permanecen encerrados en el Cenáculo por miedo hasta que llega el día de Pentecostés y desciende sobre ellos el Espíritu Santo (cf. Hch 2, 1-13). Y en ese momento desaparece el miedo y con su fuerza esos pescadores, en su mayoría analfabetos, cambiarán el mundo. “Pero si no saben hablar…”. Pero es la palabra del Espíritu, la fuerza del Espíritu que les lleva adelante para cambiar el mundo. El anuncio del Evangelio, por tanto, se realiza sólo en la fuerza del Espíritu, que precede a los misioneros y prepara los corazones: Él es “el motor de la evangelización”.
Lo descubrimos en los Hechos de los Apóstoles, donde en cada página se ve que el protagonista del anuncio no es Pedro, Pablo, Esteban o Felipe, sino el Espíritu Santo. También en los Hechos se relata un momento neurálgico de los inicios de la Iglesia, que también nos puede decir mucho a nosotros. Entonces, como hoy, junto a las consolaciones no faltaron las tribulaciones —momentos buenos y momentos no tan buenos—, las alegrías se acompañaban de las preocupaciones, ambas cosas. Una en particular: cómo comportarse con los paganos que se acercaban a la fe, con los que no pertenecían al pueblo judío, por ejemplo. ¿Estaban o no obligados a observar las prescripciones de la Ley mosaica? No era un asunto menor para aquella gente. Se forman así dos grupos, entre los que creían que la observancia de la Ley era irrenunciable y los que no. Para discernir, los Apóstoles se reúnen en lo que se llama el “concilio de Jerusalén”, el primero de la historia. ¿Cómo resolver el dilema? Se podría haber buscado un buen acuerdo entre tradición e innovación: algunas normas se observan y otras se ignoran. Sin embargo, los Apóstoles no siguen esta sabiduría humana para buscar un equilibrio diplomático entre una y otra, no siguen esto, sino que se adaptan a la obra del Espíritu que les había anticipado, descendiendo tanto sobre los paganos como sobre ellos.
Y por eso, quitando casi toda obligación ligada a la Ley, comunican las decisiones finales, tomadas —y escriben así—: “el Espíritu Santo y nosotros” (cf. Hch 15,28), hemos decidido, el Espíritu Santo con nosotros, así actúan siempre los Apóstoles. Juntos, sin dividirse, a pesar de tener sensibilidades y opiniones diferentes, escuchan al Espíritu. Y Él enseña una cosa, que también es válida hoy: toda tradición religiosa es útil si facilita el encuentro con Jesús, toda tradición religiosa es útil si facilita el encuentro con Jesús. Podríamos decir que la histórica decisión del primer Concilio, de la que también nosotros nos beneficiamos, estuvo movida por un principio, el principio del anuncio: en la Iglesia todo debe ser conforme a las exigencias del anuncio del Evangelio; no a las opiniones de los conservadores o los progresistas, sino al hecho de que Jesús llegue a la vida de las personas. Por tanto, toda opción, todo uso, toda estructura, toda tradición debe ser evaluada en la medida en que favorezca el anuncio de Cristo. Cuando se encuentran decisiones en la Iglesia, por ejemplo, divisiones ideológicas: “Yo soy conservador porque… yo soy progresista porque…”. ¿Pero dónde está el Espíritu Santo? Estad atentos que el Evangelio no es una idea, el Evangelio no es una ideología: el Evangelio es un anuncio que toca el corazón y te cambia el corazón, pero si tú te refugias en una idea, en una ideología ya sea de derechas, ya sea de izquierdas, o de centro, tú estás haciendo del Evangelio un partido político, una ideología, un club de gente. El Evangelio siempre te da esta libertad del Espíritu que actúa en ti y te lleva adelante. Y qué necesario es hoy tomar de la mano la libertad del Evangelio y dejarse llevar adelante por el Espíritu.
Así el Espíritu ilumina el camino de la Iglesia, siempre. En efecto, no es sólo la luz de los corazones, es la luz que orienta a la Iglesia: esclarece, ayuda a distinguir, ayuda a discernir. Por eso es necesario invocarlo a menudo; hagámoslo también hoy, al comienzo de la Cuaresma. Porque como Iglesia podemos tener tiempos y espacios bien definidos, comunidades, institutos y movimientos bien organizados, pero sin el Espíritu todo queda sin alma. La organización no basta: es el Espíritu que da vida a la Iglesia. Si la Iglesia no le reza y no le invoca, se encierra en sí misma, en debates estériles y agotadores, en fatigosas polarizaciones, mientras se apaga la llama de la misión. Es muy triste ver a la Iglesia como si fuera un parlamento; no, la Iglesia es otra cosa. La Iglesia es la comunidad de hombres y mujeres que creen y anuncian a Jesucristo, pero movidos por el Espíritu Santo, no por las propias razones. Sí, se usa la razón, pero viene el Espíritu a iluminarla y a moverla. El Espíritu nos hace salir, nos empuja a anunciar la fe para confirmarnos en la fe, nos empuja a ir en misión para encontrar quién somos. Por eso el apóstol Pablo recomienda: «No extingáis el Espíritu» (1 Tes 5,19), no extingáis el Espíritu. Recemos a menudo al Espíritu, invoquémoslo, pidámosle cada día que encienda en nosotros su luz. Hagámoslo antes de cada encuentro, para convertirnos en apóstoles de Jesús con las personas que encontremos. No extingáis el Espíritu en las comunidades cristianas y tampoco dentro de cada uno de nosotros.
Queridos hermanos y hermanas, partimos y volvemos a partir, como Iglesia, desde el Espíritu Santo. «Sin duda es importante que en nuestras programaciones pastorales partamos de encuestas sociológicas, de análisis, de la lista de las dificultades, de la lista de expectativas y quejas. Sin embargo, es mucho más importante partir de las experiencias del Espíritu: este es el verdadero punto de partida. Y por eso es necesario buscarlas, enumerarlas, estudiarlas, interpretarlas. Es un principio fundamental que, en la vida espiritual, se llama primado de la consolación sobre la desolación. Primero está el Espíritu que consuela, reanima, ilumina, mueve; después vendrá también la desolación, el sufrimiento, la oscuridad, pero el principio para regularse en la oscuridad es la luz del Espíritu» (C.M. Martini, Evangelizar en la consolación del Espíritu, 25 de septiembre 1997). Este es el principio para regularse en las cosas que no se entienden, en las confusiones, también en tantas oscuridades, es importante. Tratemos de preguntarnos si nos abrimos a esta luz, si le damos espacio: ¿yo invoco al Espíritu? Cada uno se responda dentro. ¿Cuántos de nosotros rezamos al Espíritu? “No, padre, yo rezo a la Virgen, rezo a los santos, rezo a Jesús, pero a veces, rezo el Padre Nuestro, rezo al Padre” – “¿Y al Espíritu?” ¿Tú no rezas al Espíritu, que es lo que te hace mover el corazón, que te lleva adelante, te lleva la consolación, te lleva adelante las ganas de evangelizar y de hacer misión? Os dejo esta pregunta: ¿Yo rezo al Espíritu Santo? ¿Me dejo orientar por Él, que me invita a no cerrarme sino a llevar a Jesús, a testimoniar el primado de la consolación de Dios sobre la desolación del mundo? Que la Virgen, que ha entendido bien esto, nos ayude a entenderlo.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la pasada catequesis vimos que el primer “concilio” en la historia de la Iglesia —concilio, como el del Vaticano II—, el primer concilio, fue convocado en Jerusalén para una cuestión relacionada con la evangelización, es decir, el anuncio de la Buena Noticia a los no judíos —se pensaba que solamente se debía llevar el anuncio del Evangelio a los judíos—. En el siglo XX, el Concilio Ecuménico Vaticano II presentó a la Iglesia como Pueblo de Dios peregrino en el tiempo y por su naturaleza misionero (cfr. Decr. Ad gentes, 2). ¿Qué significa esto? Hay como un puente entre el primer y el último Concilio, en el signo de la evangelización, un puente cuyo arquitecto es el Espíritu Santo. Hoy nos ponemos a la escucha del Concilio Vaticano II, para descubrir que evangelizar siempre es un servicio eclesial, nunca solitario, nunca aislado, nunca individualista. La evangelización se hace siempre in ecclesia, es decir, en comunidad y sin hacer proselitismo porque eso no es evangelización.
El evangelizador, de hecho, transmite siempre lo que él mismo o ella misma ha recibido. San Pablo lo escribió primero: el evangelio que él anunciaba y que las comunidades recibían y en el cual permanecían firmes es el mismo que el Apóstol recibió a su vez (cfr. 1 Cor 15,1-3). Se recibe la fe y se trasmite la fe. Este dinamismo eclesial de transmisión del Mensaje es vinculante y garantiza la autenticidad del anuncio cristiano. El mismo Pablo escribe a los Gálatas: «Pero aun cuando nosotros mismos o un ángel del cielo os anunciara un evangelio distinto del que os hemos anunciado, ¡sea anatema!» (1,8). Es hermoso esto y esto les viene bien a muchas visiones que están de moda…
La dimensión eclesial de la evangelización constituye por eso un criterio de verificación del celo apostólico. Una verificación necesaria, porque la tentación de proceder “en solitario” siempre acecha, especialmente cuando el camino se vuelve áspero y sentimos el peso del compromiso. Igualmente peligrosa es la tentación de seguir caminos pseudo-eclesiales más fáciles, de adoptar la lógica mundana de números y encuestas, de contar con la fuerza de nuestras ideas, programas, estructuras, las “relaciones que cuentan”. Esto no va, esto debe ayudar un poco pero lo fundamental es la fuerza que el Espíritu te da para anunciar la verdad de Jesucristo, para anunciar el Evangelio. Las otras cosas son secundarias.
Ahora, hermanos y hermanas, pongámonos más directamente en la escuela del Concilio Vaticano II, releyendo algunos números del Decreto Ad gentes (AG), el documento sobre la actividad misionera de la Iglesia. Estos textos del Vaticano II conservan plenamente su valor incluso en nuestro contexto complejo y plural.
En primer lugar, este documento, Aa Gentes, invita a considerar el amor de Dios Padre, como una fuente, que «por su excesiva y misericordiosa benignidad, creándonos libremente y llamándonos además sin interés alguno a participar con Él en la vida y en la gloria. Esta es nuestra vocación. Difundió con liberalidad la bondad divina y no cesa de difundirla, de forma que el que es Creador del universo, se haga por fin "todo en todas las cosas" (1 Cor, 15,28), procurando a un tiempo su gloria y nuestra felicidad» (n. 2). Este pasaje es fundamental, porque dice que el amor del Padre tiene como destinatario a todo ser humano. El amor de Dios no es para un grupito solamente, no… para todos. Esa palabra metéosla bien en la cabeza y en el corazón: todos, todos, nadie excluido, así dice el Señor. Y este amor por cada ser humano es un amor que alcanza a cada hombre y mujer a través de la misión de Jesús, mediador de la salvación y nuestro redentor (cfr. AG, 3), y mediante la misión del Espíritu Santo (cfr. AG, 4), el cual, el Espíritu Santo, obra en cada uno, tanto en los bautizados como en los no bautizados. ¡El Espíritu Santo obra!
El Concilio, además, recuerda que es tarea de la Iglesia proseguir la misión de Cristo, el cual fue «enviado a evangelizar a los pobres» —prosigue el documento Ad gentes—, por eso «la Iglesia debe caminar, por moción del Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo, por el mismo camino que Cristo siguió, es decir, por el camino de la pobreza, de la obediencia, del servicio, y de la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que salió victorioso por su resurrección» (AG, 5). Si permanece fiel a este “camino”, la misión de la Iglesia es «la manifestación o epifanía del designio de Dios y su cumplimiento en el mundo y en su historia» (AG, 9).
Hermanos y hermanas, estas breves indicaciones nos ayudan también a comprender el sentido eclesial del celo apostólico de cada discípulo-misionero. El celo apostólico no es un entusiasmo, es otra cosa, es una gracia de Dios, que debemos custodiar. Debemos entender el sentido porque en el Pueblo de Dios peregrino y evangelizador no hay sujetos activos y sujetos pasivos. No están los que predican, los que anuncian el Evangelio de una manera u otra, y los que están callados. No. «Cada uno de los bautizados —dice la Evangelii Gaudium— cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de ilustración de su fe, es un agente evangelizador» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 120). ¿Tú eres cristiano? “Sí, he recibido el Bautismo…”. ¿Y tú evangelizas? “Pero ¿qué significa esto…?”. Si tú no evangelizas, si tú no das testimonio, si tú no das ese testimonio del Bautismo que has recibido, de la fe que el Señor te ha dado, tú no eres un buen cristiano. En virtud del Bautismo recibido y de la consecuente incorporación en la Iglesia, todo bautizado participa en la misión de la Iglesia y, en ella, a la misión de Cristo Rey, Sacerdote y Profeta. Hermanos y hermanas, este deber «es único e idéntico en todas partes y en todas las condiciones, aunque no se realice del mismo modo según las circunstancias» (AG, 6). Esto nos invita a no esclerotizarnos o fosilizarnos; nos rescata de esta inquietud que no es de Dios. El celo misionero del creyente se expresa también como búsqueda creativa de nuevos modos de anunciar y testimoniar, de nuevos modos para encontrar la humanidad herida de la que Cristo se hizo cargo. En definitiva, nuevos modos de prestar servicio al Evangelio y prestar servicio a la humanidad. La evangelización es un servicio. Si una persona se dice evangelizador y no tiene esa actitud, ese corazón de servidor, y se cree patrón, no es un evangelizador, no… es un pobre hombre.
Volver al amor fundamental del Padre y a las misiones del Hijo y del Espíritu Santo no nos encierra en espacios de estática tranquilidad personal. Al contrario, nos lleva a reconocer la gratuidad del don de la plenitud de vida a la que estamos llamados, este don por el cual alabamos y damos gracias a Dios. Este don no es solamente para nosotros, sino que es para darlo a los otros. Y nos lleva también a vivir cada vez más plenamente lo que hemos recibido compartiéndolo con los demás, con sentido de responsabilidad y recorriendo juntos los caminos, muchas veces tortuosos y difíciles de la historia, en la espera vigilante y laboriosa de su cumplimiento. Pidamos al Señor esta gracia, de tomar de la mano esta vocación cristiana y dar gracias al Señor por eso que nos ha dado, este tesoro. Y tratar de comunicarlo a los otros.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Proseguimos las catequesis sobre la pasión de evangelizar: no sólo sobre “evangelizar” sino la pasión de evangelizar y, en la escuela del Concilio Vaticano II, tratamos de entender mejor qué significa ser “apóstoles” hoy. La palabra “apóstol” nos trae a la mente el grupo de los Doce apóstoles elegidos por Jesús. A veces llamamos “apóstol” a algún santo, o más en general a los obispos: son apóstoles, porque van en nombre de Jesús. Pero ¿somos conscientes que el ser apóstoles se refiere a cada cristiano? ¿Somos conscientes de que se refiere a cada uno de nosotros? En efecto, estamos llamados a ser apóstoles —es decir, enviados— en una Iglesia que en el Credo profesamos como apostólica.
Por tanto, ¿qué significa ser apóstoles? Significa ser enviado para una misión. Ejemplar y fundacional es el acontecimiento en el que Cristo Resucitado manda a sus apóstoles al mundo, transmitiéndoles el poder que Él mismo ha recibido del Padre y donándoles su Espíritu. Leemos en el Evangelio de Juan: «Jesús les dijo otra vez: “La paz con vosotros”. Como el Padre me envió, también yo os envío”. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”» (20,21-22).
Otro aspecto fundamental del ser apóstol es la vocación, es decir la llamada. Ha sido así desde el principio, cuando el Señor Jesús «llamó a los que él quiso; y vinieron donde él» (Mc 3,13). Les constituyó como grupo, atribuyéndoles el título de “apóstoles”, para que estuvieran con Él y para enviarles en misión (cfr. Mc 3,14; Mt 10,1-42). San Pablo en sus cartas se presenta así: «Pablo, llamado a ser apóstol», es decir, enviado, (1 Cor 1,1) y también: «Pablo, siervo de Cristo, apóstol enviado por vocación, escogido para el Evangelio de Dios» (Rm 1,1). E insiste en el hecho de ser «apóstol, no de parte de los hombres ni por mediación de hombre alguno, sino por Jesucristo y Dios Padre, que le resucitó de entre los muertos» (Gal 1,1); Dios lo ha llamado desde el seno de su madre para anunciar el evangelio entre los gentiles (cfr. Gal 1,15-16).
La experiencia de los Doce apóstoles y el testimonio de Pablo nos interpelan también a nosotros hoy. Nos invitan a verificar nuestras actitudes, a verificar nuestras elecciones, nuestras decisiones, sobre la base de estos puntos firmes: todo depende de una llamada gratuita de Dios; Dios nos elige también para servicios que a veces parecen sobrepasar nuestras capacidades o no corresponder a nuestras expectativas; a la llamada recibida como don gratuito es necesario responder gratuitamente.
Dice el Concilio: «La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado» (Decr. Apostolicam actuositatem [AA], 2). Se trata de una llamada que es común, «como común es la dignidad de los miembros, que deriva de su regeneración en Cristo; común la gracia de la filiación; común la llamada a la perfección: una sola salvación, única la esperanza e indivisa la caridad» (LG, 32).
Es una llamada que se refiere tanto a aquellos que han recibido el sacramento del Orden, como a las personas consagradas, como a cada fiel laico, hombre o mujer, es una llamada a todos. Tú, el tesoro que has recibido con tu vocación cristiana, estás obligado a darlo: es la dinamicidad de la vocación, es la dinamicidad de la vida. Es una llamada que capacita para desempeñar de forma activa y creativa la propia tarea apostólica, en el seno de una Iglesia en la que «hay variedad de ministerios, pero unidad de misión. A los Apóstoles y a sus sucesores les confirió Cristo el encargo de enseñar, de santificar y de regir en su mismo nombre y autoridad. Mas también los laicos: todos vosotros; la mayoría de vosotros sois laicos. También los laicos, hechos partícipes del ministerio sacerdotal, profético y real de Cristo, cumplen su cometido en la misión de todo el pueblo de Dios en la Iglesia y en el mundo» (AA, 2).
