V. 1. Ahora bien, es posible que la existencia de un Verbo y de un Espíritu de Dios no la impugnen, ni el pagano valiéndose de las nociones comunes, ni el judío utilizando las escrituras. Sin embargo, uno y otro pueden por igual rechazar como increíble e indigno de la naturaleza de Dios el plan salvífico[1] del Verbo-Dios en favor del hombre. Por tanto, arrancando desde un principio diferente, veremos de recondudr a la fe a nuestros adversarios, también en este punto.
2. Ellos creen que todas las cosas están hechas por la razón y la sabiduría del que constituyó el universo, o incluso ponen dificultades para admitir esta concepción. Ahora bien, si no conceden que una razón y una sabiduría han presidido la organización de las cosas, entonces tacharán de sirjíazón y de impericia al que es principio de todo. Y si se- está de acuerdo en que esto sería absurdo e impío, entonces necesariamente reconocerán que a los seres los gobiernan una razón y una sabiduría. En páginas anteriores, sin embargo, está ya demostrado que el Verbo de Dios no tiene el mismo significado que el término "voz", y que tampoco es la posesión de una ciencia o de una sabiduría, sino que es una potencia substancial en sí, que en todo elige el bien y que puede realizar todo lo que ha elegido, y puesto que el mundo es bueno, su causa es la potencia capaz de elegir y de hacer el bien. Y si, como ha demostrado nuestro razonamiento, la substancia del mundo entero depende de la potencia del Verbo, es de todo punto necesario no pensar tampoco para la organización de las partes del universo en otra causa que no sea el propio Verbo, gracias al cual existen todas las cosas.
3. Que se la quiera llamar Verbo, Sabiduría, Potencia o Dios, o darle cualquier otro nombre sublime y venerado, no lo discutiremos, porque, efectivamente, cualquiera que sea el vocablo o nombre que se halle para designar al sujeto, las voces no significan más que una sola cosa: la potencia eterna de Dios, la que crea todo lo existente, la que idea lo que no existe, la que abarca a todos los seres y la que prevé las cosas futuras.
Así pues, este Verbo de Dios, esta Sabiduría, esta Potencia es, según nuestra lógica demostración, el Creador de la naturaleza humana. No que alguna necesidad le haya llevado a formar al hombre, sino que ha producido el nacimiento de tal criatura por sobreabundancia de amor. Efectivamente, era necesario que su luz no quedara invisible, ni su gloria sin testigos, ni su bondad sin provecho, ni inactivas todas las demás cualidades que contemplamos en la divinidad, de no haber existido quien participara de ellas y las disfrutara.
4. Por tanto, si el hombre nace para esto, para hacerse partícipe de los bienes divinos, necesariamente tiene que ser constituido de tal manera que pueda estar capacitado para participar de esos bienes. Efectivamente, lo mismo que el ojo participa de la luz gracias al brillo que le es propio por naturaleza, y gracias a ese poder innato atrae hacia sí lo que le es connatural, así también era necesario que en la naturaleza humana se mezclara algo emparentado con lo divino, de modo que, gracias a esa correspondencia, el deseo lo empujase hacia lo que le es familiar.
5. Tanto es así que incluso en la naturaleza de los seres irracionales, cuantos ocurre que viven en el agua y en el aire, todos están pertrechados de manera correspondiente a su forma de vida, con el fin de que, gracias a la peculiar conformación de sus cuerpos, cada uno encuentre familiar y afín, unos el aire y otros el agua. Por consiguiente, también era necesario que el hombre, hecho para gozar de los bienes divinos, tuviera en su naturaleza algo que fuera afín a lo participado. 6. Por esta causa se le pertrechó no sólo con la vida, sino también con la razón, la sabiduría y todos los bienes dignos de Dios, con el fin de que, por medio de cada uno de ellos, apetezca lo que le es propio. Por tanto, al ser también la eternidad uno de los bienes de la naturaleza divina, era absolutamente necesario que la preparación de nuestra naturaleza no careciera tampoco de este bien, sino que en sí misma tuviera la inmortalidad, de modo que, gracias a esta facultad innata, pudiera conocer lo que está por encima de ella y desear la eternidad divina.
