Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy comenzamos el ciclo de catequesis que se desarrollará durante todo el Año Jubilar. El tema es «Jesucristo nuestra esperanza»: Él es, en efecto, la meta de nuestra peregrinación, y Él mismo es el camino, la senda a seguir.
La primera parte tratará de la infancia de Jesús, que nos narran los evangelistas Mateo y Lucas (cf. Mt 1-2; Lc 1-2). Los Evangelios de la infancia relatan la concepción virginal de Jesús y su nacimiento del vientre de María; recuerdan las profecías mesiánicas cumplidas en Él y hablan de la paternidad legal de José, que injertó al Hijo de Dios en el «tronco» de la dinastía davídica. Se nos presenta a un Jesús recién nacido, niño y adolescente, sumiso a sus padres y, al mismo tiempo, consciente de que está totalmente entregado al Padre y a su Reino. La diferencia entre los dos evangelistas es que mientras Lucas relata los acontecimientos a través de los ojos de María, Mateo lo hace a través de los de José, insistiendo en una paternidad tan inédita.
Mateo abre su Evangelio y todo el canon del Nuevo Testamento con la «genealogía de Jesucristo hijo de David, hijo de Abraham» (Mateo 1:1). Se trata de una lista de nombres ya presentes en las Escrituras hebreas, para mostrar la verdad de la historia y la verdad de la vida humana. De hecho, «la genealogía del Señor es la verdadera historia, en la que están presentes algunos nombres, por así decir, problemáticos, y se subraya el pecado del rey David (cf. Mt 1,6). Todo, sin embargo, termina y florece en María y en Cristo (cf. Mt 1,16)» (Carta sobre la renovación del estudio de la historia de la Iglesia, 21 de noviembre de 2024). Aparece, pues, la verdad de la vida humana que pasa de una generación a otra entregando tres cosas: un nombre que encierra una identidad y una misión únicas; la pertenencia a una familia y a un pueblo; y finalmente la adhesión de fe al Dios de Israel.
La genealogía es un género literario, es decir, una forma adecuada a transmitir un mensaje muy importante: nadie se da la vida a sí mismo, sino que la recibe como don de otros; en este caso, se trata del pueblo elegido, y de los que heredan el depósito de la fe de sus padres: al transmitir la vida a sus hijos, les transmiten también la fe en Dios.
Pero a diferencia de las genealogías del Antiguo Testamento, en las que sólo aparecen nombres masculinos, porque en Israel es el padre quien impone el nombre a su hijo, en la lista de Mateo de los antepasados de Jesús también aparecen mujeres. Encontramos a cinco de ellas: Tamar, la nuera de Judá que, al quedarse viuda, se hace pasar por prostituta para asegurar una descendencia a su marido (cf. Gn 38); Racab, la prostituta de Jericó que permite a los exploradores judíos entrar en la tierra prometida y conquistarla (cf. Stg 2); Rut, la moabita que, en el libro homónimo, permanece fiel a su suegra, cuida de ella y se convertirá en bisabuela del rey David; Betsabé, con la que David comete adulterio y, tras hacer matar a su marido, engendra a Salomón (cf. 2 Sam 11); y, por último, María de Nazaret, esposa de José, de la casa de David: de ella nace el Mesías, Jesús.
Las cuatro primeras mujeres están unidas no por el hecho de ser pecadoras, como a veces se dice, sino por el hecho de ser extranjeras para el pueblo de Israel. Lo que Mateo destaca es que, como ha escrito Benedicto XVI, «a través de ellas... el mundo de los gentiles entra en la genealogía de Jesús: se manifiesta su misión a los judíos y a los paganos» (La infancia de Jesús, Milán-Ciudad del Vaticano 2012, 15).