En este cuadro, ¿cómo entiende el Concilio la colaboración del laicado con la jerarquía? ¿Cómo lo entiende? ¿Se trata de una mera adaptación estratégica a las nuevas situaciones que surgen? En absoluto, en absoluto: hay algo más, que va más allá de las contingencias del momento y que mantiene su propio valor también para nosotros. La Iglesia es así, es apostólica.
En el marco de la unidad de la misión, la diversidad de carismas y de ministerios no debe dar lugar, dentro del cuerpo eclesial, a categorías privilegiadas: aquí no hay una promoción, y cuando tú concibes la vida cristiana como una promoción, que el que está encima manda a los otros porque ha logrado trepar, esto no es cristianismo. Esto es paganismo puro. La vocación cristiana no es una promoción para ir hacia arriba, ¡no! Es otra cosa. Y si hay una cosa grande se debe a que, aunque «algunos, por voluntad de Cristo, han sido constituidos en un lugar quizá más importante, doctores, dispensadores de los misterios y pastores para los demás, existe una auténtica igualdad entre todos en cuanto a la dignidad y a la acción común a todos los fieles en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo» (LG, 32). ¿Quién tiene más dignidad en la Iglesia: el obispo, el sacerdote? No… todos somos cristianos al servicio de los demás. ¿Quién es más importante en la Iglesia: la monja o la persona común, bautizada, el niño, el obispo…? Todos son iguales, somos iguales y cuando una de las partes se cree más importante que los otros y levanta un poco la barbilla, se equivoca. Eso no es la vocación de Jesús. La vocación que Jesús da, a todos —también a aquellos que parecen estar en lugares más altos—, es el servicio, servir a los otros, humillarte. Si tú encuentras una persona que en la Iglesia tiene una vocación más alta y tú la ves vanidosa, tú dirás: “Pobrecillo”; reza por él porque no ha entendido qué es la vocación de Dios. La vocación de Dios es adoración al Padre, amor a la comunidad y servicio. Esto es ser apóstoles, este es el testimonio de los apóstoles.
La cuestión de la igualdad en dignidad nos pide que reflexionemos sobre muchos aspectos de nuestras relaciones, que son decisivas para la evangelización. Por ejemplo, ¿somos conscientes del hecho de que con nuestras palabras podemos dañar la dignidad de las personas, arruinando así las relaciones dentro de la Iglesia? Mientras tratamos de dialogar con el mundo, ¿sabemos también dialogar entre nosotros creyentes? ¿O en la parroquia uno va contra otro, uno habla mal del otro para trepar más? ¿Sabemos escuchar para comprender las razones del otro, o nos imponemos, quizá también con palabras suaves? Escuchar, humillarse, estar al servicio de los otros: esto es servir, esto es ser cristiano, esto es ser apóstol.
Queridos hermanos y hermanas, no temamos plantearnos estas preguntas. Huyamos de la vanidad, de la vanidad de los puestos. Estas palabras nos pueden ayudar a verificar la forma en la que vivimos nuestra vocación bautismal, cómo vivimos nuestra forma de ser apóstoles en una Iglesia apostólica, que está al servicio de los demás.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy nos ponemos a la escucha de la “carta magna” de la evangelización en el mundo contemporáneo: la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi de san Pablo VI (EN, 8 de diciembre de 1975). Es actual, fue escrita en 1975, pero es como si hubiera sido escrita ayer. La evangelización es más que una simple transmisión doctrinal y moral. Es en primer lugar testimonio: no se puede evangelizar sin testimonio; testimonio del encuentro personal con Jesucristo, Verbo Encarnado en el cual la salvación se ha cumplido. Un testimonio indispensable porque, ante todo, el mundo necesita «evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan familiarmente» (EN, 76). No es transmitir una ideología o una “doctrina” sobre Dios, no. Es transmitir a Dios que se hace vida en mí: esto es dar testimonio; y además porque «el hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, […] o si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio» (ibid., 41). El testimonio de Cristo, por tanto, es al mismo tiempo el primer medio de la evangelización (cf. ibid.) y condición esencial para su eficacia (cf. ibid., 76), para que sea fructuoso el anuncio del Evangelio. Ser testigos.
Es necesario recordar que el testimonio comprende también la fe profesada, es decir, la adhesión convencida y manifiesta a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, que por amor nos ha creado, nos ha redimido. Una fe que nos transforma, que transforma nuestras relaciones, los criterios y los valores que determinan nuestras elecciones. El testimonio, por tanto, no puede prescindir de la coherencia entre lo que se cree y lo que se anuncia y lo que se vive. No se es creíble solamente diciendo una doctrina o una ideología, no. Una persona es creíble si tiene armonía entre lo que cree y lo que vive. Muchos cristianos solamente dicen que creen, pero viven de otra cosa, como si no lo fueran. Y esto es hipocresía. Lo contrario del testimonio es la hipocresía. Cuántas veces hemos escuchado “ah, este va a misa todos los domingos, y después vive así, así, así, así”: es verdad, es el contratestimonio.
Cada uno de nosotros está llamado a responder a tres preguntas fundamentales, así formuladas por Pablo VI: “¿Creéis verdaderamente en lo que anunciáis? ¿Vivís lo que creéis? ¿Predicáis verdaderamente lo que vivís?” (cf. ibid.). Hay una armonía: ¿crees en lo que anuncias? ¿Tú vives lo que crees? ¿Tú anuncias lo que vives? No nos podemos conformar con respuestas fáciles, preconfeccionadas. Estamos llamados a aceptar también el riesgo desestabilizante de la búsqueda, confiando plenamente en la acción del Espíritu Santo que obra en cada uno de nosotros, impulsándonos a ir siempre más allá: más allá de nuestros confines, más allá de nuestras barreras, más allá de nuestros límites, de cualquier tipo.
En este sentido, el testimonio de una vida cristiana conlleva un camino de santidad, basado en el Bautismo, que nos hace «partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santos» (Const. dogm. Lumen gentium, 40). Una santidad que no está reservada a pocos; que es don de Dios y requiere ser acogido y que fructifique para nosotros y para los demás. Nosotros elegidos y amados por Dios, debemos llevar este amor a los otros. Pablo VI enseña que el celo por la evangelización brota de la santidad, brota del corazón que está lleno de Dios. Alimentada por la oración y sobre todo del amor por la Eucaristía, la evangelización a su vez hace crecer en santidad a la gente que la realiza (cf. EN, 76). Al mismo tiempo, sin la santidad la palabra dela evangelizador «difícilmente abrirá brecha en el corazón de los hombres de este tiempo», sino que «corre el riesgo de hacerse vana e infecunda» (ibid.).
Entonces, debemos ser conscientes que los destinatarios de la evangelización no son solamente los otros, aquellos que profesan otros credos o que no los profesan, sino también nosotros mismos, creyentes en Cristo y miembros activos del Pueblo de Dios. Y debemos convertirnos cada día, acoger la palabra de Dios y cambiar de vida: cada día. Y así se hace la evangelización del corazón. Para dar este testimonio, también la Iglesia en cuanto tal debe comenzar con la evangelización de sí misma. Si la Iglesia no se evangeliza a sí misma se queda en una pieza de museo. En cambio, lo que la actualiza constantemente es la evangelización de sí misma. Necesita escuchar sin cesar lo que debe creer, las razones de su esperanza, el mandamiento nuevo del amor. La Iglesia, que es un pueblo de Dios inmerso en el mundo y, con frecuencia, tentado por los ídolos —muchos— siempre necesita oír proclamar las obras de Dios. En una palabra, esto quiere decir que la Iglesia siempre tiene necesidad de ser evangelizada, tiene necesidad de tomar el Evangelio, rezar y sentir la fuerza del Espíritu que va cambiando el corazón (cf. EN, 15).
Una Iglesia que se evangeliza para evangelizar es una Iglesia que, guiada por el Espíritu Santo, está llamada a recorrer un camino exigente, un camino de conversión, de renovación. Esto conlleva también la capacidad de cambiar los modos de comprender y vivir su presencia evangelizadora en la historia, evitando refugiarse en las cómodas zonas de la lógica del “siempre se ha hecho así”. Son refugios que enferman la Iglesia. La Iglesia debe ir adelante, debe crecer continuamente, así permanecerá joven. Esta Iglesia está completamente dirigida a Dios, por tanto, es partícipe de su proyecto de salvación para la humanidad, y, al mismo tiempo, enteramente dirigida hacia la humanidad. La Iglesia debe ser una Iglesia que encuentra dialógicamente el mundo contemporáneo, que teje relaciones fraternas, que genera espacios de encuentro, aplicando buenas prácticas de hospitalidad, de acogida, de reconocimiento e integración del otro y de la alteridad, y que cuida de la casa común que es la creación. Es decir, una Iglesia que encuentra dialógicamente el mundo contemporáneo, dialoga con el mundo contemporáneo, pero que encuentra cada día al Señor y dialoga con el Señor, y deja entrar al Espíritu Santo que es el protagonista de la evangelización. Sin el Espíritu Santo nosotros podremos solamente hacer publicidad de la Iglesia, no evangelizar. Es el Espíritu Santo en nosotros, lo que nos impulsa hacia la evangelización y esta es la verdadera libertad de los hijos de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, os renuevo la invitación a leer y releer la Evangelii nuntiandi: os digo la verdad, yo la leo a menudo, porque es la obra maestra de san Pablo VI, es la herencia que nos ha dejado a nosotros para evangelizar.
¡Queridos hermanos y hermanas buenos días!
En el camino de catequesis sobre el celo apostólico, empezamos hoy a mirar a algunas figuras que, en formas y tiempos diferentes, han dado testimonio ejemplar de qué quiere decir pasión por el Evangelio. Y, naturalmente, el primer testigo es el apóstol Pablo. A él quisiera dedicar dos catequesis.
La historia de Pablo de Tarso es emblemática sobre este argumento. En el primer capítulo de la Carta los Gálatas, así como en la narración de los Hechos de los Apóstoles, podemos detectar que su celo por el Evangelio aparece después de su conversión, y toma el lugar de su precedente celo por el judaísmo. Era un hombre celante por la ley de Moisés, por el judaísmo y después de la conversión este celo continúa, pero para proclamar, para predicar a Jesucristo. Pablo era un enamorado de Jesús. Saulo —el primer nombre de Pablo— ya era celante, pero Cristo convierte su celo: de la Ley al Evangelio. Su impulso primero quería destruir la Iglesia, después, en cambio, la construye. Nos podemos preguntar: ¿qué ha sucedido, que sucede de la destrucción a la construcción? ¿Qué ha cambiado en Pablo? ¿En qué sentido su celo, su impulso por la gloria de Dios ha sido transformado?
Santo Tomás de Aquino enseña que la pasión, desde el punto de vista moral, no es ni buena ni mala: su uso virtuoso la hace moralmente buena, el pecado la hace mala [1]. En el caso de Pablo, lo que le ha cambiado no es una simple idea o una convicción: ha sido el encuentro con el Señor resucitado —no olvidéis esto, lo que cambia una vida es el encuentro con el Señor—, para Saulo ha sido el encuentro con el Señor resucitado lo que ha transformado todo su ser. La humanidad de Pablo, su pasión por Dios y su gloria no es aniquilada, sino transformada, “convertida” por el Espíritu Santo. El único que puede cambiar nuestros corazones es el Espíritu Santo. Y así para cada aspecto de su vida. Precisamente como sucede en la Eucaristía: el pan y el vino no desaparecen, sino que se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. El celo de Pablo permanece, pero se convierte en celo de Cristo. Cambia el sentido, pero el celo es el mismo. Al Señor se le sirve con nuestra humanidad, con nuestras prerrogativas y nuestras características, pero lo que cambia todo no es una idea, sino la vida auténtica, como dice el mismo Pablo: «El que está en Cristo, es una nueva creación: pasó lo viejo, todo es nuevo» ( 2 Cor 5,17). El encuentro con Jesús te cambia desde dentro, te hace otra persona. Si uno está en Cristo es una nueva criatura, este es el sentido de ser una nueva criatura. Convertirse en cristiano no es un maquillaje que te cambia la cara, ¡no! Si tú eres cristiano te cambia el corazón, pero si tú eres cristiano de apariencia, esto no va bien… cristianos de maquillaje no está bien. El verdadero cambio es del corazón. Y esto le sucedió a Pablo.
La pasión por el Evangelio no es una cuestión de comprensión o de estudios, que también son necesarios pero no la generan; significa más bien recorrer esa misma experiencia de “caída y resurrección” que Saulo/Pablo vivió y que está en el origen de la transfiguración de su impulso apostólico. Tú puedes estudiar toda la teología que quieras, tú puedes estudiar la Biblia y todo eso y convertirte en ateo o mundano, no es una cuestión de estudios; ¡en la historia ha habido muchos teólogos ateos! Estudiar es necesario, pero no genera la nueva vida de gracia. De hecho, como dice san Ignacio de Loyola: «No el mucho saber harta y satisface al anima, mas el sentir y gustar de las cosas internamente» [2]. Se trata de las cosas que te cambian dentro, que te hacen saber otra cosa, gustar otra cosa. Cada uno de nosotros piense en esto: “¿Yo soy religioso?” – “De acuerdo” – “¿Yo rezo?” – “Sí” – “¿Yo trato de cumplir los mandamientos?” – “Sí” – “Pero ¿dónde está Jesús en mi vida?” – “Ah no, yo hago lo que manda la Iglesia”. Pero Jesús ¿dónde está? ¿Has encontrado a Jesús? ¿Has hablado con Jesús? ¿Lees el Evangelio o hablas con Jesús? ¿Te acuerdas de quién es Jesús? Y esto es algo que nos falta muchas veces. Cuando Jesús entra en tu vida, como entró en la vida de Pablo, Jesús entra, cambia todo. Muchas veces hemos escuchado comentarios sobre la gente: “Mira ese otro, que era un desgraciado y ahora es un hombre bueno, una mujer buena… ¿Quién lo ha cambiado? Jesús, ha encontrado a Jesús. Tu vida que es cristiana ¿ha cambiado? “Eh, no, más o menos, sí…”. Si no ha entrado Jesús en tu vida no ha cambiado. Tú puedes ser cristiano por fuera solamente. No, debe entrar Jesús y esto te cambia y esto le sucedió a Pablo. Es necesario encontrar a Jesús y por esto Pablo decía que el amor de Cristo nos impulsa, lo que te lleva adelante. El mismo cambio les sucedió a todos los santos, que cuando encontraron a Jesús fueron adelante.
Podemos hacer una ulterior reflexión sobre el cambio que tiene lugar en Pablo, el cual de perseguidor se convirtió en apóstol de Cristo. Notemos que en él se verifica una especie de paradoja: mientras se considera justo delante de Dios, se siente autorizado a perseguir, a arrestar, incluso a matar, como en el caso de Esteban; pero cuando iluminado por el Señor Resucitado descubre haber sido “un blasfemo y un violento” (cfr. 1 Tm 1, 13) —así dice de sí mismo: “yo he sido un blasfemador y un violento”—, entonces empieza a ser realmente capaz de amar. Y este es el camino. Si uno de nosotros dice: “Ah, gracias Señor, porque soy una persona buena, yo hago cosas buenas, no hago pecados grandes…”. Este no es un buen camino, este es un camino de autosuficiencia, es un camino que no te justifica, te hace un católico elegante, pero un católico elegante no es un católico santo, es elegante. El verdadero católico, el verdadero cristiano es el que recibe a Jesús dentro, que cambia el corazón. Esta es la pregunta que os hago a todos vosotros hoy: ¿qué significa Jesús para mí? ¿Le he dejado entrar en mi corazón o solamente lo tengo a mano pero que no vaya muy dentro? ¿Me he dejado cambiar por Él? O Jesús es solamente una idea, una teología que va adelante… Y el celo es que cuando uno encuentra a Jesús siente el fuego y como Pablo debe predicar a Jesús, debe hablar de Jesús, debe ayudar a la gente, debe hacer cosas buenas. Cuando uno encuentra la idea de Jesús permanece un ideólogo del cristianismo y esto no salva, solamente Jesús nos salva, si tú lo has encontrado y le has abierto la puerta de tu corazón. ¡La idea de Jesús no te salva! Que el Señor nos ayude a encontrar a Jesús, a encontrarnos con Jesús, y que Jesús desde dentro nos cambie la vida y nos ayude a ayudar a los demás.
[1] Cfr. Quaestio “De veritate” 24, 7.
[2] Ejercicios espirituales, Anotaciones, 2, 4.
Lectura bíblica: Ef 6,13-15
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Después de haber visto, hace dos semanas, el impulso personal de san Pablo por el Evangelio, podemos reflexionar hoy más profundamente sobre el celo evangélico, así como él mismo habla sobre ello y lo describe en algunas de sus cartas.
En virtud de su propia experiencia, Pablo no ignora el peligro de un celo distorsionado, orientado en una dirección equivocada; en este peligro había caído él mismo antes de su caída providencial en el camino de Damasco. A veces tenemos que lidiar con una preocupación mal orientada, obstinada en la observancia de normas puramente humanas y obsoletas para la comunidad cristiana. «El celo – escribe el Apóstol – que ésos muestran por vosotros no es bueno» (Gal 4,17).
No podemos ignorar la preocupación con la que algunos se dedican a ocupaciones equivocadas también en la misma comunidad cristiana; se puede presumir de un falso impulso evangélico mientras se está persiguiendo en realidad la vanagloria o las propias convicciones o un poco el amor de uno mismo.
Por esto nos preguntamos: ¿cuáles son las características del celo evangélico verdadero según Pablo? Para esto, me parece útil el texto que hemos escuchado al inicio, una lista de “armas” que el Apóstol indica para la batalla espiritual. Entre estas está la prontitud para propagar el Evangelio, traducida por algunos como “celo” —esta persona es un celante en el llevar adelante estas ideas, estas cosas—, e indicada como un “calzado”. ¿Por qué? ¿Por qué el impulso por el Evangelio está vinculado a lo que se pone en los pies? Esta metáfora hace referencia a un texto del profeta Isaías, que dice así: «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia salvación, que dice a Sión: “Ya reina tu Dios”!» (52,7).
