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El Testigo Fiel
formación, reflexión y amistad en la fe, con una mirada católica ~ en línea desde el 20 de junio de 2003 ~
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Documentación: Esteban de Hungría
San Esteban, rey de Hungría, que, regenerado por el bautismo y recibida la corona real de manos del papa Silvestre II, impulsó la propagación de la fe cristiana entre los húngaros, puso en orden la Iglesia en su reino, la dotó de bienes y monasterios, fue justo y pacífico en el gobierno de sus súbditos y, finalmente, en Alba Real (Székesfehérvár), en Hungría, en el día de la Asunción, su alma partió hacia el cielo.

Hijo mío, escucha la corrección de tu padre

fuente: De los consejos a su hijo (Caps 1.2.10: PL 151,1236-1237.1242-1244)
Se utiliza en: San Esteban de Hungría (lecc. único) (16/8)

En primer lugar, te ordeno, te aconsejo, te recomiendo, hijo amadísimo, si deseas honrar la corona real, que conserves la fe católica y apostólica con tal diligencia y desvelo que sirvas de ejemplo a todos los súbditos que Dios te ha dado, y que todos los varones eclesiásticos puedan con razón llamarte hombre de auténtica vida cristiana, sin la cual ten por cierto que no mereces el nombre de cristiano o de hijo de la Iglesia. En el palacio real, después de la fe ocupa el segundo lugar la Iglesia, plantada primero por Cristo, nuestra cabeza, transplantada luego y firmemente edificada por sus miembros, los apóstoles y los santos padres, y difundida por todo el orbe. Y, aunque continuamente engendra nuevos hijos, en ciertos lugares ya es considerada como antigua.

En nuestro reino, hijo amadísimo, debe considerarse aún joven y reciente, y, por esto, necesita una especial vigilancia y protección; que este don, que la divina clemencia nos ha concedido sin merecerlo, no llegue a ser destruido o aniquilado por tu desidia, por tu pereza o por tu negligencia.

Hijo mío amantísimo, dulzura de mi corazón, esperanza de una descendencia futura, te ruego, te mando que siempre y en toda ocasión, apoyado en tus buenos sentimientos, seas benigno no sólo con los hombres de alcurnia o con los jefes, los ricos y los del país, sino también con los extranjeros y con todos los que recurran a ti. Porque el fruto de esta benignidad será la máxima felicidad para ti. Sé compasivo con todos los que sufren injustamente, recordando siempre en lo íntimo del corazón aquella máxima del Señor: Misericordia quiero y no sacrificios. Sé paciente con todos, con los poderosos y con los que no lo son.

Sé, finalmente, fuerte; que no te ensoberbezca la prosperidad ni te desanime la adversidad. Sé también humilde, para que Dios te ensalce, ahora y en el futuro. Sé moderado, y no te excedas en el castigo o la condena. Sé manso, sin oponerte nunca a la justicia. Sé honesto, de manera que nunca seas para nadie, voluntariamente, motivo de vergüenza. Sé púdico, evitando la pestilencia de la liviandad como un aguijón de muerte.

Todas estas cosas que te he indicado someramente son las que componen la corona real; sin ellas nadie es capaz de reinar en este mundo ni de llegar al reino eterno.

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