Mientras las cuatro mujeres anteriores se mencionan junto al hombre que nació de ellas o al que lo generó, María, al contrario, adquiere un particular relieve: marca un nuevo comienzo, ella misma es un nuevo comienzo, porque en su historia ya no es la criatura humana la protagonista de la generación, sino Dios mismo. Esto se desprende claramente del verbo «nació»: «Jacob fue padre de José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo» (Mt 1,16). Jesús es hijo de David, injertado por José en esa dinastía y destinado a ser el Mesías de Israel, pero también es hijo de Abraham y de mujeres extranjeras, destinado por tanto a ser la «Luz para iluminar las naciones paganas» (cf. Lc 2,32) y el «Salvador del mundo» (Jn 4,42).
El Hijo de Dios, consagrado al Padre con la misión de revelar su Rostro (cf. Jn 1,18; Jn 14,9), entra en el mundo como todos los hijos del ser humano, hasta el punto de que en Nazaret se le llamará «hijo de José» (Jn 6,42) o «hijo del carpintero» (Mt 13,55). Verdadero Dios y verdadero hombre.
Hermanos y hermanas, despertemos en nosotros el recuerdo agradecido hacia nuestros antepasados. Y, sobre todo, demos gracias a Dios, que, a través de la Madre Iglesia, nos ha generado a la vida eterna, la vida de Jesús, nuestra esperanza.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Quisiera dedicar ésta y la próxima catequesis a los niños y reflexionar sobre la plaga del trabajo infantil.
Hoy podemos mirar hacia Marte o hacia los mundos virtuales, pero nos cuesta mirar a los ojos de un niño marginado, explotado y maltratado. El siglo que genera inteligencia artificial y diseña existencias multiplanetarias aún no ha asumido la lacra de la infancia humillada, explotada y herida de muerte. Reflexionemos sobre ello.
En primer lugar, preguntémonos: ¿qué mensaje nos da la Sagrada Escritura sobre los niños? Es curioso constatar que la palabra que más se repite en el Antiguo Testamento, después del nombre divino de Yahvé, es la palabra ben, es decir, «hijo»: casi cinco mil veces. «He aquí que la heredad del Señor son los hijos (ben); su recompensa es el fruto del vientre» (Sal 127,3). Los hijos son un don de Dios. Por desgracia, este don no siempre se trata con respeto. La propia Biblia nos lleva a las calles de la historia donde resuenan cantos de alegría, pero también se elevan los gritos de las víctimas. Por ejemplo, en el libro de las Lamentaciones leemos: «La lengua del lactante se pegaba a su paladar a causa de la sed; los niños pedían pan y no había quien se lo partiera» (4,4); y el profeta Naum, recordando lo que había sucedido en las antiguas ciudades de Tebas y Nínive, escribe: «Los niños eran aplastados en las encrucijadas de todos los caminos» (3,10). Pensemos en cuántos niños mueren hoy de hambre y penuria, o destrozados por las bombas.
Incluso sobre Jesús recién nacido estalla de inmediato la tormenta de la violencia de Herodes, que masacra a los niños de Belén. Un drama oscuro que se repite de otras formas en la historia. Y aquí, para Jesús y sus padres, está la pesadilla de convertirse en refugiados en un país extranjero, como sucede también hoy a tantas personas (cf. Mt 2,13-18), a tantos niños. Después de la tempestad, Jesús crece en un pueblo nunca mencionado en el Antiguo Testamento, Nazaret; aprende el oficio de carpintero de su padre legal, José (cf. Mc 6,3; Mt 13,55). Así, «el niño crecía y se fortalecía, lleno de sabiduría, y la gracia de Dios caía sobre él» (Lc 2,40).
En su vida pública, Jesús iba predicando por los pueblos junto con sus discípulos. Un día se le acercaron unas madres y le presentaron a sus bebés para que los bendijera; pero los discípulos las reprendieron. Entonces Jesús, rompiendo con la tradición que consideraba al niño sólo como un objeto pasivo, llama a los discípulos y les dice: «Dejad que los niños vengan a mí y no se lo impidáis; porque de los que son como ellos es el Reino de Dios». Y así señala a los pequeños como modelo para los adultos. Y añade solemnemente: «En verdad os digo que el que no reciba el Reino de Dios como lo recibe un niño, no entrará en él» (Lc 18,16-17).