También aquí encontramos la referencia a los pies de un anunciador de buenas noticias. ¿Por qué? Porque quien va a anunciar debe moverse, ¡debe caminar! Pero notamos también que Pablo, en ese texto, habla del calzado como parte de una armadura, según la analogía del equipamiento de un soldado que va a la batalla: en los combates era fundamental tener estabilidad de apoyo, para evitar las insidias del terreno, porque a menudo el adversario llenaba de trampas en el campo de batalla, y para tener la fuerza necesaria para correr y moverse en la dirección adecuada. Por esto, el calzado es para correr y evitar todas estas cosas del adversario.
El celo evangélico es el apoyo en el que se basa el anuncio, y los anunciadores son un poco como los pies del cuerpo de Cristo que es la Iglesia. No hay anuncio sin movimiento, sin “salida”, sin iniciativa. Esto quiere decir que no hay cristiano si no en camino, no es un cristiano si el cristiano no sale de sí mismo para ponerse en camino y llevar un anuncio. No hay anuncio sin movimiento, sin camino. No se anuncia el Evangelio parados, encerrados en una oficina, en el escritorio o en el ordenador haciendo polémicas como “leones de teclado” y sustituyendo la creatividad del anuncio con el corta y pega de ideas recogidas aquí y allí. El Evangelio se anuncia moviéndose, caminando, yendo.
El término usado por Pablo, para indicar el calzado de quien lleva el Evangelio, es una palabra griega que denota disposición, preparación, presteza. Es lo contrario de la dejadez, incompatible con el amor. De hecho, en otra parte Pablo dice: «con un celo sin negligencia; con espíritu fervoroso; sirviendo al Señor» (Rm 12,11). Esta actitud era lo que se pedía en el Libro del Éxodo para celebrar el sacrificio de la liberación pascual: «Así lo habéis de comer: ceñidas vuestras cinturas, calzados vuestros pies, y el bastón en vuestra mano; y lo comeréis deprisa. Es Pascua de Yahveh. Yo pasaré esta noche» (12,11-12a).
Un anunciador está preparado para partir, y sabe que el Señor pasa de forma sorprendente; por tanto, debe estar libre de esquemas y predispuesto a una acción inesperada y nueva: preparado para las sorpresas. Quien anuncia el Evangelio no puede estar fosilizado en jaulas de plausibilidad o en el “siempre se ha hecho así”, sino que debe estar preparado para seguir una sabiduría que no es de este mundo, como dice Pablo hablando de sí mismo: «Y mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del Espíritu y del poder para que vuestra fe se fundase, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios» (1 Cor 2,4-5).
Pues bien, hermanos y hermanas, es importante tener esta prontitud a la novedad del Evangelio, esta actitud que es un impulso, un tomar la iniciativa, un ir el primero. Es un no dejarse escapar las ocasiones para promulgar el anuncio del Evangelio de paz, esa paz que Cristo sabe dar más y mejor de como la da el mundo. Y por esto os exhorto a ser evangelizadores que se mueven, sin miedo, que van adelante, para llevar la belleza de Jesús, para llevar la novedad de Jesús que cambia todo. “Sí, Padre, cambia el calendario, porque ahora nosotros contamos los años antes de Jesús…” – “Pero también, cambia el corazón: ¿y tú estás dispuesto a dejar que Jesús te cambie el corazón? ¿O tú eres un cristiano tibio, que no se mueve? Piensa un poco: ¿tú eres un entusiasta de Jesús, vas adelante? Piensa un poco…
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hablando de la evangelización y hablando del celo apostólico, después de haber considerado el testimonio de san Pablo, verdadero “campeón” de celo apostólico, hoy nuestra mirada se dirige no a una única figura, sino a la constelación de los mártires, hombres y mujeres de todas las edades, lenguas y naciones que han dado la vida por Cristo, que han derramado la sangre por confesar a Cristo. Después de la generación de los Apóstoles, han sido ellos, por excelencia, los “testigos” del Evangelio. Los mártires: el primero fue el diácono san Esteban, lapidado fuera de las murallas de Jerusalén. La palabra “martirio” deriva del griego martyria, que significa precisamente testimonio. Un mártir es un testigo, uno que da testimonio hasta derramar la sangre. Sin embargo, enseguida en la Iglesia se usó la palabra mártir para indicar a quien daba testimonio hasta el derramamiento de la sangre [1]. Es decir, en un principio la palabra mártir indicaba el testimonio dado todos los días, luego se utilizó para indicar al que da vida con el derramamiento.
Pero, los mártires no deben ser vistos como “héroes” que han actuado individualmente, como flores que han brotado en un desierto, sino como frutos maduros y excelentes de la viña del Señor, que es la Iglesia. En particular, los cristianos, participando asiduamente de la celebración de la Eucaristía, eran conducidos por el Espíritu a configurar su vida en la base de ese misterio de amor: es decir, sobre el hecho que el Señor Jesús había dado su vida por ellos y, por tanto, también ellos podían y debían dar la vida por Él y por los hermanos. Una gran generosidad, el camino de testimonio cristiano. San Agustín subraya a menudo esta dinámica de gratitud y de intercambio gratuito del don. Esto es, por ejemplo, lo que él predicaba con ocasión de la fiesta de san Lorenzo: «Ejercía el oficio de diácono. Allí administró la sagrada sangre de Cristo y allí derramó la suya por el nombre de Cristo. El misterio de esta cena lo expuso con toda claridad el bienaventurado apóstol Juan al decir: “Como Cristo entregó su vida por nosotros, así también nosotros debemos entregarla por nuestros hermanos” (1Jn 3,16) Esto, hermanos, lo entendió san Lorenzo; lo comprendió y lo realizó. En efecto, preparó cosas semejantes a las tomadas en aquella mesa. Amó a Cristo en su vida y le imitó en su muerte» (Sermón 304,14; PL 38, 1395-1397). Así san Agustín explicaba el dinamismo espiritual que animaba a los mártires. Con estas palabras: los mártires aman a Cristo en su vida y lo imitan en su muerte.
Hoy, queridos hermanos y hermanas, recordamos a todos los mártires que han acompañado la vida de la Iglesia. Estos, como ya dije tantas veces, son más numerosos en nuestro tiempo que en los primeros siglos. Hoy hay muchos mártires en la Iglesia, muchos, porque por confesar la fe cristiana son expulsados de la sociedad o van a la cárcel… Son muchos. El Concilio Vaticano II nos recuerda que «el martirio, en el que el discípulo se asemeja al Maestro, que aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo, y se conforma a Él en la efusión de su sangre, es estimado por la Iglesia como un don eximio y la suprema prueba de amor» (Const. Lumen gentium, 42). Los mártires, imitando a Jesús y con su gracia, convierten la violencia de quien rechaza el anuncio en una ocasión suprema de amor, que llega hasta el perdón de los propios verdugos. Interesante esto: los mártires perdonan siempre a los verdugos. Esteban, el primer mártir, murió rezando: “Señor, perdónales, no saben lo que hacen”. Los mártires rezan por los verdugos.
Si bien son solo algunos a los que se les pide el martirio, «todos deben estar prestos a confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle, por el camino de la cruz, en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia» (ibid., 42). Pero, ¿esto de las persecuciones es cosa de entonces? No, no: hoy. Hoy hay persecuciones contra los cristianos en el mundo, muchos, muchos. Son más los mártires de hoy que los de los primeros tiempos. Los mártires nos muestran que todo cristiano está llamado al testimonio de la vida, también cuando no llega al derramamiento de la sangre, haciendo de sí mismo un don a Dios y a los hermanos, imitando a Jesús.
Y quisiera concluir recordando el testimonio cristiano presente en cada rincón de la tierra. Pienso, por ejemplo, en Yemen, una tierra desde hace muchos años herida por una guerra terrible, olvidada, que ha dejado tantos muertos y que todavía hoy hace sufrir a tanta gente, especialmente a los niños. Precisamente en esta tierra ha habido testimonios luminosos de fe, como el de las hermanas Misioneras de la Caridad, que han dado la vida allí. Todavía hoy están presentes en Yemen, donde ofrecen asistencia a ancianos enfermos y a personas con discapacidad. Algunas de ellas han sufrido el martirio, pero las otras siguen, arriesgan la vida y van adelante. Acogen a todos, de cualquier religión, porque la caridad y la fraternidad no tiene confines. En julio de 1998 Sor Aletta, Sor Zelia y Sor Michael, mientras volvían a casa después de la misa fueron asesinadas por un fanático, porque eran cristianas. Más recientemente, poco después del inicio del conflicto todavía en curso, en marzo de 2016, Sor Anselm, Sor Marguerite, Sor Reginette y Sor Judith fueron asesinadas junto a algunos laicos que las ayudaban en la obra de la caridad entre los últimos. Son los mártires de nuestro tiempo. Entre estos laicos asesinados, además de cristianos había fieles musulmanes que trabajaban con las hermanas. Nos conmueve ver cómo el testimonio de sangre puede unir personas de religiones diferentes. Nunca se debe asesinar en nombre de Dios, porque para Él somos todos hermanos y hermanas. Pero juntos se puede dar la vida por los otros.
Recemos para que no nos cansemos de testimoniar el Evangelio también en tiempo de tribulación. Que todos los santos y las santas mártires sean semillas de paz y de reconciliación entre los pueblos por un mundo más humano y fraterno, esperando que se manifieste en plenitud el Reino de los cielos, cuando Dios será todo en todos (cfr. 1 Cor 15,28).
[1] Orígenes, In Johannem, II, 210: «Cualquiera que dé testimonio de la verdad, ya sea de palabra o de hecho, o actuando de cualquier modo en su favor, puede legítimamente ser llamado testigo. Pero el nombre de testigo (martyres) en sentido propio, la comunidad de hermanos, sorprendida por la fortaleza de los que lucharon por la verdad o la virtud hasta la muerte, ha tomado la costumbre de reservarlo para los que han testificado el misterio de la verdadera religión con el derramamiento de sangre».
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Proseguimos las catequesis sobre los testigos del celo apostólico. Empezamos por san Pablo y la vez pasada vimos los mártires, que anuncian a Jesús con la vida, hasta donarla por Él y por el Evangelio. Pero hay otro gran testimonio que atraviesa la historia de la fe: el de las monjas y los monjes, hermanas y hermanos que renuncian a sí mismos, renuncian al mundo para imitar a Jesús en el camino de la pobreza, la castidad y la obediencia y para interceder a favor de todos. Sus vidas hablan de sí, pero nosotros podríamos preguntarnos: ¿cómo puede la gente que vive en un monasterio ayudar al anuncio del Evangelio? ¿No sería mejor que usaran sus energías en la misión? ¿Saliendo del monasterio y predicando el Evangelio fuera del monasterio? En realidad, los monjes son el corazón palpitante del anuncio, su oración es oxígeno para todos los miembros del Cuerpo de Cristo, su oración es la fuerza invisible que sostiene la misión. No es casualidad que la patrona de las misiones sea una monja, santa Teresa del Niño Jesús. Escuchemos cómo descubrió su vocación, escribió esto: «Comprendí que sólo el amor podía hacer actuar a los miembros de la Iglesia; que, si el amor llegaba a apagarse, los apóstoles ya no anunciarían el Evangelio y los mártires se negarían a derramar su sangre... Comprendí que el amor encerraba en si? todas las vocaciones […]. Entonces, al borde de mi alegría delirante, exclame?: ¡Jesús, amor mío..., al fin he encontrado mi vocación! ¡Mi vocación es el amor...! […] En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor» (Manuscrito autobiográfico “B”, 8 de septiembre de 1896). Los contemplativos, los monjes, las monjas: gente que reza, trabaja, reza en silencio, por toda la Iglesia. Y esto es el amor: es el amor que se expresa rezando por la Iglesia, trabajando por la Iglesia, en los monasterios.
Este amor por todos anima la vida de los monjes y se traduce en su oración de intercesión. Al respecto quisiera traeros como ejemplo a san Gregorio de Narek, doctor de la Iglesia. Es un monje armenio, que vivió en torno al año 1000, que nos ha dejado un libro de oraciones, en el cual se ha derramado la fe del pueblo armenio, el primero en abrazar el cristianismo; un pueblo que, aferrado a la cruz de Cristo, ha sufrido tanto a lo largo de la historia. Y san Gregorio pasó en el monasterio de Narek casi toda su vida. Allí aprendió a escrutar las profundidades del alma humana y, fundiendo poesía y oración, marcó la cima tanto de la literatura como de la espiritualidad armenia. El aspecto que más conmueve en él es precisamente la solidaridad universal de la que es intérprete. Y entre los monjes y las monjas hay una solidaridad universal: cualquier cosa que sucede en el mundo, encuentra lugar en su corazón y rezan. El corazón de los monjes y las monjas es un corazón que capta como una antena, capta qué sucede en el mundo y reza e intercede por esto. Y así viven en unión con el Señor y con todos. Escribe san Gregorio de Narek: «Yo cargué voluntariamente todas las culpas, desde las del primer padre hasta las del último de sus descendientes» (Libro de las Lamentaciones, 72).
Y como hizo Jesús, los monjes toman sobre ellos los problemas del mundo, las dificultades, las enfermedades, tantas cosas, y rezan por los demás. Y estos son los grandes evangelizadores. ¿Cómo es que los monasterios viven encerrados y evangelizan? Porque con la palabra, el ejemplo, la intercesión y el trabajo cotidiano, los monjes son un puente de intercesión por todas las personas y por los pecados. Ellos lloran también con las lágrimas, lloran por sus pecados —todos somos pecadores— y también lloran por los pecados del mundo, y rezan e interceden con las manos y el corazón hacia lo alto.
Pensemos un poco en esta —permitidme la palabra— “reserva” que nosotros tenemos en la Iglesia: son la verdadera fuerza, la verdadera fuerza que lleva adelante al pueblo de Dios y de aquí viene la costumbre de que la gente —el pueblo de Dios— cuando encuentra a un consagrado, una consagrada, dice: “Reza por mí, reza por mí”, porque sabe que hay una oración de intercesión. Nos hará bien —si podemos— visitar algún monasterio, porque ahí se reza y se trabaja. Cada uno tiene su propia regla, pero las manos siempre están ocupadas: ocupadas con el trabajo, ocupadas con la oración. Que el Señor nos dé nuevos monasterios, nos dé monjes y monjas que lleven adelante la Iglesia con su intercesión. Gracias.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Prosiguiendo nuestro itinerario de la Catequesis con algunos modelos ejemplares de celo apostólico… recordemos que estamos hablando de evangelización, de celo apostólico, de llevar el nombre de Jesús, y hay muchas mujeres y hombres en la historia que lo han hecho de manera ejemplar. Hoy, por ejemplo, elegimos a san Francisco Javier, que es considerado, dicen algunos, como el más grande misionero de los tiempos modernos. Pero no se puede decir quién es el más grande, quién es el más pequeño... Hay tantos misioneros ocultos, que incluso hoy, hacen mucho más que san Francisco Javier. Y Javier es el patrón de las misiones, como santa Teresa del Niño Jesús. Pero un misionero es grande cuando va. Y hay muchos, muchos, sacerdotes, laicos, monjas, que van a las misiones, también de Italia, y muchos de ustedes. Cuando, por ejemplo, me presentan la historia de un sacerdote candidato a obispo: pasó diez en la misión de tal lugar... esto es grande, salir de la patria para predicar el Evangelio. Es el celo apostólico. Y esto debemos cultivarlo mucho. Y mirando la figura de estos hombres, de estas mujeres, aprendemos.
San Francisco Javier nace de una familia noble pero empobrecida de Navarra, en el norte de España, en 1506. Va a estudiar a París ?es un joven de mundo, inteligente, capaz?. Allí encuentra a Ignacio de Loyola que le da ejercicios espirituales y le cambia la vida. Y deja toda su carrera mundana para hacerse misionero. Se hace jesuita, toma sus votos. Luego se convierte en sacerdote, y va a evangelizar, enviado a Oriente. En aquella época los viajes de los misioneros a Oriente... era enviarlos a mundos desconocidos. Y él va, porque estaba lleno de celo apostólico.
Inicia así, en los tiempos modernos, el primero de un numeroso grupo de misioneros apasionados, preparados para soportar fatigas y peligros inmensos, a alcanzar tierras y encontrar pueblos con culturas y lenguas completamente desconocidas, impulsados sólo por el fortísimo deseo de dar a conocer a Jesucristo y su Evangelio.
En poco más de once años realizará una obra extraordinaria. Fue misionero durante once años más o menos. Los viajes en nave en aquella época eran durísimos, y peligrosos. Muchos morían en el viaje por naufragios o enfermedades. Hoy desgraciadamente mueren porque les dejamos morir en el Mediterráneo... Javier pasa en las naves más de tres años y medio, un tercio de la duración de su misión. En los barcos pasa más de tres años y medio, yendo a la India, y luego de la India a Japón.
Al llegar a Goa, en la India, la capital del Oriente portugués, la capital cultural y también comercial, Javier pone su base, pero no se detiene allí. Va a evangelizar a los pobres pescadores de la costa meridional de la India, enseñando catecismo y oraciones a los niños, bautizando y cuidando a los enfermos. Después, durante una oración nocturna ante la tumba del apóstol san Bartolomé, siente que debe ir más allá de la India. Deja en buenas manos el trabajo que ya había iniciado y zarpa con valentía hacia las Molucas, las islas más lejanas del archipiélago indonesio. Para esta gente no había horizontes, iban más allá... ¡Qué valor tenían estos santos misioneros! También los de ahora, aunque no van en barco durante tres meses, van en avión durante 24 horas, pero cuando llegan allí es lo mismo. Hay que estar allí, y recorrer tantos kilómetros, internarse en los bosques... Y Javier, en las Molucas, pone en verso y en el idioma local el catecismo y enseña a cantar el catecismo, que con el canto se aprende mejor. Por sus cartas entendemos bien cuáles eran sus sentimientos. Escribe: «Los peligros y los sufrimientos, aceptados voluntariamente y únicamente por amor y servicio de Dios nuestro Señor, son ricos tesoros de grandes consolaciones espirituales. ¡Aquí dentro de algunos años uno podría perder los ojos por demasiadas lágrimas de alegría!» (20 de enero de 1548). Lloraba de alegría al ver la obra del Señor.