7. Esto mismo lo ponía de manifiesto con una sola palabra de amplio contenido el relato de la creación, al decir que el hombre está hecho a imagen de Dios[2]. Efectivamente, en esta semejanza de la imagen se halla enumerado todo lo que caracteriza a la divinidad, y todo cuanto sobre esto narra Moisés, más bien en plan de historiador, al presentamos sus doctrinas en forma de relato, pertenece a la misma enseñanza, pues, de hecho, el paraíso aquel y la peculiaridad de sus frutos, que dan a quien los gusta, no hartura de estómago, sino conocimiento y eternidad de vida, todo ello concuerda con las precedentes consideraciones acerca del hombre, en el sentido de que en el principio nuestra naturaleza era buena y entre bienes estaba.
8. Pero quizás impugne lo dicho quien, mirando a lo presente, crea refutar como falso nuestro discurso alegando que en la actualidad no estamos viendo al hombre en aquellas condiciones, sino casi en todas las contrarias. Porque, ¿dónde está el carácter divino del alma? ¿Dónde la ausencia de sufrimiento corporal? ¿Dónde la eternidad del alma? Vida efímera, sufrimiento, caducidad, disposición para toda forma de dolencia del cuerpo y del alma: alegando éstos y otros semejantes argumentos con los que abrumar a nuestra naturaleza, estará convencido de haber refutado la doctrina que hemos expuesto sobre el hombre. Mas, para evitar que nuestro discurso se desvíe lo más mínimo de su secuencia lógica, discutiremos también esto en breves palabras.
9. El que actualmente la vida humana esté desquiciada no es argumento bastante para defender que el hombre nunca poseyó esos bienes. Efectivamente, siendo el hombre como es obra de Dios, del mismo que por bondad hizo que este ser naciera, nadie en buena lógica podría ni sospechar que el mismo que tuvo por causa de su creación la bondad naciera entre males por culpa de su creador. Pero sí que hay otra causa de que ésta sea nuestra condición actual y de que estemos privados de bienes mejores.
Sin embargo, una vez más el punto de partida de nuestro razonamiento incluye también el asentimiento de los que nos contradicen.
Efectivamente, quien creó al hombre para que participara de sus propios bienes e introdujo en la naturaleza del mismo los principios de todos sus atributos, para que gracias a ellos el hombre orientase su deseo al correspondiente atributo divino, en modo alguno le hubiera privado del mejor y más precioso de los bienes, quiero decir del favor de su independencia y de su libertad.
10. Porque, si alguna necesidad rigiese la vida del hombre, la imagen sería engañosa en esta parte, por haberla alterado la desemejanza respecto del modelo, pues, ¿cómo podría llamarse imagen de la naturaleza soberana la que está subyugada y esclavizada por ciertas necesidades? Pues bien, lo que en todo ha sido asemejado a la divinidad debía forzosamente ser también en su naturaleza libre e independiente, de modo que la participación de los bienes pudiera ser premio de la virtud.
11. Entonces, dirás, ¿de dónde nace el que quien ha sido honrado en todo con lo mejor recibiera, en vez de esos bienes, una condición inferior? También la razón de esto es clara. Ninguna producción de mal tiene su principio en la voluntad de Dios, pues nada se le podría reprochar a la maldad si ella pudiera dar a Dios el título de creador y padre suyo. Sin embargo, de alguna manera el mal nace de dentro, producido por el libre albedrío, siempre que el alma se aparta del bien. Efectivamente, igual que la vista es una actividad de la naturaleza, y la ceguera privación de esa actividad natural, así también la virtud se contrapone a la maldad, pues, de hecho, no es posible concebir el origen de la maldad de otro modo que como ausencia de virtud[3].
12. Efectivamente, de la misma manera que al apagarse la luz sobreviene la oscuridad, que no existe mientras aquélla está presente, así también, mientras el bien está presente en nuestra naturaleza, el mal no existe de por sí, pero, al retirarse lo mejor, se origina su contrario. Por tanto, puesto que lo propio de la libertad es precisamente el escoger libremente lo deseado, Dios no es una causa de tus males, pues Él formó tu naturaleza independiente y sin trabas, sino tu imprudencia, que prefirió lo peor a lo mejor.