En un pasaje similar, Jesús llama a un niño, lo pone en medio de los discípulos y les dice: «Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt 18,3). Y luego advierte: «A cualquiera que ofenda a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgaran al cuello una piedra de molino y lo arrojaran al fondo del mar» (Mt 18,6).
Hermanos y hermanas, los discípulos de Jesucristo nunca deben permitir que se descuide o maltrate a los niños, que se les prive de sus derechos, que no se les quiera ni se les proteja. Los cristianos tienen el deber de prevenir seriamente y condenar con firmeza la violencia o los abusos contra los niños.
También hoy, en particular, demasiados niños son obligados a trabajar. Pero un niño que no sonríe, un niño que no sueña, no podrá conocer ni hacer florecer sus talentos. En todas partes de la tierra hay niños explotados por una economía que no respeta la vida; una economía que, al hacerlo, quema nuestra mayor reserva de esperanza y de amor. Pero los niños ocupan un lugar especial en el corazón de Dios, y quien hace daño a un niño tendrá que rendirle cuentas.
Queridos hermanos y hermanas, quienes se reconocen hijos de Dios, y especialmente quienes son enviados a llevar a los demás la buena noticia del Evangelio, no pueden permanecer indiferentes; no pueden aceptar que a hermanas y hermanos pequeños, en lugar de amarlos y protegerlos, se les robe su infancia, sus sueños, víctimas de la explotación y la marginación.
Pidamos al Señor que abra nuestras mentes y nuestros corazones al cuidado y a la ternura, y que cada niño y cada niña crezca en edad, sabiduría y gracia (cf. Lc 2, 52), recibiendo y dando amor. Gracias.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la audiencia precedente hablamos de los niños, y hoy también vamos a hablar de los niños. La semana pasada nos detuvimos en cómo, en su misión, Jesús habló repetidamente de la importancia de proteger, acoger y amar a los más pequeños.
Sin embargo, aún hoy, en el mundo, cientos de millones de menores se ven obligados a trabajar, a pesar de no tener la edad mínima para someterse a las obligaciones de la edad adulta, y muchos de ellos están expuestos a trabajos especialmente peligrosos. Por no hablar de los niños y niñas que son esclavos de la trata para la prostitución o la pornografía, y de los matrimonios forzados. Y esto es algo amargo. En nuestras sociedades, lamentablemente, los niños sufren numerosas formas de abusos y malos tratos. El maltrato infantil, sea cual sea su naturaleza, es un acto despreciable, es un acto atroz. ¡No es simplemente una lacra de la sociedad, no, es un crimen! Es una gravísima violación de los mandamientos de Dios. Ningún niño debería sufrir abusos. Un solo caso ya es demasiado. Es necesario, por tanto, despertar nuestras conciencias, practicar la cercanía y la solidaridad concreta con los niños y jóvenes abusados y, al mismo tiempo, crear confianza y sinergias entre quienes se comprometen a ofrecerles oportunidades y lugares seguros en los que crecer serenos. Conozco un país de América Latina donde crece una fruta especial, muy especial, llamada arándano. Para cosechar el arándano se necesitan manos tiernas, y obligan a los niños a hacerlo, los esclavizan desde pequeños para que hagan la recolección.
Las pobrezas difusas, la escasez de herramientas sociales de apoyo a las familias, la marginalidad que ha aumentado en los últimos años junto con el desempleo y la precariedad laboral son factores que cargan sobre los más pequeños el precio más alto a pagar. En las metrópolis, donde «muerden» la disparidad social y la degradación moral, hay niños empleados en el tráfico de drogas y en las más diversas actividades ilícitas. ¡Cuántos de estos niños hemos visto caer como víctimas sacrificiales! A veces, trágicamente, son inducidos a convertirse en «verdugos» de otros compañeros de su misma edad, además a dañarse a sí mismos, su dignidad y su humanidad. Y, sin embargo, cuando en la calle, en el barrio de la parroquia, estas vidas perdidas se ofrecen a nuestra mirada, a menudo volvemos la cabeza hacia otro lado.