Un día, en India, se encuentra con un japonés, que le habla de su lejano país, donde ningún misionero europeo había ido antes. Y Francisco Javier tenía la inquietud del apóstol, ir más lejos, más allá, y decide partir lo antes posible, y llega después de un viaje lleno de aventuras en el junco de un chino. Los tres años en Japón son durísimos, por el clima, las oposiciones y el desconocimiento de la lengua, pero también aquí las semillas plantadas darán grandes frutos.
El gran soñador, Javier, en Japón entiende que el país decisivo para la misión en Asia era otro: China, que con su cultura, su historia, su grandeza, ejercía de hecho un predominio en toda esa parte del mundo. También hoy, China es un polo cultural, con una gran historia, una hermosa historia... Por eso vuelve a Goa y poco después se embarca de nuevo esperando poder entrar en China. Pero su plan fracasa: muere a las puertas de China, en una isla, la pequeña isla de Sancián, frente a las costas de China esperando en vano poder desembarcar en tierra firme cerca de Cantón. El 3 de diciembre de 1522, muere en completo abandono, sólo un chino junto a él a velarle. Así termina el viaje terreno de Francisco Javier. Había envejecido, ¿cuántos años tenía? ¿Ochenta ya? No... Tenía solamente cuarenta y seis años, había pasado su vida en la misión, con celo. Dejó la culta España y llegó al país más culto del mundo en aquel momento, China, y murió ante la gran China, acompañado de un chino. ¡Todo un símbolo!
Su intensa actividad estuvo siempre unida a la oración, a la unión con Dios, mística y contemplativa. Nunca abandonó la oración, porque sabía que ahí reside la fuerza. Dondequiera que estaba, cuidaba mucho de los enfermos, los pobres y los niños. No era un misionero "aristocrático": siempre iba con los más necesitados, los niños que más necesitaban educación, catequesis, los pobres, los enfermos... Iba hasta las fronteras de la asistencia donde creció en grandeza. El amor de Cristo fue la fuerza que lo llevó hasta los confines más lejanos, con continuas fatigas y peligros, superando fracasos, decepciones y desánimos, más aún, dándole consuelo y alegría para seguirlo y servirlo hasta el final.
Que san Francisco Javier que hizo esta gran cosa, en tal pobreza, y con tal valentía, nos dé un poco de este celo, de este celo para vivir el Evangelio y anunciar el Evangelio. A muchos jóvenes de hoy que tienen algo de inquietud y no saben qué hacer con esa inquietud, le digo: Miren a Francisco Javier, miren el horizonte del mundo, miren a los pueblos tan necesitados, miren a tanta gente que sufre, a tanta gente que necesita a Jesús. Y vayan, tengan coraje. También hoy hay jóvenes valientes. Pienso en tantos misioneros, por ejemplo, en Papúa Nueva Guinea, pienso en amigos míos, jóvenes, que están en la diócesis de Vanimo, y en todos los que han ido a evangelizar en la línea de Francisco Javier. Que el Señor nos dé a todos la alegría de evangelizar, la alegría de llevar adelante este mensaje tan hermoso que nos hace felices a nosotros y a todos.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En esta serie de catequesis aprendemos de algunos santos y santas que, como testigos ejemplares, nos enseñan el celo apostólico. Recordemos que estamos hablando del celo apostólico, el que nosotros debemos tener para anunciar el Evangelio.
Un gran ejemplo de santo de la pasión por la evangelización vamos a buscarlo hoy a una tierra muy lejana, a la Iglesia coreana. Hablamos del mártir y primer sacerdote coreano san Andrés Kim Tae-gon. Aunque la evangelización de Corea la hicieron los laicos. Fueron los laicos bautizados los que transmitieron la fe, no había sacerdotes, porque no los tenían entonces: vinieron más tarde, por tanto la primera evangelización la hicieron los laicos. ¿Seremos capaces nosotros de algo similar? Pensémoslo: es algo interesante. Y este es uno de los primeros sacerdotes, san Andrés. Su vida fue y sigue siendo un elocuente testimonio de celo por el anuncio del Evangelio.
Hace unos 200 años, la tierra coreana fue escenario de una durísima persecución: lo cristianos eran perseguidos y aniquilados. Creer en Jesucristo, en la Corea de entonces, significaba estar dispuesto a dar testimonio hasta la muerte. En particular, el ejemplo de san Andrés Kim se desprende de dos aspectos concretos de su vida.
El primero es el modo que él tenía que usar para encontrarse con los fieles. Dado el contexto altamente intimidatorio, el santo se vio obligado a acercarse a los cristianos de forma no evidente, y siempre en presencia de otras personas, como si se hablaran desde hacía tiempo. Así?, para identificar la identidad cristiana de su interlocutor, san Andrés utilizaba estos medios: en primer lugar, una señal de reconocimiento previamente acordada: tú te encontraras con este cristiano y él tendrá este signo en la ropa o en la mano; después, él planteaba a escondidas la pregunta —pero en voz baja—: “¿Eres discípulo de Jesús?”. Como había otras personas que asistían a la conversación, el santo tenía que hablar en voz baja, pronunciando solo unas pocas palabras, las más esenciales. Así, para Andrés Kim, la expresión que resumía toda la identidad del cristiano era “discípulo de Cristo”: “¿Eres discípulo de Cristo”?, pero en voz baja porque era peligroso. Estaba prohibido ser cristiano.
En efecto, ser discípulo del Señor significa seguirle, seguir su camino. Y el cristiano es por su naturaleza uno que predica y da testimonio de Jesús. Toda comunidad cristiana recibe esta identidad del Espíritu Santo, y así toda la Iglesia, desde el día de Pentecostés (cf. Conc. Vat. II, Decr. Ad gentes, 2). Y de este Espíritu que nosotros recibimos, nace la pasión, la pasión por la evangelización, este celo apostólico grande: es un don del Espíritu. Y aunque el contexto circundante no sea favorable, como el del coreano de Andrés Kim, la pasión no cambia, al contrario, adquiere aún más valor. San Andrés Kim y otros creyentes coreanos han demostrado que el testimonio del Evangelio dado en tiempos de persecución puede dar mucho fruto para la fe.
Veamos ahora un segundo ejemplo concreto. Cuando aún era seminarista, san Andrés tuvo que encontrar la manera de acoger en secreto a misioneros del extranjero. No era tarea fácil, pues el régimen de la época prohibía terminantemente la entrada en el territorio a todos los extranjeros. Por eso fue —antes de esto— tan difícil encontrar un sacerdote que viniera a misionar: la misión la hicieron los laicos. Una vez —pensad en esto que hizo san Andrés—, iba caminando bajo la nieve, sin comer, durante tanto tiempo, que cayó al suelo exhausto, corriendo el riesgo de perder el conocimiento y quedarse congelado. En ese momento, oyó de repente una voz: “¡Levántate, camina!”. Al oír esa voz, Andrés se despertó, viendo como la sombra de alguien que le guiaba.
Esta experiencia del gran testigo coreano nos hace comprender un aspecto muy importante del celo apostólico. Es decir, la valentía de volver a levantarse cuando uno se cae. ¿Pero los santos caen? ¡Sí! Pero desde los primeros tiempos: pensad en san Pedro: cometió un gran pecado, pero tuvo fuerza en la misericordia de Dios y se levantó. Y en san Andrés nosotros vemos esta fuerza: se había caído físicamente, pero tuvo la fuerza de seguir, seguir para llevar el mensaje adelante. Por difícil que sea la situación, a veces incluso puede parecer que no deja espacio para el mensaje evangélico, no debemos rendirnos y no debemos renunciar a llevar adelante lo que es esencial en nuestra vida cristiana, es decir, la evangelización. Este es el camino. Cada uno de nosotros puede pensar: “Pero yo, ¿cómo puedo evangelizar?”. Pues mira a estos grandes y piensa en tus límites, pensemos en nuestras modestas posibilidades: evangelizar la familia, evangelizar los amigos, hablar de Jesús, pero hablar de Jesús y evangelizar con el corazón lleno de alegría, lleno de fuerza. Y esto lo da el Espíritu Santo. Preparémonos a recibir el Espíritu Santo en el próximo Pentecostés y pidámosle esa gracia, la gracia de la valentía apostólica, la gracia de evangelizar, de llevar adelante siempre el mensaje de Jesús.
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
Seguimos en estas catequesis hablando sobre el celo apostólico, es decir, lo que siente el cristiano para llevar adelante el anuncio de Jesucristo. Y hoy quisiera presentar otro gran ejemplo de celo apostólico: hemos hablado de san Francisco Javier, de san Pablo, el celo apostólico de los grandes celantes; hoy hablaremos de uno que era italiano y se fue a China: Mateo Ricci.
Originario de Macerata, en Las Marcas, después de haber estudiado en las escuelas de los jesuitas y haber entrado en la Compañía de Jesús, entusiasmado por los informes de los misioneros que escuchaba como muchos otros jóvenes, pidió que lo enviaran a las misiones en Extremo Oriente. Después del intento de Francisco Javier, otros veinticinco jesuitas habían tratado inútilmente de entrar en China. Pero Ricci y otro hermano se preparan muy bien, estudiando cuidadosamente la lengua y las costumbres chinas, y al final lograron establecerse en el sur del país. Fueron necesarios dieciocho años, con cuatro etapas a través de cuatro ciudades diferentes, antes de llegar a Pekín, que era el centro. Con constancia y paciencia, animado por una fe inquebrantable, Mateo Ricci pudo superar dificultades, peligros, desconfianzas y oposiciones. Pensad en aquella época, caminar o ir a caballo, largas distancias… y él seguía adelante. ¿Cuál era el secreto de Mateo Ricci? ¿Por qué camino le impulsó el celo?
Él siguió siempre el camino del diálogo y de la amistad con todas las personas que encontraba, y esto le abrió muchas puertas para el anuncio de la fe cristiana. Su primera obra en lengua china fue precisamente un tratado Sobre la amistad, que tuvo gran resonancia. Para entrar en la cultura y en la vida china en un primer momento se vestía como los bonzos budistas, según la costumbre del país, pero después entendió que la mejor forma era la de asumir el estilo de vida y los vestidos de los literatos, como los profesores universitarios, y se vestía como ellos. Estudió de forma profunda sus textos clásicos, para poder presentar el cristianismo en diálogo positivo con su sabiduría confuciana y con los usos y las costumbres de la sociedad china. Y esto se llama una actitud de inculturación. Este misionero supo “inculturar” la fe cristiana en diálogo, como los Padres antiguos con la cultura griega.
Su óptima preparación científica suscitaba interés y admiración por parte de los hombres cultos, empezando por su famoso mapamundi, el mapa del mundo entero entonces conocido, con los diferentes continentes, que por primera vez revela a los chinos una realidad exterior a China más amplia de lo que hubieran imaginado. Les muestra que el mundo es más grande que China, y ellos lo entendían, porque eran inteligentes. Pero también los conocimientos matemáticos y astronómicos de Ricci y de los misioneros que le acompañaban contribuyeron a un encuentro fecundo entre la cultura y la ciencia de occidente y de oriente, que vivirá entonces uno de sus momentos más felices, en el signo del diálogo y la amistad. De hecho, la obra de Mateo Ricci nunca hubiera sido posible sin la colaboración de sus grandes amigos chinos, como los famosos “Doctor Pablo” (Xu Guangqi) y “Doctor León” (Li Zhizao).
Sin embargo, la fama de Ricci como hombre de ciencia no debe oscurecer la motivación más profunda de todos sus esfuerzos, es decir, el anuncio del Evangelio. Continuaba con el diálogo científico con los hombres de ciencia, pero al mismo tiempo daba testimonio de la propia fe, del Evangelio. La credibilidad obtenida con el diálogo científico le daba autoridad para proponer la verdad de la fe y de la moral cristiana, de la que habla de forma profunda en sus principales obras chinas, como El verdadero significado del Señor del Cielo —así se llama ese libro—. Además de la doctrina, son su testimonio de vida religiosa, de virtud y de oración: estos misioneros rezaban. Iban a predicar, se movían, hacían gestos políticos, todo lo que quieran: pero rezaban. Es la oración la que alimenta la vida misionera, una vida de caridad, y ayudaban a los otros, a los humildes, con total desinterés por honores y riquezas, lo que inducía a muchos de sus discípulos y amigos chinos a acoger la fe católica. Porque veían un hombre tan inteligente, tan sabio, tan astuto —en el buen sentido de la palabra— para llevar adelante las cosas, y tan creyente que decían: “Eso que predica es verdad porque lo dice una personalidad que da testimonio: testimonia con su propia vida lo que anuncia”. Esta es la coherencia de los evangelizadores. Y esto nos toca a todos nosotros, cristianos, que somos evangelizadores. Puedo decir el “Credo” de memoria, puedo decir todas las cosas que creemos, pero si mi vida no es coherente con lo que profeso no sirve de nada. Lo que atrae a las personas es el testimonio de coherencia: los cristianos estamos llamados a vivir lo que decimos, y no fingir que vivimos como cristianos, y luego vivimos como mundanos. Mirad estos grandes misioneros —como Mateo Ricci que era italiano—, mirando estos grandes misioneros veréis que la fuerza más grande es la coherencia: son coherentes.
En los últimos días de su vida, a quien estaba más cerca de él y le preguntaba cómo se sentía, Mateo Ricci «respondió que estaba pensando en ese momento si era más grande la alegría y la felicidad que sentía interiormente por la idea de que estaba cerca su viaje para ir a gustar de Dios, o la tristeza que le podía causar el dejar a los compañeros de toda la misión que amaba mucho, y el servicio que aún podía hacer a Dios Nuestro Señor en esta misión» (S. De Ursis, Relación sobre M. Ricci, Archivo Histórico Romano S.I.). Es la misma actitud del apóstol Pablo (cfr. Fil 1,22-24), que quería irse con el Señor, encontrar al Señor, pero “me quedo para serviros.”.
Mateo Ricci murió en Pekín en 1610, a los 57 años, un hombre que dio toda su vida por la misión. El Espíritu misionero de Mateo Ricci constituye un modelo vivo actual. Su amor por el pueblo chino es un modelo; pero lo que representa un camino actual es su coherencia de vida, el testimonio de su vida como cristiano. Él llevó el cristianismo a China; él es grande sí, porque es un gran científico, es grande porque es valiente, es grande porque ha escrito muchos libros, pero sobre todo es grande porque ha sido coherente con su vocación, coherente con ese deseo de seguir a Jesucristo. Hermanos y hermanas, hoy nosotros, cada uno de nosotros, preguntémonos dentro: “¿Soy coherente, o soy un poco así así?”.
Queridos hermanos y hermanas, bienvenidos ¡buenos días!
Están aquí delante de nosotros las reliquias de santa Teresa del Niño Jesús, patrona universal de las misiones. Es hermoso que esto suceda mientras estamos reflexionando sobre la pasión por la evangelización, sobre el celo apostólico. Hoy, por tanto, dejémonos ayudar por el testimonio de santa Teresita. Ella nació hace 150 años, y en este aniversario tengo intención de dedicarle una Carta Apostólica.
Es patrona de las misiones, pero nunca estuvo en misión: ¿cómo se explica esto? Era una monja carmelita y su vida estuvo bajo el signo de la pequeñez y la debilidad: ella misma se definía “un pequeño grano de arena”. De salud frágil murió con tan solo 24 años. Pero, aunque su cuerpo estaba enfermo, su corazón era vibrante, era misionero. En su “diario” cuenta que ser misionera era su deseo y que quería serlo no solo por algunos años, sino para toda la vida, es más, hasta el fin del mundo. Teresa fue “hermana espiritual” de diversos misioneros: desde el monasterio los acompañaba con sus cartas, con la oración y ofreciendo por ellos continuos sacrificios. Sin aparecer intercedía por las misiones, como un motor que, escondido, da a un vehículo la fuerza para ir adelante. Sin embargo, a menudo no fue entendida por las hermanas monjas: obtuvo de ellas “más espinas que rosas”, pero aceptó todo con amor, con paciencia, ofreciendo junto a la enfermedad, también las críticas y las incomprensiones. Y lo hizo con alegría, lo hizo por las necesidades de la Iglesia, para que, como decía, se esparcieran “rosas sobre todos”, sobre todo sobre los más alejados.
Pero ahora, me pregunto, podemos preguntarnos nosotros, todo este celo, esta fuerza misionera y esta alegría de interceder ¿de dónde llegan? Nos ayudan a entenderlo dos episodios, que sucedieron antes de que Teresa entrara en el monasterio. El primero se refiere al día que le cambió la vida, la Navidad de 1886, cuando Dios obró un milagro en su corazón. A Teresa le quedaban poco para cumplir catorce años. Siendo la hija más pequeña, en casa era mimada por todos, pero no “malcriada”. Al volver de la Misa de medianoche, el padre, muy cansado, no tenía ganas de asistir a la apertura de los regalos de la hija y dijo: «¡Menos mal que es el último año!», porque a los 15 años ya no se hacía. Teresa, de carácter muy sensible y propensa a las lágrimas, se sintió mal, subió a su habitación y lloró. Pero rápido se repuso de las lágrimas, bajó y llena de alegría, fue ella la que animó al padre. ¿Qué había pasado? Que, en esa noche, en la que Jesús se había hecho débil por amor, ella se volvió fuerte de ánimo. Un verdadero milagro: en pocos instantes había salido de la prisión de su egoísmo y de su lamento; empezó a sentir que “la caridad le entraba en el corazón, con la necesidad de olvidarse de sí misma” (cfr. Manuscrito A, 133-134). Desde entonces dirigió su celo a los otros, para que encontraran a Dios y en vez de buscar consolación para sí se propuso «consolar a Jesús, hacerlo amar por las almas», porque —anotó Teresa— «Jesús está enfermo de amor y [...] la enfermedad del amor sólo se cura con amor» (Carta a Marie Guérin, julio 1890). Este es el propósito de todas sus jornadas: «hacer amar a Jesús» (Carta a Céline, 15 octubre de 1889), interceder para que los otros lo amaran. Escribió: «Quisiera salvar las almas y olvidarme por ellos: quisiera salvarles también después de mi muerte» (Carta al P. Roullan, 19 de marzo de 1897). En más de una ocasión dijo: «Pasaré mi cielo a hacer el bien en la tierra». Este es el primer episodio que le cambió la vida a los 14 años.