VI. 1. Pero quizá busques también la causa de esta grave falta voluntaria, pues a ello conduce la secuencia lógica del discurso. Una vez más, pues, hallaremos un principio razonable que nos aclare este asunto. Tal razonamiento lo hemos recibido de la tradición de los Padres[4]: el razonamiento no es una exposición de carácter mítico, sino que saca su credibilidad de nuestra misma naturaleza.
2. Doble es el conocimiento de la realidad, pues la especulación distingue entre lo inteligible y lo sensible. Y aparte de esto, nada en la naturaleza de los seres podría concebirse que quede fuera de esa distinción. Un gran intervalo separa a ambas, de modo que ni la naturaleza sensible puede estar presente en las marcas de la inteligencia, ni ésta en las marcas de aquélla, sino que cada una de ellas se caracteriza por cualidades opuestas. Efectivamente, la naturaleza inteligible es algo incorpóreo, impalpable y sin forma, en cambio la naturaleza sensible, como el nombre señala, cae dentro de la percepción de los sentidos.
3. Ahora bien, en el propio mundo sensible, a pesar de la gran oposición que se da entre los elementos, la sabiduría que preside al universo ha concebido y acordado cierta armonía mediante los elementos contrarios, y así se origina la consonancia de la creación entera consigo misma, sin que ninguna disonancia natural venga a romper la serie de los acordes. Pues bien, de la misma manera la sabiduría divina hace también que se produzca cierta mezcla y combinación de lo sensible con lo inteligible, para que todo pueda participar por igual en el bien, y ningún ser quede excluido de la naturaleza superior. Por esta razón, el lugar propio de la naturaleza inteligible es la esencia sutil y ágil que, por su situación supramundana y gracias a la peculiaridad de su naturaleza, posee una gran afinidad con lo inteligible. Sin embargo, por obra de una providencia superior, se origina cierta mezcla de lo inteligible con la creación sensible[5], con el fin de que nada en la creación sea desechado, como dice el Apóstol[6], ni exluido de la participación divina.
4. Por esta razón la naturaleza divina da a conocer en el hombre la mezcla de inteligible y de sensible, como enseña el relato de la creación del mundo, pues "tomó Dios -dice- polvo de la tierra, plasmó al hombre y con su propio aliento implantó la vida en su obra"[7], y así el elemento terrenal sería elevado junto con el divino, y una sola gracia se extendería con igual honor a través de la creación entera, al mezclarse la naturaleza de abajo con la supramundana.
5. Así pues, como quiera que la criatura inteligible existía antes que la otra, y por parte del poder que preside al universo se asignó a cada una de las potencias angélicas cierta actividad en orden a constituir el universo, había también una potencia con el encargo de mantener y acabar de dominar el contorno de la tierra, y para ello había recibido el poder de parte de la potencia que rige el universo. Después fue preparada la figura de barro, copia de la potencia de arriba, y este ser era el hombre. Y en él estaba la belleza divina de la naturaleza inteligible, impregnada de cierta potencia inefable. Tremendo e insufrible considera quien recibió como lote la administración de la tierra el que de la naturaleza a él sujeta surja y se manifieste una substancia asemejada a la dignidad suprema.
6. En cuanto al asunto de cómo pudo caer en la pasión de la envidia el mismo al que no había creado para mal alguno quien todo lo constituyó para el bien, no es tarea de la presente obra el pormenorizarlo, pero sí que es posible exponer la doctrina, aunque sea brevemente, para los más fáciles de persuadir.
Efectivamente, no concebimos la contraposición de la virtud y de la maldad como la de dos substancias concretas, sino que, de la misma manera que el no ser se contrapone al ser, y no se puede decir que el no ser se contradistinga substancialmente respecto del ser, antes decimos que la no existencia se contradistingue respecto de la existencia, así también la maldad se contrapone a la idea de la virtud, no porque exista por sí misma, sino porque se concibe por la ausencia del bien. Y como decimos que la ceguera se contrapone a la vista, no porque la ceguera exista por sí misma naturalmente, sino porque la posesión precede a la privación, así también decimos que a la maldad la consideramos en la privación del bien, como una sombra que sobreviene a la vez que la luz se retira.