Hay un caso en mi país: un niño llamado Loan fue secuestrado y se desconoce su paradero. Y una de las hipótesis es que lo enviaron para extraerle órganos, para hacer trasplantes. Y esto se hace. Ustedes ya lo saben. ¡Esto se hace! Algunos vuelven con una cicatriz, otros mueren. Por eso me gustaría recordar hoy a este pequeño, Loan.
Nos cuesta reconocer la injusticia social que lleva a dos niños, que quizá viven en el mismo barrio o bloque de apartamentos, a tomar caminos y destinos diametralmente opuestos porque uno de ellos nació en una familia desfavorecida. Una fractura humana y social inaceptable: entre los que pueden soñar y los que deben sucumbir. Pero Jesús nos quiere a todos libres y felices; y si ama a cada hombre y a cada mujer como a su hijo y a su hija, ama a los más pequeños con toda la ternura de su corazón. Por eso nos pide que nos detengamos a escuchar el sufrimiento de los que no tienen voz, de los que no tienen educación. Luchar contra la explotación, especialmente la infantil, es la manera principal de construir un futuro mejor para toda la sociedad. Algunos países han tenido la sabiduría de escribir los derechos de los niños. Los niños tienen derechos. Busquen ustedes mismos en Internet cuáles son los derechos del niño.
Entonces podremos preguntarnos: ¿qué puedo hacer yo? En primer lugar, deberíamos reconocer que, si queremos erradicar el trabajo infantil, no podemos ser sus cómplices. ¿Y cuándo lo somos? Por ejemplo, cuando compramos productos que emplean mano de obra infantil. ¿Cómo puedo comer y vestirme sabiendo que detrás de esa comida o de esa ropa hay niños explotados, que trabajan en vez de ir a la escuela? Tomar conciencia de lo que compramos es un primer acto para no ser cómplices. Ver de dónde proceden esos productos. Algunos dirán que, como individuos, no podemos hacer mucho. Es cierto, pero cada uno puede ser una gota que, unida a muchas otras gotas, puede convertirse en un mar. Sin embargo, también hay que recordar a las instituciones, incluidas las eclesiásticas, y a las empresas su responsabilidad: pueden marcar la diferencia dirigiendo sus inversiones a empresas que no utilicen ni permitan el trabajo infantil. Muchos Estados y organizaciones internacionales ya han promulgado leyes y directivas contra el trabajo infantil, pero se puede hacer más. También insto a los periodistas – aquí hay algunos periodistas - a que cumplan con su parte: pueden contribuir a concienciar sobre el problema y ayudar a encontrar soluciones. No tengan miedo, denuncien estas cosas.
Y doy las gracias a todos aquellos que no miran hacia otro lado cuando ven a niños obligados a convertirse en adultos demasiado pronto. Recordemos siempre las palabras de Jesús: «Todo lo que hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo" (Mt 25,40).
Santa Teresa de Calcuta, alegre trabajadora en la viña del Señor, fue madre de los niños más desfavorecidos y olvidados. Con la ternura y el cuidado de su mirada, ella puede acompañarnos a ver a los pequeños invisibles, los demasiados esclavos de un mundo que no podemos abandonar a sus injusticias. Porque la felicidad de los más débiles construye la paz de todos. Y con Madre Teresa damos voz a los niños:
«Pido un lugar seguro
donde pueda jugar.
Pido una sonrisa
de quien sabe amar.
Pido el derecho a ser un niño,
a ser esperanza
de un mundo mejor.
Pido poder crecer
como persona.
¿Puedo contar contigo?» (Santa Teresa de Calcuta)
Gracias.