Y este celo, estaba dirigido sobre todo a los pecadores, a los “alejados”. Lo revela el segundo episodio. Teresa supo de un criminal condenado a muerte por crímenes horribles, se llamaba Enrico Pranzini —ella nos dice su nombre—, considerado culpable del brutal homicidio de tres personas, estaba destinado a la guillotina, pero no quiso recibir el consuelo de la fe. Teresa lo tomó muy en serio e hizo todo lo que pudo: reza de todas las formas por su conversión, para que el que, con compasión fraterna, llama «pobre desgraciado Pranzini», tenga un pequeño signo de arrepentimiento y haga espacio a la misericordia de Dios, en la que Teresa confía ciegamente. Tuvo lugar la ejecución. Al día siguiente Teresa leyó en el periódico que Pranzini, poco antes de apoyar la cabeza en el patíbulo «se volvió, cogió el crucifijo que le presentaba el sacerdote ¡y beso? por tres veces sus llagas sagradas!». La santa comenta: «Después su alma voló a recibir la sentencia misericordiosa de Aquel que dijo que habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por los noventa y nueve justos que no necesitan convertirse» (Manuscrito A, 135).
Hermanos y hermanas, esta es la fuerza de la intercesión movida por la caridad, este es el motor de la misión. De hecho, los misioneros, de los que Teresa es patrona, no son solo los que hacen mucho camino, aprenden lenguas nuevas, hacen obras de bien y son muy buenos anunciando; no, misionero es también cualquiera que vive, donde se encuentra, como instrumento del amor de Dios; es quien hace de todo para que, a través de su testimonio, su oración, su intercesión, Jesús pase. Y este es el celo apostólico que, recordémoslo siempre, no funciona nunca por proselitismo —¡nunca!— o por constricción —¡nunca!—, sino por atracción: la fe nace por atracción, uno no se vuelve cristiano porque sea forzado por alguien, no, sino porque es tocado por el amor. La Iglesia, antes que muchos medios, métodos y estructuras, que a veces distraen de lo esencial, necesita corazones como el de Teresa, corazones que atraen al amor y acercan a Dios. Pidamos a la santa —tenemos las reliquias, aquí—, pidamos a la santa la gracia de superar nuestro egoísmo y pidamos la pasión de interceder para que esta atracción sea más grande en la gente y para que Jesús sea conocido y amado.
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
¡Hoy tenemos que tener un poco de paciencia, con este calor! ¡Gracias por haber venido con este calor, con este sol, muchas gracias por vuestra visita!
En esta serie de catequesis sobre el celo apostólico, estamos viendo algunas figuras ejemplares de hombres y mujeres de todo tiempo y lugar, que dieron la vida por el Evangelio. Hoy nos vamos lejos, a Oceanía, un continente formado por muchísimas islas, grandes y pequeñas. La fe en Cristo, que tantos emigrantes europeos llevaron a esas tierras, echó raíces pronto y dio frutos abundantes (cfr. Exhort. ap. postsin. Ecclesia in Oceania, 6). Entre ellos está una religiosa extraordinaria, santa Mary MacKillop (1842-1909), fundadora de las Hermanas de San José del Sagrado Corazón, que dedicó su vida a la formación intelectual y religiosa de los pobres en la Australia rural.
Mary MacKillop nació cerca de Melbourne de padres que emigraron a Australia desde Escocia. De niña, se sintió llamada por Dios a servirlo y testimoniarlo no solo con las palabras, sino sobre todo con una vida transformada por la presencia de Dios (cfr. Evangelii gaudium, 259). Como María Magdalena, que fue la primera en encontrar a Jesús resucitado y fue enviada por Él a llevar el anuncio a los discípulos, Mary estaba convencida de ser ella también enviada a difundir la Buena Noticia y a atraer a otros al encuentro con el Dios viviente.
Leyendo con sabiduría los signos de los tiempos, entendió que para ella la mejor forma de hacerlo era a través de la educación de los jóvenes, siendo consciente de que la educación católica es una forma de evangelización. Es una gran forma de evangelización. Así, si podemos decir que «cada santo es una misión; es un proyecto del Padre para reflejar y encarnar, en un momento determinado de la historia, un aspecto del Evangelio» (Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 19), Mary MacKillop lo fue sobre todo a través de la fundación de escuelas.
Una característica esencial de su celo por el Evangelio consistía en cuidar de los pobres y los marginados. Y esto es muy importante: en el camino de la santidad, que es el camino cristiano, los pobres y los marginados son protagonistas y una persona no puede ir adelante en la santidad si no se dedica también a ellos, de una forma u otra. Estos, que necesitan de la ayuda del Señor, llevan la presencia del Señor. Una vez leí una frase que me impresionó; decía así: “El protagonista de la historia es el mendigo: los mendigos son aquellos que atraen la atención sobre la injusticia, que es la gran pobreza en el mundo”, se gasta el dinero para fabricar armas y no para producir comidas…. Y no lo olvidéis: no hay santidad si, de una manera u otra, no hay cuidado de los pobres, los necesitados, de aquellos que están un poco al margen de la sociedad. Este cuidar de los pobres y de los marginados impulsaba a Mary a ir a donde otros no querían o no podían ir. El 19 de marzo de 1866, fiesta de San José, abrió la primera escuela en un pequeño suburbio al sur de Australia. Le siguieron tantas otras que ella y sus hermanas fundaron en las comunidades rurales de Australia y Nueva Zelanda. Se multiplicaron, porque el celo apostólico hace así: multiplica las obras.
Mary MacKillop estaba convencida de que el propósito de la educación es el desarrollo integral de la persona tanto como individuo que como miembro de la comunidad; y que esto requiere sabiduría, paciencia y caridad por parte de todo educador. En efecto, la educación no consiste en llenar la cabeza de ideas: no, no es solo esto. ¿En qué consiste la educación? En acompañar y animar a los estudiantes en el camino de crecimiento humano y espiritual, mostrándoles cuánto la amistad con Jesús Resucitado dilata el corazón y hace la vida más humana. Educar es ayudar a pensar bien: a sentir bien —el lenguaje del corazón— y a hacer bien —el lenguaje de las manos—. Esta visión es plenamente actual hoy, cuando sentimos la necesidad de un “pacto educativo” capaz de unir a las familias, las escuelas y toda la sociedad.
El celo de Mary MacKillop por la difusión del Evangelio entre los pobres la condujo también a emprender otras obras de caridad, empezando por la “Casa de la Providencia” abierta en Adelaida para acoger ancianos y niños abandonados. Mary tenía mucha fe en la Providencia de Dios: siempre confiaba que en cualquier situación Dios provee. Pero esto no le ahorraba las preocupaciones y las dificultades que derivan de su apostolado, y María tenía buenas razones: tenía que pagar las cuentas, tratar con los obispos y los sacerdotes locales, gestionar las escuelas y cuidar la formación profesional y espiritual de las Hermanas; y, más tarde, los problemas de salud. Sin embargo, en todo esto, permanecía tranquila, llevando con paciencia la cruz que es parte integrante de la misión.
En una ocasión, en la fiesta de la Exaltación de la Cruz, Mary le dijo a una de sus hermanas: “Hija mía, desde hace muchos años he aprendido a amar la Cruz”. No se rindió en los momentos de prueba y de oscuridad, cuando la oposición y el rechazo trataban de apagar su alegría. Veis: todos los santos han encontrado oposiciones, también dentro de la Iglesia. Es curioso, esto. También ella las vivió. Estaba convencida de que, incluso cuando el Señor le asignaba «pan de asedio y aguas de opresión» (Is 30,20), el mismo Señor respondería pronto a su grito y la rodearía con su gracia. Este es el secreto del celo apostólico: la relación continua con el Señor.
Hermanos y hermanas, que el discipulado misionero de santa Mary MacKillop, su respuesta creativa a las necesidades de la Iglesia de su tiempo, su compromiso por la formación integral de los jóvenes nos inspire hoy a todos nosotros, llamados a ser levadura del Evangelio en nuestras sociedades en rápida transformación. Que su ejemplo y su intercesión sostengan el trabajo cotidiano de los padres, de los profesores, de los catequistas y de todos los educadores, por el bien de los jóvenes y por un futuro más humano y lleno de esperanza.
¡Señora, señores!
En nuestro camino para redescubrir la pasión por el anuncio del Evangelio, para ver cómo el celo apostólico, esta pasión por anunciar el Evangelio se ha desarrollado en la historia de la Iglesia, en este camino miramos hoy a las Américas. Aquí la evangelización tiene un manantial siempre vivo: Guadalupe. Es una fuente viva. ¡Los mexicanos están contentos! Por supuesto, el Evangelio ya había llegado allí antes de esas apariciones, pero desafortunadamente también había sido acompañado por intereses mundanos. En lugar de la vía de la inculturación, se había recorrido con demasiada frecuencia el apresuramiento de trasplantar e imponer modelos preestablecidos —europeos, por ejemplo—, faltando al respeto a los pueblos indígenas. La Virgen de Guadalupe, en cambio, aparece vestida con las ropas de los autóctonos, habla su idioma, acoge y ama la cultura del lugar: María es Madre y bajo su manto encuentra lugar cada hijo. En Ella, Dios se hizo carne y, a través de María, sigue encarnándose en la vida de los pueblos. La Virgen, de hecho, anuncia a Dios en la lengua más adecuada, es decir, la lengua materna. Y también a nosotros la Virgen nos habla en lengua materna, la que nosotros entendemos bien. El Evangelio se transmite en la lengua materna. Y me gustaría dar las gracias a las muchas madres y abuelas que lo transmiten a sus hijos y nietos: la fe pasa con la vida, por eso las madres y abuelas son las primeras anunciadoras. ¡Un aplauso para las madres y abuelas! Y el Evangelio se comunica, como muestra María, en la sencillez: siempre la Virgen elige a los sencillos, en la colina del Tepeyac en México como en Lourdes y Fátima: hablándoles, les habla a cada uno, con un lenguaje adecuado para todos, con un lenguaje comprensible, como el de Jesús.
Detengámonos entonces en el testimonio de San Juan Diego, que es el mensajero, es el muchacho, es el indígena que recibió la revelación de María: el mensajero de la Virgen de Guadalupe. Él era una persona humilde, un indio del pueblo: sobre él se posa la mirada de Dios, que ama realizar prodigios a través de los pequeños. Juan Diego había llegado a la fe ya adulto y casado. En diciembre de 1531 tiene unos 55 años. Mientras está de camino, ve en un alto a la Madre de Dios, que lo llama tiernamente, ¿y cómo lo llama la Virgen? «hijo mío el menor, Juanito» (Nican Mopohua, 23). Luego lo envía al obispo a pedirle que construya un templo allí mismo, donde se había aparecido. Juan Diego, sencillo y servicial, va con la generosidad de su corazón puro, pero tiene que hacer una larga espera. Finalmente habla con el obispo, pero no se le cree. A veces nosotros, los obispos... Se encuentra de nuevo con la Virgen, que lo consuela y le pide que vuelva a intentarlo. El indio vuelve al obispo y con gran esfuerzo lo encuentra, pero éste, después de escucharlo, lo despide y envía hombres a seguirlo. He aquí la fatiga, la prueba del anuncio: a pesar del celo, llegan los imprevistos, a veces de la propia Iglesia. De hecho, para anunciar no basta con dar testimonio del bien, hay que saber soportar el mal. No olvidemos esto: es muy importante para anunciar el Evangelio no basta con dar testimonio del bien, sino que hay que saber soportar el mal. Un cristiano hace el bien, pero soporta el mal. Ambos van juntos, la vida es así. También hoy, en muchos lugares, para inculturar el Evangelio y evangelizar las culturas se necesita constancia y paciencia, no hay que temer a los conflictos, no hay que desanimarse. Estoy pensando en un país donde los cristianos son perseguidos, porque son cristianos y no pueden practicar su religión bien y en paz. Juan Diego, desanimado, porque el obispo lo devolvía, pide a la Virgen que lo dispense y encargue a alguien más estimado y capaz que él, pero es invitado a perseverar. Siempre existe el riesgo de una cierta docilidad en el anuncio: una cosa no funciona y uno retrocede, desanimándose y refugiándose tal vez en las propias certezas, en pequeños grupos y en algunas devociones íntimas. La Virgen, en cambio, mientras nos consuela, nos hace seguir adelante y así nos hace crecer, como una buena madre que, mientras sigue los pasos de su hijo, lo lanza a los desafíos del mundo.
Juan Diego, tan animado, vuelve al obispo que le pide una señal. La Virgen se lo promete, y lo consuela con estas palabras: «No se turbe tu rostro, tu corazón: […] ¿Acaso no estoy aquí yo, que soy tu madre? (ibíd., 118-119). Esto es bello, la Virgen tantas veces cuando estamos en desolación, en la tristeza, en la dificultad, nos lo dice también a nosotros, en el corazón: «¿No estoy aquí yo que soy tu madre?» Siempre cerca para consolarnos y darnos fuerzas para seguir adelante. Luego le pide que vaya a la árida cima de la colina a recoger flores. Es invierno pero, a pesar de ello, Juan Diego encuentra unos preciosos, los pone en su manto y los ofrece a la Madre de Dios, quien lo invita a llevarlos al obispo como prueba. Él va, espera su turno con paciencia y finalmente, en presencia del Obispo, abre su tilma; —que es lo que usaban los indígenas para cubrirse— abre su tilma mostrando las flores y he aquí: en el tejido del manto aparece la imagen de la Virgen, aquella extraordinaria y viva que conocemos nosotros, en cuyos ojos todavía están impresos los protagonistas de entonces. He aquí la sorpresa de Dios: cuando hay disponibilidad, cuando hay obediencia, Él puede hacer algo inesperado, en los tiempos y en las formas que no podemos prever. Y así se construye el santuario pedido por la Virgen y hoy se puede visitar.
Juan Diego deja todo y, con el permiso del obispo, dedica su vida al santuario. Acoge a los peregrinos y los evangeliza. Es lo que sucede en los santuarios marianos, meta de peregrinaciones y lugares de anuncio, donde cada uno se siente en casa —porque es la casa de la madre, es la casa de la madre— y siente la nostalgia del hogar, es decir, la nostalgia del lugar donde está la Madre, el Cielo. Allí la fe se acoge de modo sencillo, la fe se acoge de modo genuino, de modo popular, y la Virgen, como le dijo a Juan Diego, escucha nuestros llantos y cuida nuestras penas (cf. ibíd., 32). Aprendamos esto: cuando hay dificultades en la vida, vamos a la Madre; y cuando la vida es feliz, vamos a la Madre a compartir también esto. Necesitamos ir a estos oasis de consuelo y de misericordia, donde la fe se expresa en lengua materna; donde se depositan las fatigas de la vida en los brazos de la Virgen y se vuelve a vivir con la paz en el corazón, quizás con la paz de los niños.
Ahora, continuando nuestra catequesis sobre el tema del celo apostólico y la pasión por el anuncio del Evangelio, miramos hoy a Santa Catalina Tekakwitha, la primera mujer nativa de América del Norte en ser canonizada. Nacida alrededor del año 1656 en un pueblo en la parte alta del estado de Nueva York, era hija de un jefe Mohawk no bautizado y de una madre cristiana Algonchina, que enseñó a Catalina a rezar y a cantar himnos a Dios. Muchos de nosotros también hemos sido presentados al Señor por primera vez en el ámbito familiar, sobre todo por nuestras madres y abuelas. Así comienza la evangelización y, de hecho, no olvidemos esto, que la fe siempre es transmitida en dialecto por las madres, las abuelas. La fe debe transmitirse en dialecto y nosotros la hemos recibido en este dialecto de las madres y abuelas. La evangelización a menudo comienza así: con gestos sencillos, pequeños, como los padres que ayudan a los hijos a aprender a hablar con Dios en la oración y que les cuentan su amor grande y misericordioso. Y las bases de la fe para Catalina, y a menudo también para nosotros, se han puesto de esta manera. Ella la había recibido de su madre en dialecto, el dialecto de la fe.
Cuando Catalina tenía cuatro años, una grave epidemia de viruela afectó a su pueblo. Tanto sus padres como su hermano menor murieron y la propia Catalina quedó con cicatrices en la cara y problemas de visión. A partir de ese momento, Catalina tuvo que afrontar muchas dificultades: sin duda las físicas por los efectos de la viruela, pero también las incomprensiones, las persecuciones e incluso las amenazas de muerte que sufrió tras su bautismo, el domingo de Pascua de 1676. Todo esto le dio a Catalina un gran amor por la cruz, signo definitivo del amor de Cristo, que se entregó hasta el final por nosotros. El testimonio del Evangelio, de hecho, no se trata solo de lo que es agradable; también debemos saber llevar con paciencia, con confianza y esperanza nuestras cruces diarias. La paciencia, ante las dificultades, ante las cruces: la paciencia es una gran virtud cristiana. Quien no tiene paciencia no es un buen cristiano. La paciencia de tolerar: tolerar las dificultades y también tolerar a los demás, que a veces son aburridos o te ponen dificultades … La vida de Catalina Tekakwitha nos muestra que cualquier desafío se puede vencer si abrimos el corazón a Jesús, que nos concede la gracia que necesitamos: paciencia y corazón abierto a Jesús, esta es una receta para vivir bien.