7. Ahora bien, puesto que la naturaleza increada no admite el movimiento en el sentido de mutación, transformación y alteración, y en cambio todo lo que subsiste por creación tiene afinidad congènita con la mutación, ya que la misma existencia de la creación partió del cambio, pues, por el poder de Dios, el no ser se mudó en el ser, y como quiera que también la potencia mencionada era creada, y con un movimiento de su libre albedrío escogía lo que le parecía, cuando cerró los ojos al bien y a la generosidad, como el hombre que en pleno sol cierra los párpados y ve oscuridad, así también ella, por el mero hecho de no querer el bien, aprendió lo contrario del bien. Y esto es la envidia.
8. Se está de acuerdo en que el principio de algo es causa de las consecuencias que luego sobrevienen. Por ejemplo, a la salud le siguen el estar fuertes, el trabajar y la vida placentera, y en cambio, a la enfermedad, el estar débiles, el ser inactivos y la vida tediosa. Así también lo demás, todo sigue consecuentemente a sus principios. Por tanto, igual que la ausencia de pasiones[8] es principio y fundamento de la vida virtuosa, así también la inclinación a la maldad por obra de la envidia se constituyó en camino inaugural de todos los males.
9. Efectivamente, después que se inclinó hacia el mal una sola vez el que, repudiando la bondad, engendró en sí la envidia, lo mismo que una piedra desgajada de la cima de una montaña va despeñándose por su propio peso, así también él, arrancado de su connatural unión con el bien y desplomándose hacia el mal, se vio arrastrado por su propio impulso y como por un peso hasta el extremo límite de la perversidad, y la facultad de pensar, que había recibido de su creador para colaborar en la participación del bien, él la convirtió en colaboradora para inventar designios malvados, y hábilmente sedujo al hombre mediante el engaño, persuadiéndolo a convertirse en su propio asesino y en suicida.
10. Efectivamente, el hombre, fortalecido gracias a la bendición divina, alcanzaba muy alta dignidad, pues se le encargó reinar sobre la tierra y sobre cuanto hay en ella[9]; era además de hermoso aspecto, pues estaba hecho a imagen y semejanza del modelo de la belleza, y libre de pasiones por naturaleza, pues era imitación del que no tiene pasiones; rebosaba también de franqueza en el hablar, porque gozaba de la aparición de Dios mismo cara a cara: todo esto era para el enemigo combustible que alimentaba su pasión de la envidia.
11. Pero por la fuerza y con la violencia de su poder no era éste capaz de poner por obra su propósito, porque la fuerza de la bendición de Dios sobrepujaba a su violencia. Por eso maquinó apartar al hombre del poder que lo robustecía, para así convertirlo en fácil presa de sus insidias. Y como en una lámpara, cuando la mecha prende fuego por todas partes, si uno es impotente para apagar la llama soplando, mezcla agua al aceite para con esta artimaña matar la llama, así también el enemigo, mezclando mediante el engaño la maldad al libre albedrío del hombre, produjo cierta extinción y oscurecimiento de la bendición , y faltando ésta, por necesidad se introduce én su lugar lo contrario. Ahora bien, a la vida se contrapone la muerte, a la fuerza la debilidad, a la bendición la maldición, a la franqueza en el hablar la vergüenza, y a los bienes todos, cuanto se piensa que les es contrario. Y esta es la razón de que esté aún la humanidad sumida en los males presentes, pues aquel principio deparó las bases de tal final[10].
VII. 1. Y que nadie venga preguntando si Dios, aun previendo la calamidad que por imprudencia de ella sobrevendría a la humanidad, decidió crear al hombre para quien no existir quizás fuera más provechoso que vivir entre males. Esto es, efectivamente, lo que presentan en confirmación de su propio error los que mediante engaño han sido arrastrados a las doctrinas maniqueas[11], intentando con ello demostrar que el creador de la naturaleza humana es malo. En efecto, si Dios no ignora nada de los seres y, sin embargo, el hombre está sumido en los males, en modo alguno saldría bien parada la doctrina de la bondad de Dios, si es que realmente trajo a la vida al hombre que habría de vivir entre males. Porque -dicen- si la actividad en el bien es propiedad absoluta de una naturaleza buena, esta vida mísera y caduca no podría estar referida a la creación del bien, sino que de semejante vida es necesario pensar que la causa es otra, proclive por naturaleza al mal.