Después de ser bautizada, Catalina tuvo que refugiarse entre los Mohawk en la misión de los jesuitas cerca de la ciudad de Montreal. Allí asistía a misa todas las mañanas, dedicaba tiempo a la adoración ante el Santísimo Sacramento, rezaba el Rosario y vivía una vida de penitencia. Estas prácticas espirituales suyas impresionaban a todos en la Misión; reconocieron en Catalina una santidad que atraía porque nacía de su profundo amor a Dios. Es propio de la santidad, atraer. Dios nos llama por atracción, nos llama con este deseo de estar cerca de nosotros y ella ha sentido esta gracia de la atracción divina. Al mismo tiempo, enseñaba a los niños de la Misión a orar y, a través del cumplimiento constante de sus responsabilidades, incluido el cuidado de los enfermos y los ancianos, ofrecía un ejemplo de servicio humilde y amoroso a Dios y al prójimo. Siempre la fe se expresa en el servicio. La fe no es para maquillarse a sí mismo, al alma: no; es para servir.
Aunque se la alentaba a casarse, Catalina quería dedicar por completo su vida a Cristo. Incapaz de entrar en la vida consagrada, emitió un voto de virginidad perpetua el 25 de marzo de 1679. Esta elección suya revela otro aspecto del celo apostólico que ella tenía: la dedicación total al Señor. Por supuesto, no todos están llamados a hacer el mismo voto que Catalina; sin embargo, cada cristiano está llamado cada día a comprometerse con un corazón indiviso en la vocación y misión que Dios le ha confiado, sirviéndole a Él y al prójimo en espíritu de caridad.
Queridos hermanos y hermanas, la vida de Catalina es un testimonio más del hecho de que el celo apostólico implica tanto una unión con Jesús, alimentada por la oración y los sacramentos, como el deseo de difundir la belleza del mensaje cristiano a través de la fidelidad a la propia vocación particular. Las últimas palabras de Catalina son preciosas. Antes de morir dijo: “Jesús, te amo”.
Por lo tanto, también nosotros, sacando fuerzas del Señor, como hizo Santa Catalina Tekakwitha, aprendemos a realizar las acciones ordinarias de manera extraordinaria y así a crecer cada día en la fe, en la caridad y en el testimonio celoso de Cristo.
No nos olvidemos: cada uno de nosotros está llamado a la santidad, a la santidad de todos los días, a la santidad de la vida cristiana común. Cada uno de nosotros tiene esta llamada: sigamos por este camino. El Señor no nos faltará.
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
En nuestras catequesis, seguimos encontrando testigos apasionados del anuncio del Evangelio. Recordamos que esta es una serie de catequesis sobre el celo apostólico, sobre la voluntad y también el ardor interior para llevar adelante el Evangelio. Hoy vamos a América Latina, precisamente a Venezuela, para conocer la figura de un laico, el beato José Gregorio Hernández Cisneros. Nació en 1864 y aprendió la fe sobre todo de su madre, como contó: «Mi madre, que me amaba, desde la cuna, me enseñó la virtud, me crió en la ciencia de Dios y me puso por guía la santa caridad». Estemos atentos: son las madres las que transmiten la fe. La fe se transmite en dialecto, es decir con el lenguaje de las madres, ese dialecto que las madres saben hablar con los hijos. Y a vosotras madres: estad atentas en el transmitir la fe en ese dialecto materno.
Verdaderamente la caridad fue la estrella polar que orientó la existencia del beato José Gregorio: persona buena y solar, de carácter alegre, estaba dotado de una fuerte inteligencia; se hizo médico, profesor universitario y científico. Pero sobre todo fue un doctor cercano a los más débiles, tanto para ser conocido en la patria como “el médico de los pobres”. Cuidaba a los pobres, siempre. A la riqueza del dinero prefirió la del Evangelio, gastando su existencia para socorrer a los necesitados. En los pobres, en los enfermos, en los migrantes, en los que sufren, José Gregorio veía a Jesús. Y el éxito que nunca buscó en el mundo lo recibió, y sigue recibiéndolo, de la gente, que lo llama “santo del pueblo”, “apóstol de la caridad”, “misionero de la esperanza”. Bonitos nombres: “Santo del pueblo”, “apóstol de la cridad”, “misionero de la esperanza”.
José Gregorio era un hombre humilde, un hombre gentil y disponible. Y al mismo tiempo estaba movido por un fuego interior, por el deseo de vivir al servicio de Dios y del prójimo. Impulsado por este ardor, en varias ocasiones trató de hacerse religioso y sacerdote, pero varios problemas de salud se lo impidieron. Pero la fragilidad física no lo llevó a cerrarse en sí mismo, sino a convertirse en un médico aún más sensible a las necesidades de los demás; se aferró a la providencia y, fortalecido por el alma, fue más a lo esencial. Este es el celo apostólico: no sigue las propias aspiraciones, sino la disponibilidad a los diseños de Dios. Y así el beato comprendió que, a través del cuidado de los enfermos, pondría en práctica la voluntad de Dios, socorriendo a los que sufren, dando esperanza a los pobres, testimoniando la fe no de palabra sino con el ejemplo. Llegó así – por este camino interior - a acoger la medicina como un sacerdocio: «el sacerdocio del dolor humano» (M. Yaber, José Gregorio Hernández: Médico de los Pobres, Apóstol de la Justicia Social, Misionero de las Esperanzas, 2004, 107). Qué importante es no padecer pasivamente las cosas, sino, como dice la Escritura, hacer cada cosa con buen ánimo, para servir al Señor (cfr Col 3,23).
Pero preguntémonos: ¿de dónde le venía a José Gregorio todo este entusiasmo, todo este celo? Venía de una certeza y de una fuerza. La certeza era la gracia de Dios. Él escribió que «si en el mundo hay buenos y malos, los malos lo son porque ellos mismos se han hecho malos: pero los buenos no lo son sino con la ayuda de Dios» (27 de mayo 1914). Y él era el primero en sentir la necesidad de gracia, que mendigaba en las calles y tenía necesidad extrema del amor. Y esta es la fuerza a la que recurría: la intimidad con Dios. Era un hombre de oración – está la gracia de Dios y la intimidad con el Señor – era un hombre de oración que participaba en la misa.
Y en contacto con Jesús, que se ofrece en el altar por todos, José Gregorio se sentía llamado a ofrecer su vida por la paz. El primer conflicto mundial estaba ocurriendo. Llegamos así al 29 de junio de 1919: un amigo le visita y le encuentra muy feliz. José Gregorio se había enterado de que se había firmado el tratado que pone fin a la guerra. Su ofrenda de paz ha sido acogida, y es como si él presagia que su tarea en la tierra se ha terminado. Esa mañana, como era habitual, había ido a misa y entonces baja por la calle para llevar una medicina a un enfermo. Pero mientras atraviesa la calle, es atropellado por un vehículo; llevado al hospital, muere pronunciando el nombre de la Virgen. Su camino terreno concluye así, en una calle mientras realiza una obra de misericordia, y en un hospital, donde había hecho de su trabajo una obra maestra como médico.
Hermanos, hermanas, ante este testigo preguntémonos: yo, delante de Dios presente en los pobres cerca de mí, frente a quien en el mundo sufre más, ¿cómo reacciono? ¿Y el ejemplo de José Gregorio cómo me toca? Él nos estimula en el compromiso delante de las grandes cuestiones sociales, económicas y políticas de hoy. Muchos hablan, muchos hablan mal, muchos critican y dicen que todo va mal. Pero el cristiano no está llamado a esto, sino a ocuparse, a ensuciarse las manos: sobre todo, como nos ha dicho san Pablo, a rezar (cfr 1 Tm 2,1-4), y después a comprometerse no en chismorreos – el chismorreo es una peste - sino a promover el bien y a construir la paz y la justicia en la verdad. También esto es celo apostólico, es anuncio del Evangelio, y esto es bienaventuranza cristiana: «bienaventurados los que trabajan por la paz» (Mt 5,9). Vamos adelante en el camino del beato Gregorio: un laico, un médico, un hombre de trabajo cotidiano que el celo apostólico ha impulsado a vivir haciendo la caridad durante toda la vida.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el camino de catequesis sobre la pasión evangelizadora, es decir el celo apostólico, hoy nos detenemos en el testimonio de san Daniel Camboni. Él fue un apóstol lleno de celo por África. De esos pueblos escribió: «se han adueñado de mi corazón que vive solamente para ellos» (Escritos, 941), «moriré con África en mis labios» (Escritos, 1441). ¡Es hermoso! …Y a ellos se dirigió así: «el más feliz de mis días será en el que pueda dar la vida por vosotros» (Escritos, 3159). Esta es la expresión de una persona enamorada de Dios y de los hermanos que servía en misión, a propósito de los cuales no se cansaba de recordar que «Jesucristo padeció y murió también por ellos» (Escritos, 2499; 4801).
Lo afirmaba en un contexto caracterizado por el horror de la esclavitud, de la que era testigo. La esclavitud “cosifica” al hombre, cuyo valor se reduce al ser útil a alguien o algo. Pero Jesús, Dios hecho hombre, ha elevado la dignidad de cada ser humano y ha desenmascarado la falsedad de toda esclavitud. Comboni, a la luz de Cristo, tomó conciencia del mal de la esclavitud; entendió, además, que la esclavitud social tiene sus raíces en una esclavitud más profunda, la del corazón, la del pecado, de la cual el Señor nos libera. Como cristianos, por tanto, estamos llamados a combatir contra toda forma de esclavitud. Pero lamentablemente la esclavitud, así como el colonialismo, no es un recuerdo del pasado, lamentablemente. En el África tan amada por Comboni, hoy desgarrada por tantos conflictos, «tras el colonialismo político, se ha desatado un “colonialismo económico”, igualmente esclavizador. (…). Es un drama ante el cual el mundo económicamente más avanzado suele cerrar los ojos, los oídos y la boca». Renuevo por tanto mi llamamiento: «No toquen el África. Dejen de asfixiarla, porque África no es una mina que explotar ni una tierra que saquear» (Encuentro con las Autoridades, Kinshasa, 31 de enero 2023).
Y volvemos a la historia de san Daniel. Pasado un primer periodo en África, tuvo que dejar la misión por motivos de salud. Demasiados misioneros habían muerto después de haber contraído enfermedades, a causa del poco conocimiento de la realidad local. Sin embargo, si otros abandonaban África, no lo hizo Comboni. Después de un tiempo de discernimiento, sintió que el Señor le inspiraba un nuevo camino de evangelización, que él sintetizó en estas palabras: «Salvar África con África» (Escritos, 2741s). Es una intuición poderosa, nada de colonialismo en esto: es una intuición poderosa que contribuyó a renovar el compromiso misionero: las personas evangelizadas no eran solo “objetos” sino “sujetos de la misión”. Y san Daniel Comboni deseaba hacer a todos los cristianos protagonistas de la acción evangelizadora. Y con este ánimo pensó y actuó de forma integral, involucrando al clero local y promoviendo el servicio laical de los catequistas. Los catequistas son un tesoro de la Iglesia: los catequistas son aquellos que van adelante en la evangelización. Concibió así también el desarrollo humano, cuidando las artes y las profesiones, favoreciendo el rol de la familia y de la mujer en la transformación de la cultura y de la sociedad. ¡Y qué importante, también hoy, hacer progresar la fe y el desarrollo humano desde dentro de los contextos de misión, en vez de trasplantar modelos externos o limitarse a un estéril asistencialismo! Ni modelos externos ni asistencialismo. Tomar de la cultura de los pueblos el camino para hacer la evangelización. Evangelizar la cultura e inculturar el Evangelio: van juntos.
La gran pasión misionera de Comboni, sin embargo, no fue principalmente fruto de un empeño humano: él no estuvo impulsado por su valentía o motivado solo por valores importantes, como la libertad, la justicia o la paz; su celo nació de la alegría del Evangelio, ¡acudía al amor de Cristo y llevaba al amor por Cristo! San Daniel escribió: «Una misión tan ardua y laboriosa como la nuestra no puede vivir de pátina, de sujetos con el cuello torcido y llenos de egoísmo y de ellos mismos, que no cuidan adecuadamente la salud y la conversión de las almas». Este es el drama del clericalismo, que lleva a los cristianos, también los laicos, a clericalizarse y a transformarlos – como dice aquí – en sujetos del cuello torcido llenos de egoísmo. Esta es la peste del clericalismo. Y añadió: «es necesario encenderles de caridad, que tenga su fuente de Dios, y del amor de Cristo; y cuando se ama realmente a Cristo, entonces son dulces las privaciones, los sufrimientos y el martirio» (Escritos, 6656). Su deseo era el de ver misioneros ardientes, alegres, comprometidos: misioneros – escribió – «santos y capaces. […] Primero: santos, es decir ajenos al pecado y humildes. Pero no basta: es necesaria caridad que hace capaces los sujetos» (Escritos, 6655). La fuente de la capacidad misionera, para Comboni, es por tanto la caridad, en particular el celo en el hacer propios los sufrimientos de los otros.
Su pasión evangelizadora, además, no le llevó nunca a actuar como solista, sino siempre en comunión, en la Iglesia. «Yo no tengo otra cosa que la vida para consagrar a la salud de esas almas – escribió – quisiera tener mil para consumarlas con tal fin» (Escritos, 2271).
Hermanos y hermanas, san Daniel testimonia el amor del buen Pastor, que va a buscar a quien está perdido y da la vida por el rebaño. Su celo fue enérgico y profético en el oponerse a la indiferencia y a la exclusión. En las cartas se refería apremiante a su amada Iglesia, que por demasiado tiempo había olvidado a África. El sueño de Comboni es una Iglesia que hace causa común con los crucificados de la historia, para experimentar con ellos la resurrección. Yo, en este momento, os sugiero algo. Pensad en los crucificados de la historia de hoy: hombres, mujeres, niños, ancianos que son crucificados por historias de injusticia y de dominación. Pensemos en ellos y recemos. Su testimonio parece repetir a todos nosotros, hombres y mujeres de Iglesia: “No os olvidéis los pobres, amadlos, porque en ellos está presente Jesús crucificado, esperando resucitar”. No os olvidéis de los pobres: antes de venir aquí, he tenido una reunión con legisladores brasileños que trabajan por los pobres, que tratan de promover a los pobres con la asistencia y la justicia social. Y ellos no se olvidan de los pobres: trabajan por los pobres. A vosotros os digo: no os olvidéis de los pobres, porque serán ellos los que os abran la puerta del Cielo.
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
En el camino de catequesis sobre el celo apostólico -estamos reflexionando sobre el celo apostólico -, hoy nos dejamos inspirar por el testimonio de santa Josefina Bakhita, una santa sudanesa. Lamentablemente desde hace meses Sudán está desgarrado por un terrible conflicto armado del que hoy se habla poco; rezamos por el pueblo sudanés, ¡para que pueda vivir en paz! Pero la fama de santa Bakhita ha superado todas las fronteras y ha alcanzado a todos aquellos a los que se les rechaza identidad y dignidad.
Nacida en Darfur – ¡el martirizado Darfur! – en 1869, fue secuestrada de su familia cuando tenía siete años y esclavizada. Sus secuestradores la llamaron “Bakhita”, que significa “afortunada”. Pasó a través de ocho dueños – uno vendía al otro... Los sufrimientos físicos y morales de los que fue víctima de pequeña la dejaron sin identidad. Sufrió malicias y violencias: en el cuerpo llevaba más de cien cicatrices. Pero ella misma testimonió: “Como esclava no me desesperé nunca, porque sentía una fuerza misteriosa que me sostenía”.
Ante esto yo me pregunto: ¿cuál es el secreto de santa Bakhita? Sabemos que a menudo la persona herida a su vez hiere; el oprimido se convierte fácilmente en opresor. Sin embargo, la vocación de los oprimidos es la de liberarse a sí mismo y de los opresores convirtiéndose en restauradores de humanidad. Solo en la debilidad de los opresores se puede revelar la fuerza del amor de Dios que libera a ambos. Santa Bakhita expresa muy bien esta verdad. Un día su tutor le regala un pequeño crucifijo, y ella, que nunca había poseído nada, lo conserva como un tesoro celoso. Mirándolo experimenta una liberación interior porque se siente comprendida y amada y por tanto capaz de comprender y amar: esto es el inicio. Se siente comprendida, se siente amada, como consecuencia capaz de comprender y amar a los otros. De hecho, ella dirá: “El amor de Dios siempre me ha acompañado de forma misteriosa… El Señor me ha querido mucho: es necesario querer a todos… ¡Es necesario compadecer!”. Esta es el alma de Bakhita. Ciertamente, com-padecer significa padecer con las víctimas de tanta inhumanidad presente en el mundo, y también compadecer a quien comete errores e injusticias, no justificando, sino humanizando. Esta es la caricia que ella nos enseña: humanizar. Cuando entramos en la lógica de la lucha, de la división entre nosotros, de los malos sentimientos, uno contra otro, perdemos la humanidad. Y muchas veces pensamos que necesitamos humanidad, de ser más humano. Y este es el trabajo que nos enseña santa Bakhita: humanizar, humanizarnos a nosotros mismos y humanizar a los otros.
Santa Bakhita, se hace cristiana, es transformada por las palabras de Cristo que meditaba cotidianamente: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Por esto decía: “Si Judas hubiera pedido perdón a Jesús también él habría encontrado misericordia”. Podemos decir que la vida de santa Bakhita se ha convertido en una parábola existencial del perdón. Qué bonito decir de una persona “ha sido capaz, ha sido capaz de perdonar siempre”. Y ella fue capaz de hacerlo siempre, es más: su vida es una parábola existencial del perdón. Perdonar porque después nosotros seremos perdonados. No olvidar esto: el perdón, que es la caricia de Dios a todos nosotros.
El perdón la hizo libre. El perdón primero recibido a través del amor misericordioso de Dios, y después el perdón dado la ha hecho una mujer libre, alegre, capaz de amar.
Bakhita pudo vivir el servicio no como una esclavitud, sino como expresión del don libre de sí. Y esto es muy importante: hecha sierva involuntariamente – fue vendida como esclava - después ha elegido libremente hacerse sierva, llevar las cargas de los demás sobre sus hombros.
Santa Josefina Bakhita, con su ejemplo, nos indica el camino para ser finalmente libres de nuestras esclavitudes y miedos. Nos ayuda a desenmascarar nuestras hipocresías y nuestros egoísmos, a superar resentimientos y conflictos. Y nos anima siempre.
Queridos hermanos y hermanas, el perdón no quita nada, pero añade - ¿qué añade el perdón? – dignidad: el perdón no te quita nada, sino que añade dignidad a la persona, hace apartar la mirada de uno mismo hacia los otros, para verlos igual de frágiles que nosotros, pero siempre hermanos y hermanas en el Señor. Hermanos y hermanas, el perdón es fuente de un celo que se hace misericordia y llama a una santidad humilde y alegre, como la de santa Bakhita.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Proseguimos nuestro encuentro con algunos cristianos testigos, ricos de celo en el anuncio del Evangelio. El celo apostólico, el celo por el anuncio: nosotros estamos repasando algunos cristianos que han sido ejemplo de este celo apostólico. Hoy quisiera hablaros de un hombre que ha hecho de Jesús y de los hermanos más pobres la pasión de su vida. Me refiero a san Carlos de Foucauld el cual, «desde su intensa experiencia de Dios, hizo un camino de transformación hasta sentirse hermano de todos» (Cart. enc. Fratelli tutti, 286).
¿Y cuál ha sido el “secreto” de Carlos de Foucauld, de su vida? Él, después de haber vivido una juventud alejada de Dios, sin creer en nada si no en la búsqueda desordenada del placer, lo confía a un amigo no creyente, al que, después de haberse convertido acogiendo la gracia del perdón de Dios en la Confesión, revela la razón de su vivir. Escribe: «He perdido mi corazón por Jesús de Nazaret»[1]. El hermano Carlos nos recuerda así que el primer paso para evangelizar es tener a Jesús dentro del corazón, es “perder la cabeza” por Él. Si esto no sucede, difícilmente logramos mostrarlo con la vida. Más bien corremos el riesgo de hablar de nosotros mismos, de nuestro grupo de pertenencia, de una moral o, peor todavía, de un conjunto de reglas, pero no de Jesús, de su amor, de su misericordia. Esto yo lo veo en algún movimiento nuevo que está surgiendo: hablan de su visión de la humanidad, hablan de su espiritualidad y ellos se sienten un camino nuevo… ¿Pero por qué no habláis de Jesús? Hablan de muchas cosas, de organización, de caminos espirituales, pero no saben hablar de Jesús. Creo que hoy sería bonito que cada uno de nosotros se pregunte: Yo, ¿tengo a Jesús en el centro del corazón? ¿He perdido un poco la cabeza por Jesús?
Carlos sí, hasta el punto que pasa de la atracción por Jesús a la imitación de Jesús. Aconsejado por su confesor, va a Tierra Santa para visitar los lugares en los que el Señor ha vivido y para caminar donde el Maestro ha caminado. En particular es en Nazaret que comprende que tiene que formarse en la escuela de Cristo. Vive una relación intensa con el Señor, pasa largas horas leyendo los Evangelios y se siente su hermano pequeño. Y conociendo a Jesús, nace en él el deseo de darlo a conocer. Siempre sucede así: cuando cada uno de nosotros conoce más a Jesús, nace el deseo de darlo a conocer, de compartir este tesoro. Al comentar el pasaje de la visita de la Virgen a santa Isabel, le hace decir: «Me he donado al mundo… llevadme al mundo». Sí, pero ¿cómo? Como María en el misterio de la Visitación: «en silencio, con el ejemplo, con la vida»[2]. Con la vida, porque «toda nuestra existencia – escribe el hermano Carlos – debe gritar el Evangelio»[3]. Y muchas veces nuestra existencia grita mundanidad, grita muchas cosas estúpidas, cosas extrañas y él dice: “No, toda nuestra existencia debe gritar el Evangelio”.
Entonces decide establecerse en regiones lejanas para gritar el Evangelio en el silencio, viviendo en el espíritu de Nazaret, en pobreza y en lo escondido. Va al desierto del Sahara, entre los no cristianos, y allí llega como amigo y hermano, llevando la mansedumbre de Jesús- Eucaristía. Carlos deja que sea Jesús quien actúe silenciosamente, convencido de que la “vida eucarística” evangeliza. De hecho, cree que es Cristo el primer evangelizador. Así está en oración a los pies de Jesús, delante del tabernáculo, durante unas diez horas al día, seguro de que la fuerza evangelizadora está ahí y sintiendo que es Jesús quien le lleva cerca de tantos hermanos alejados. Y nosotros, me pregunto, ¿creemos en la fuerza de la Eucaristía? Nuestro ir hacia los otros, nuestro servicio, ¿encuentra ahí, en la adoración, su inicio y su cumplimiento?
Estoy convencido de que nosotros hemos perdido el sentido de la adoración; debemos retomarlo, empezando por nosotros los consagrados, los obispos, los sacerdotes, las monjas y todos los consagrados. “Perder” tiempo delante del tabernáculo, retomar el sentido de la adoración.
Carlos de Foucauld escribe: «Todo cristiano es apóstol»[4]; y recuerda a un amigo que «cerca de los sacerdotes hacen falta laicos que vean lo que el sacerdote no ve, que evangelizan con una cercanía de caridad, con una bondad para todos, con un afecto siempre preparado para donarse»[5]. Los laicos santos, no los que trepan. Y esos laicos, ese laico, esa laica que están enamorados de Jesús hacen entender al sacerdote que él no es un funcionario, que él es un mediador, un sacerdote. Nosotros sacerdotes necesitamos mucho tener a nuestro lado a estos laicos que creen de verdad y con su testimonio nos enseñan el camino. Carlos de Foucauld con esta experiencia anticipa los tiempos del Concilio Vaticano II, intuye la importancia de los laicos y comprende que el anuncio del Evangelio pertenece a todo el pueblo de Dios. Pero ¿cómo podemos aumentar esta participación? Como hizo Carlos de Foucauld: poniéndonos de rodillas y acogiendo la acción del Espíritu, que siempre suscita formas nuevas para involucrar, encontrar, escuchar y dialogar, siempre en la colaboración y en la confianza, siempre en comunión con la Iglesia y con los pastores.
San Carlos de Foucauld, figura que es profecía para nuestro tiempo, ha testimoniado la belleza de comunicar el Evangelio a través del apostolado de la mansedumbre: él, que se sentía “hermano universal” y acogía a todos, nos muestra la fuerza evangelizadora de la mansedumbre, de la ternura. No olvidemos que el estilo de Dios está en tres palabras: cercanía, compasión y ternura. Dios está siempre cerca, siempre es compasivo, siempre es tierno. Y el testimonio cristiano debe ir por este camino: de cercanía, de compasión, de ternura. Y él era así, manso y tierno. Deseaba que quien lo encontrara viera, a través de su bondad, la bondad de Jesús. Decía que era, de hecho, «servidor de uno que es mucho más bueno que yo»[6]. Vivir la bondad de Jesús lo llevaba a estrechar vínculos fraternos y de amistad con los pobres, con los Tuareg, con los más alejados de su mentalidad. Poco a poco estos vínculos generaban fraternidad, inclusión, valorización de la cultura del otro. La bondad es sencilla y pide ser personas sencillas, que no tengan miedo de donar una sonrisa. Y con la sonrisa, con su sencillez, hermano Carlos testimoniaba el Evangelio. Nunca proselitismo, nunca: testimonio. La evangelización no se hace por proselitismo, sino por testimonio, por atracción.
Preguntémonos entonces finalmente si llevamos en nosotros y a los otros la alegría cristiana, la mansedumbre cristiana, la ternura cristiana, la compasión cristiana, la cercanía cristiana. Gracias.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy os hablaré de dos hermanos muy famosos en Oriente, hasta el punto de que se les llame “los apóstoles de los eslavos”: los santos Cirilo y Metodio. Nacidos en Grecia en el siglo IX en una familia aristocrática, renuncian a la carrera política para dedicarse a la vida monástica. Pero su sueño de una existencia retirada dura poco. Son enviados como misioneros en la Gran Moravia, que en la época comprendía varios pueblos, ya en parte evangelizados, pero en los cuales sobrevivían muchas costumbres y tradiciones paganas. Su príncipe pedía un maestro que explicara la fe cristiana en su lengua.
La primera tarea de Cirilo y Metodio es por tanto estudiar a fondo la cultura de esos pueblos. Siempre este estribillo: la fe debe ser inculturada y la cultura debe ser evangelizada. Inculturación de la fe, evangelización de la cultura, siempre. Cirilo pregunta si tenían un alfabeto; le responden que no. Y él replica: ¿quién puede escribir un discurso sobre el agua?”. De hecho, para anunciar el Evangelio y para rezar hacía falta un instrumento propio, adecuado, específico. Inventa así el alfabeto glagolítico. Traduce la Biblia y los textos litúrgicos. La gente siente que esa fe cristiana ya no es “extranjera”, sino que se convierte en su fe, hablada en la lengua materna. Pensad: dos monjes griegos que dan un alfabeto a los eslavos. Esta es la apertura del corazón que arraigó el Evangelio entre ellos. No tenían miedo estos dos, eran valientes.
Pero pronto comenzaron los conflictos por parte de algunos latinos, que ven arrebatado el monopolio de la predicación entre los eslavos, esa lucha dentro de la Iglesia, siempre así. Su objeción es religiosa, pero solo en apariencia: Dios puede ser alabado – dicen – solo en las tres lenguas escritas en la cruz, el hebreo, el griego y el latín. Estos tenían la mentalidad cerrada para defender la propia autonomía. Pero Cirilo responde con fuerza: Dios quiere que todo pueblo lo alabe en la propia lengua. Junto al hermano Metodio apela al Papa y este aprueba sus textos litúrgicos en lengua eslava, los hace colocar en el altar de la iglesia de Santa María Mayor y canta con ellos las alabanzas del Señor según esos libros. Cirilo muere pocos días después, sus reliquias son todavía veneradas aquí en Roma, en la basílica de San Clemente. Metodio, sin embargo, es ordenado obispo y enviado de nuevo a los territorios de los eslavos. Aquí tendrá que sufrir mucho, incluso será encarcelado, pero, hermanos y hermanas, nosotros sabemos que la Palabra de Dios no es encadenada y se difunde entre esos pueblos.
Mirando el testimonio de estos dos evangelizadores, que san Juan Pablo II quiso copatrones de Europa y sobre los cuales escribió la encíclica Slavorum Apostoli, vemos tres aspectos importantes.
En primer lugar, la unidad: los griegos, el Papa, los eslavos. En esa época había en Europa una cristiandad no dividida, que colaboraba para evangelizar.
Un segundo aspecto importante es la inculturación, de la cual he dicho algo antes: evangelizar la cultura y la inculturación hace ver que la evangelización y cultura están estrechamente conectadas. No se puede predicar un Evangelio en abstracto, destilado, no: el Evangelio debe ser inculturado y es también expresión de la cultura.
Un último aspecto, la libertad. En la predicación hace falta libertad, pero la libertad siempre necesita de la valentía, una persona es libre cuanto más valiente es y no se deja encadenar por tantas cosas que le quitan la libertad.
Hermanos y hermanas, pidamos a los santos Cirilo y Metodio, apóstoles de los eslavos, ser instrumentos de “libertad en la caridad” para los otros. Ser creativos, ser constantes y ser humildes, con la oración y con el servicio.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Entre los muchos testigos de la pasión por el anuncio del Evangelio, esos evangelizadores apasionados, hoy presento la figura de una mujer francesa del siglo XX, la venerable sierva de Dios Madeleine Delbrêl. Nacida en 1904 y fallecida en 1964, fue asistente social, escritora y mística, y vivió durante más de treinta años en la periferia pobre y obrera de París. Deslumbrada por el encuentro con el Señor, escribió: «Una vez que hemos conocido la palabra de Dios, no tenemos derecho de no recibirla; una vez recibida no tenemos derecho de no dejar que se encarne en nosotros, una vez encarnada en nosotros no tenemos derecho de tenerla para nosotros: desde ese momento pertenecemos a aquellos que la esperan» (La santidad de la gente común, Milán 2020, 71). Hermoso: hermoso esto que escribió…
Después de una adolescencia vivida en el agnosticismo -no creía en nada -, alrededor de los veinte años Madeleine encuentra al Señor, tocada por el testimonio de algunos amigos creyentes. Se pone entonces en la búsqueda de Dios, dando voz a una sed profunda que sentía dentro de sí, y llega a comprender que ese «vacío que gritaba en ella su angustia» era Dios que la buscaba (Deslumbrada por Dios. Correspondencia 1910-1941, Milán 2007, 96). La alegría de la fe la lleva a madurar una elección de vida enteramente donada a Dios, en el corazón de la Iglesia y en el corazón del mundo, simplemente compartiendo en fraternidad la vida de la “gente de la calle”. Poéticamente se dirigía a Jesús así: «Para estar contigo en tu camino, es necesario ir, también cuando nuestra pereza nos suplica que nos quedemos. Tú nos has elegido para estar en un extraño equilibrio, un equilibrio que puede establecerse y mantenerse solo en movimiento, solo en un impulso. Un poco como una bicicleta, que no se sujeta sin dar vueltas […] Podemos estar rectos solo avanzando, moviéndonos, en un impulso de caridad». Es lo que ella llama la “espiritualidad de la bicicleta” (Sentido del humor en el Amor. Meditaciones y poesías, Milán 2011, 56). Solamente en camino, corriendo, vivimos en el equilibrio de la fe, que es un desequilibrio, pero es así: como la bicicleta. Si tú te paras, no se sujeta.
Madeleine tenía el corazón continuamente en salida y se deja interpelar por el grito de los pobres. Sentía que el Dios Viviente del Evangelio debía quemarnos dentro hasta que no hayamos llevado su nombre a los que todavía no lo han encontrado. En este espíritu, dirigida hacia los temblores del mundo y el grito de los pobres, Madeleine se siente llamada a «vivir el amor de Jesús entera y literalmente, desde el aceite del Buen samaritano hasta el vinagre del Calvario, donándole así amor por amor […] para que, amándolo sin reservas y dejándose amar hasta el final, los dos grandes mandamientos de la caridad se encarnen en nosotros y se conviertan en uno solo» (La vocation de la charité, 1, Œuvres complètes XIII, Bruyères-le-Châtel, 138-139).
Finalmente, Madeleine nos enseña otra cosa: que evangelizando se es evangelizado, evangelizando nosotros somos evangelizados. Por eso decía, haciéndose eco de san Pablo: “Ay de mí si evangelizar no me evangeliza”. Evangelizando se evangeliza a uno mismo. Y esta es una hermosa doctrina.
Mirando a esta testigo del Evangelio, también nosotros aprendemos que en toda situación y circunstancia personal o social de nuestra vida, el Señor está presente y nos llama a habitar nuestro tiempo, a compartir la vida de los otros, mezclarnos en las alegrías y los dolores del mundo. En particular, nos enseña que también los ambientes secularizados son de ayuda para la conversión, porque los contactos con los no creyentes provocan al creyente a una continua revisión de su forma de creer y a redescubrir la fe en su esencialidad (cfr Nosotros de las calles, Milán 1988, 268s).
Que Madeleine Delbrêl nos enseñe a vivir esta fe “en movimiento”, digamos así, esta fe fecunda que todo acto de fe hace un acto de caridad en el anuncio del Evangelio. Gracias.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Después de haber encontrado diferentes testigos del anuncio del Evangelio, quiero sintetizar este ciclo sobre el celo apostólico en cuatro puntos, inspirados en la exhortación apostólica Evangelii gaudium, que este mes cumple diez años. El primer punto, que vemos hoy, el primero de los cuatro, se refiere a la actitud de la que depende la sustancia del gesto evangelizador: la alegría. El mensaje cristiano, como hemos escuchado de las palabras que el ángel dirige a los pastores, es el anuncio de «una gran alegría» (Lc 2,10). ¿La razón? ¿Una buena noticia, una sorpresa, un bonito suceso? Mucho más, una persona: ¡Jesús! Jesús es la alegría. Es Él el Dios hecho hombre que ha venido a nosotros. La cuestión, queridos hermanos y hermanas, no es por tanto si anunciarlo, sino cómo anunciarlo, y este “cómo” es la alegría. O anunciamos a Jesús con alegría, o no lo anunciamos, porque otro camino para anunciarlo no es capaz de llevar la verdadera realidad de Jesús.
Es por eso que un cristiano infeliz, un cristiano triste, un cristiano insatisfecho o, peor todavía, resentido y rencoroso no es creíble. ¡Este hablará de Jesús, pero nadie le creerá! Una vez me decía una persona, hablando de estos cristianos: “Pero son cristianos con cara de bacalao!”, es decir, no expresan nada, son así, y la alegría es esencial. Es esencial vigilar sobre nuestros sentimientos. La evangelización obra la gratuidad, porque viene de la plenitud, no de la presión. Y cuando se hace una evangelización. – se quiere hacer, pero eso no va – en base a ideologías, esto no es evangelizar, esto no es el Evangelio. El Evangelio no es una ideología: el Evangelio es un anuncio, un anuncio de alegría. Las ideologías son frías, todas. El Evangelio tiene el calor de la alegría. Las ideologías no saben sonreír, el Evangelio es una sonrisa, te hace sonreír porque te toca el alma con la Buena Noticia.
El nacimiento de Jesús, en la historia como en la vida, es el principio de la alegría: pensad en lo que les sucedió a los discípulos de Emaús que de la alegría no podían creer, y los otros, después, los discípulos todos juntos, cuando Jesús va al Cenáculo, no podían creer de la alegría (cfr. Lc 24,13-35). La alegría de tener a Jesús resucitado. El encuentro con Jesús siempre te lleva a la alegría y si esto no te sucede a ti, no es un verdadero encuentro con Jesús.
Y esto que hace Jesús con los discípulos nos dice que los primeros que deben ser evangelizados son los discípulos, los primeros que deben ser evangelizados somos nosotros, cristianos: somos nosotros. Y esto es muy importante.
Inmersos en el clima veloz y confuso de hoy, también nosotros, de hecho, podríamos encontrarnos viviendo la fe con un sutil sentido de renuncia, persuadidos que para el Evangelio no haya más escucha y que ya no valga la pena comprometerse para anunciarlo. Podríamos incluso ser tentados por la idea de dejar que “los otros” vayan por su camino. Sin embargo, precisamente este es el momento de volver al Evangelio para descubrir que Cristo «es siempre joven y fuente constante de novedad» (Evangelii gaudium, 11).
Así, como los dos de Emaús, se vuelve a la vida cotidiana con el impulso de quien ha encontrado un tesoro: estaban felices, estos dos, porque habían encontrado a Jesús, y ha cambiado su vida. Y se descubre que la humanidad abunda de hermanos y hermanas que esperan una palabra de esperanza. El Evangelio es esperado también hoy: el hombre de hoy es como el hombre de todo tiempo: lo necesita, también la civilización de la incredulidad programada y de la secularidad institucionalizada; es más, sobre todo la sociedad que deja desiertos los espacios del sentido religioso, necesita de Jesús. Este es el momento favorable al anuncio de Jesús. Por eso quisiera decir nuevamente a todos: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría» (ibid.,1). No olvidemos esto. Y si alguno de nosotros no percibe esta alegría, se pregunte si ha encontrado a Jesús. Una alegría interior. El Evangelio va en el camino de la alegría, siempre, es el gran anuncio. Invito a todo cristiano, en cualquier lugar y situación se encuentre, a renovar hoy mismo su encuentro con Jesucristo. Cada uno de nosotros hoy se tome un poco de tiempo y piense: “Jesús, Tú estás dentro de mí: yo quiero encontrarte todos los días. Tú eres una Persona, no eres una idea; Tú eres un compañero de camino, no eres un programa. Tú eres Amor que resuelve muchos problemas. Tú eres el inicio de la evangelización. Tú, Jesús eres la fuente de la alegría”. Amén.
¡Queridos hermanos y hermanas!
Después de haber visto, la vez pasada, que el anuncio cristiano es alegría, detengámonos hoy en un segundo aspecto: es para todos, el anuncio cristiano es alegría para todos. Cuando encontramos verdaderamente al Señor Jesús, el estupor de este encuentro impregna nuestra vida y pide ser llevado más allá de nosotros. Él desea esto, que su Evangelio sea para todos. En él, de hecho, hay un “poder humanizador”, una plenitud de vida que está destinada a todo hombre y a toda mujer, porque Cristo ha nacido, muerto y resucitado por todos. Por todos, nadie excluido.
En Evangelii gaudium se lee: «Todos tienen el derecho de recibir el Evangelio. Los cristianos tienen el deber de anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable. La Iglesia no crece por proselitismo sino “por atracción”» (n. 14). Hermanos, hermanas, sintámonos al servicio de la destinación universal del Evangelio, es para todos; y distingámonos por la capacidad de salir de nosotros mismos – un anuncio para ser verdadero anuncio debe salir del propio egoísmo – y tener también la capacidad de superar todo confín. Los cristianos se encuentran en el atrio más que en la sacristía, y van por «las plazas y calles de la ciudad» (Lc 14,21). Deben ser abiertos y expansivos, los cristianos deben ser “extrovertidos”, y este carácter suyo proviene de Jesús, que ha hecho de su presencia en el mundo un camino continuo, dirigido a alcanzar a todos, incluso aprendiendo de ciertos encuentros suyos.
En este sentido, el Evangelio narra el sorprendente encuentro de Jesús con una mujer extranjera, una cananea que le suplica que sane a la hija enferma (cfr Mt 15,21-28). Jesús se niega, diciendo que ha sido enviado solo «a las ovejas perdidas de la casa de Israel» y que «no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos» (vv. 24.26). Pero la mujer, con la insistencia típica de los sencillos, replica que también «los perritos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos» (v. 27). Jesús se quedó impresionado y le dice: «Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas» (v. 28). Este encuentro con esta mujer tiene algo único. No solo alguien hace cambiar de idea a Jesús, y se trata de una mujer, extranjera y pagana; sino que el Señor mismo encuentra confirmación al hecho de que su predicación no debe limitarse al pueblo al que pertenece, sino abrirse a todos.
La Biblia nos muestra que cuando Dios llama a una persona y hace un pacto con algunos el criterio siempre es este: elige a alguno para alcanzar a otros, este es el criterio de Dios, de la llamada de Dios. Todos los amigos del Señor han experimentado la belleza, pero también la responsabilidad y el peso de ser “elegidos” por Él. Y todos han sentido el desánimo ante las propias debilidades o la pérdida de sus seguridades. Pero la tentación quizá más grande es la de considerar la llamada recibida como un privilegio, por favor no, la llamada no es un privilegio, nunca. Nosotros no podemos decir que somos privilegiados en relación con los otros, no. La llamada es para un servicio. Y Dios elige uno para amar a todos, para llegar a todos.
También para prevenir la tentación de identificar el cristianismo con una cultura, con una etnia, con un sistema. Así, más bien, pierde su naturaleza verdaderamente católica, es decir para todos, universal: no es un grupito de elegidos de primera clase. No lo olvidemos: Dios elige a alguien para amar a todos. Este horizonte de universalidad. El Evangelio no es solo para mí, es para todos, no lo olvidemos. Gracias.
Queridos hermanos y hermanas, las veces pasadas hemos visto que el anuncio cristiano es alegría y es para todos; hoy vemos un tercer aspecto: es para hoy.
Casi siempre se oye hablar mal del hoy. Cierto, entre guerras, cambios climáticos, injusticias planetarias y migraciones, crisis de la familia y de la esperanza, no faltan motivos de preocupación. En general, el hoy parece habitado por una cultura que pone al individuo por encima de todo y la técnica en el centro de todo, con su capacidad de resolver muchos problemas y sus gigantescos progresos en muchos campos. Pero al mismo tiempo esta cultura del progreso técnico-individual lleva a afirmar una libertad que no quiere ponerse límites y se muestra indiferente hacia quien se queda atrás. Y así entrega las grandes aspiraciones humanas a las lógicas a menudo voraces de la economía, con una visión de la vida que descarta a quien no produce y le cuesta mirar más allá del inmanente. Podríamos incluso decir que nos encontramos en la primera civilización de la historia que globalmente trata de organizar una sociedad humana sin la presencia de Dios, concentrándose en enormes ciudades que se mantienen horizontales, aunque tengan rascacielos vertiginosos.
Viene a la mente el pasaje de la ciudad de Babel y de su torre (cfr Gen 11,1-9). En él se narra un proyecto social que prevé sacrificar toda individualidad a la eficiencia de la colectividad. La humanidad habla una sola lengua – podríamos decir que tiene un “pensamiento único” -, está como envuelta en una especie de encanto general que absorbe la unicidad de cada uno en una burbuja de uniformidad. Entonces Dios confunde las lenguas, es decir restablece las diferencias, recrea las condiciones para que puedan desarrollarse unicidades, reanima el múltiple donde la ideología quisiera imponer el único. El Señor aparta a la humanidad también de su delirio de omnipotencia: «hagámonos famosos», dicen exaltados los habitantes de Babel (v. 4), que quieren llegar hasta el cielo, ponerse en el lugar de Dios. Pero son ambiciones peligrosas, alienantes, destructivas, y el Señor, frustrando estas expectativas, protege a los hombres, impidiendo un desastre anunciado. Parece realmente actual este pasaje: también hoy la cohesión, más que la fraternidad y la paz, se basa a menudo en la ambición, en los nacionalismos, la homologación, en estructuras técnico-económicas que inculcan la persuasión que Dios sea insignificante e inútil: no tanto porque se busca un algo más de saber, sino sobre todo por un algo más de poder. Es una tentación que impregna los grandes desafíos de la cultura actual.
En Evangelii gaudium he tratado de describir algunas (cfr nn. 52-75), pero sobre todo he invitado a «una evangelización que ilumine los nuevos modos de relación con Dios, con los otros y con el espacio, y que suscite los valores fundamentales. Es necesario llegar allí donde se gestan los nuevos relatos y paradigmas, alcanzar con la Palabra de Jesús los núcleos más profundos del alma de las ciudades» (n. 74). En otras palabras, se puede anunciar a Jesús solo habitando la cultura del propio tiempo; y siempre teniendo en el corazón las palabras del apóstol Pablo sobre el hoy: «en el tiempo favorable te escuché y en el día de salvación te ayudé» (2 Cor 6,2). Por tanto, no hay que contraponer al hoy visiones alternativas procedentes del pasado. Tampoco basta con simplemente reiterar convicciones religiosas adquiridas que, por verdaderas que sean, se vuelven abstractas con el paso del tiempo. Una verdad no se vuelve más creíble porque se levante la voz al decirla, sino porque se testimonia con la vida.
El celo apostólico nunca es una simple repetición de un estilo adquirido, sino testimonio de que el Evangelio está vivo hoy aquí para nosotros. Conscientes de esto, miramos por tanto a nuestra época y a nuestra cultura como a un don. Estas son nuestras y evangelizarlas no significa juzgarlas de lejos, ni tampoco estar en un balcón gritando el nombre de Jesús, sino bajar a la calle, ir a los lugares donde se vive, frecuentar los espacios donde se sufre, se trabaja, se estudia y se reflexiona, habitar los cruces de los caminos donde los seres humanos comparten lo que tiene sentido para sus vidas. Significa ser, como Iglesia, «levadura de diálogo, de encuentro, de unidad. Además, nuestras formulaciones de fe son fruto de un diálogo y de un encuentro de culturas, comunidades e instancias diferentes. No debemos tener miedo del diálogo: es precisamente la confrontación y la crítica las que nos ayuda a preservar a la teología de transformarse en ideología» (Discurso al V Congreso nacional de la Iglesia italiana, Florencia, 10 de noviembre 2015).
Necesitamos estar en los cruces de los caminos de hoy. Salir de ellos significaría empobrecer el Evangelio y reducir la Iglesia a una secta. Frecuentarlos, sin embargo, nos ayuda a los cristianos a comprender de forma renovada las razones de nuestra esperanza, para extraer y compartir el tesoro de la fe «lo nuevo y lo viejo» (Mt 13,52). En resumen, más que querer reconvertir el mundo de hoy, es necesario convertir la pastoral para que encarne mejor el Evangelio en el hoy (cf. Evangelii gaudium, 25). Hagamos nuestro el deseo de Jesús: ayudar a nuestros compañeros de viaje a no perder el deseo de Dios, para abrirle el corazón y encontrar al único que, hoy y siempre, dona paz y alegría al hombre.
Queridos hermanos y hermanas,
en las catequesis pasadas hemos visto que el anuncio del Evangelio es alegría, es para todos y va dirigido al hoy. Descubrimos ahora una última característica esencial: es necesario que el anuncio suceda en el Espíritu Santo. De hecho, para “comunicar a Dios” no bastan la alegre credibilidad del testimonio, la universalidad del anuncio y la actualidad del mensaje. Sin el Espíritu Santo todo celo es vano y falsamente apostólico: sería solo nuestro y no traería fruto.
En Evangelii gaudium recordé que «Jesús es el primero y el más grande evangelizador»; que «en cualquier forma de evangelización el primado es siempre de Dios», el cual «quiso llamarnos a colaborar con Él e impulsarnos con la fuerza de su Espíritu» (n. 12). ¡Este es el primado del Espíritu Santo! Por eso el Señor compara el dinamismo del Reino de Dios a «un hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo» (Mc 4,26-27). El Espíritu es el protagonista, precede siempre a los misioneros y hace brotar los frutos. ¡Esta conciencia nos consuela mucho! Y nos ayuda a especificar otra, igualmente decisiva: es decir que en su celo apostólico la Iglesia no se anuncia a sí misma, sino una gracia, un don, y el Espíritu Santo es precisamente el Don de Dios, como dijo Jesús a la mujer samaritana (cfr Jn 4,10).
Pero el primado del Espíritu no debe inducirnos a la indolencia. La confianza no justifica la retirada. La vitalidad de la semilla que crece por sí misma no autoriza a los campesinos al abandono del campo. Jesús, al dar las últimas recomendaciones antes de subir al cielo, dijo: «recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos […] hasta los confines de la tierra» (Hch 1,8). El Señor no nos ha dejado cuadernos de teología o un manual de pastoral para aplicar, sino al Espíritu Santo que suscita la misión. Y la audacia valiente que el Espíritu Santo infunde nos lleva a imitar el estilo, que siempre tiene dos características: la creatividad y la sencillez.
Creatividad, para anunciar a Jesús con alegría, a todos y en el hoy. En esta nuestra época, que no ayuda a tener una mirada religiosa sobre la vida y en la que el anuncio se ha convertido en diversos lugares más difícil, cansado, aparentemente infructífero, puede nacer la tentación de desistir del servicio pastoral. Quizá nos refugiamos en zonas de seguridad, como la repetición habitual de cosas que se hacen siempre, o en las tentadoras llamadas de una espiritualidad intimista, o incluso en un sentimiento mal comprendido de la centralidad de la liturgia. Son tentaciones que se disfrazan de fidelidad a la tradición, pero a menudo, más que respuestas al Espíritu, son reacciones a las insatisfacciones personales. Sin embargo, la creatividad pastoral, el ser audaces en el Espíritu, ardientes de su fuego misionero, es prueba de fidelidad a Él. Por eso he escrito que «Jesucristo también puede romper los esquemas aburridos en los cuales pretendemos encerrarlo y nos sorprende con su constante creatividad divina. Cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual» (Evangelii gaudium, 11).
Creatividad, por tanto; y después sencillez, precisamente porque el Espíritu nos lleva a la fuente, al “primer anuncio”. De hecho, es «el fuego del Espíritu que […] nos hace creer en Jesucristo, que con su muerte y resurrección nos revela y nos comunica la misericordia infinita del Padre» (ivi, 164). Este es el primer anuncio, que «debe ocupar el centro de la actividad evangelizadora y de todo intento de renovación eclesial»; para repetir: «Jesucristo te ama, dio su vida para salvarte, y ahora está vivo a tu lado cada día, para iluminarte, para fortalecerte, para liberarte» (ibid).
Hermanos y hermanas, dejémonos cautivar por el Espíritu Santo e invoquémoslo cada día: sea Él el principio de nuestro ser y de nuestro obrar; sea el inicio de toda actividad, encuentro, reunión y anuncio. Él vivifica y rejuvenece la Iglesia: con Él no debemos temer, porque Él, que es la armonía, mantiene siempre creatividad y sencillez juntas, suscita la comunión y envía en misión, abre a la diversidad y reconduce a la unidad. Él es nuestra fuerza, el aliento de nuestro anuncio, la fuente del celo apostólico. ¡Ven, Espíritu Santo!
Texto bíblico leído: Mc 7,31-35
Queridos hermanos y hermanas,
concluimos hoy el ciclo dedicado al celo apostólico, durante el cual nos hemos dejado inspirar por la palabra de Dios, para ayudar a cultivar la pasión por el anuncio del Evangelio. Y esto incumbe a cada cristiano. Pensemos en el hecho de que, en el bautismo, el celebrante dice, tocando las orejas y los labios del bautizado: “El Señor Jesús, que hizo oír a los sordos y hablar a los mudos, te conceda, a su tiempo escuchar su Palabra y proclamar la fe”.
Hemos escuchado el prodigio de Jesús. El evangelista Marcos se toma mucho tiempo para describir dónde tuvo lugar: “Hacia el mar de Galilea…” ¿Qué es lo que aúna estos territorios? El estar principalmente habitados por paganos. No eran territorios habitados por israelíes, sino principalmente por paganos. Los discípulos salieron con Jesús, que es capaz de abrir las orejas y la boca: el fenómeno del mutismo y de la sordera, en la Biblia, es también metafórico, y designa el cierre a las llamadas de Dios. Hay una sordera física, pero en la Biblia quien es sordo a la palabra de Dios es mudo, es el que no comunica la Palabra de Dios.
Otro signo también es indicativo: el Evangelio relata la palabra decisiva de Jesús en arameo, “efatá”, que significa “ábrete”, deja que tus oídos se abran, deja que tu lengua se abra; y no se trata de una invitación dirigida al sordomudo, que no podía oírla, sino precisamente a los discípulos de aquel tiempo y de todos los tiempos. También nosotros, que hemos recibido la efatá del Espíritu en el bautismo, estamos llamados a abrirnos. “Ábrete”, dice Jesús a cada creyente y a su Iglesia: ¡Ábrete, porque el mensaje del Evangelio te necesita para ser testimoniado y anunciado! Y esto nos hace pensar también en la actitud del cristiano: el cristiano debe estar abierto a la Palabra de Dios y al servicio de los demás. Los cristianos cerrados siempre acaban mal, porque no son cristianos, son ideólogos, ideólogos de la cerrazón. Un cristiano debe estar abierto al anuncio de la Palabra de Dios, a la acogida de los hermanos y de las hermanas. Y por eso, este efatá, este “ábrete”, es una invitación para todos nosotros.
También al final de los Evangelios, Jesús nos entrega su deseo misionero: Vayan más lejos, vayan a apacentar, vayan a predicar el Evangelio.
Hermanos y hermanas, sintámonos todos llamados, como bautizados, a testimoniar y anunciar a Jesús. Y pidamos la gracia, como Iglesia, de saber realizar una conversión pastoral y misionera. El Señor, a la orilla del mar de Galilea le preguntó a Pedro si le amaba, y luego le pidió que pastoreara sus ovejas (cf. Jn 21,15-17). Preguntémonos también nosotros, hagámonos cada uno de nosotros esta pregunta: ¿Amo realmente al Señor, hasta el punto de querer anunciarlo? ¿Quiero convertirme en su testigo o me contento con ser su discípulo? ¿Llevo al corazón a las personas que conozco? ¿Las llevo a Jesús en oración? ¿Quiero hacer algo para que la alegría del Evangelio, que ha transformado mi vida, haga más bella la de ellos? Pensemos en esto. Pensemos en estas preguntas y vayamos adelante con nuestro testimonio. Gracias.