2. Todos estos y otros parecidos argumentos, efectivamente, gracias a su superficial verosimilitud, les parecen tener cierta fuerza a los que están profundamente empapados de tradición herética, como de cierta tinta indeleble, pero en cambio, los más perspicaces para la verdad ven con toda claridad que son argumentos de pacotilla, y que es fácil demostrar su engaño. Y a mí me parece bien proponer en esto al Apóstol como abogado de mi acusación contra ellos. Efectivamente, en su discurso a los Corintios, distingue la condición camal y la condición espiritual de las almas, con lo cual demostró, creo, que no conviene juzgar el bien y el mal mediante la sensación, sino, apartando la mente lejos de los fenómenos corporales, discernir por sí mismas la propia naturaleza del bien y la de su contrario, porque "el hombre espiritual -dice-juzga todo"[12].
3. Tengo para mí que la causa de que hayan inventado estas doctrinas quienes tales razones alegan es la siguiente: al definir el bien en relación con el placer del goce corporal, debido a que, por una parte, la naturaleza del cuerpo está necesariamente sujeta a las dolencias y enfermedades, porque es compuesta y corre a su disolución, y por otra, a tales afecciones les sigue de alguna manera cierta sensación ¿olorosa, ellos creen que la creación del hombre es obra de un Dios malo. ¡Si al menos su inteligencia hubiera mirado algo más arriba y, alejando sus mentes de toda disposición voluptuosa, hubieran examinado desapasionadamente la naturaleza de las cosas, nunca hubieran creído que existe otro mal fuera de la maldad! Y sin embargo toda maldad se caracteriza por la privación del bien, pues no existe por sí misma ni se la considera como substancia objetiva. Efectivamente, fuera del libre albedrío ningún mal existe en sí mismo, al contrario, si se llama así, es por la ausencia del bien[13]. Ahora bien, lo que no es no tiene substancia objetiva, y de lo que no tiene substancia objetiva no puede ser creador el creador de los seres substanciales.
4. Por consiguiente, Dios es ajeno a toda causalidad del mal, pues Él es el Dios hacedor de lo que existe y no de lo que no existe: el que creó la vista y no la ceguera; el que inauguró la virtud y no la privación de la virtud; el que propuso a los que llevan vida virtuosa como premio de su buena elección el don de los bienes, sin someter a la naturaleza humana al yugo de su propia voluntad por vía de necesidad violenta, atrayéndola al bien aunque no lo quiera, como si fuera un objeto inanimado. Si cuando el sol resplandece límpido desde el claro délo, cerramos voluntariamente los párpados y quedamos sin vista, no podemos culpar al sol de que no veamos.
VIII. 1. Sin embargo, quien mira hada la disolución del cuerpo cae en amarga irritación, lleva muy a mal que nuestra vida se disuelva con la muerte, y dice que el peor de los males es el extinguirse de nuestra vida en el estado cadavérico. Así pues, considérese el exceso del beneficio divino a través de esta triste condición, pues quizás por este medio uno se sienta más bien llevado a admirar el favor del solídto cuidado que Dios tiene del hombre.
2. Los que participan de la vida consideran preferible el vivir, por causa del goce de la cosas deseables. Ocurre al menos que, si uno se pasa la vida entre dolores, el tal juzga muchísimo más estimable el no existir que vivir en el dolor. Así, pues, examinemos si el donante de la vida tiene otras miras que hacemos vivir en las mejores condiciones.
3. Efectivamente, cuando por un libre movimiento de nuestro albedrío nos atrajimos la participación en el mal, mezclando el mal con nuestra naturaleza mediante cierto placer, como algo venenoso que sazona la miel, y por esta razón caímos de nuestra felicidad, que nosotros concebimos como ausencia de pasiones, nos vimos transformados en la maldad, y esta es la razón de que el hombre, cual jarro de arcilla, vuelva a disolverse en la tierra, para que, una vez separada la suciedad que en él se encierra ahora, sea remodelado mediante la resurrección en su forma del principio.
4. Ahora bien, semejante doctrina Moisés nos la expone en forma de relato histórico y en términos oscuros. Sólo que estos términos oscuros encierran una enseñanza muy clara. Efectivamente, cuando los primeros hombres -dice[14]- cayeron en lo prohibido y fueron desnudados de aquella felicidad, el Señor vistió a los primeros hombres con túnicas de piel[15]. Me parece que no fue por llevar nuestra inteligencia hacia tales pieles -porque, ¿de qué clase de animales degollados y desollados se piensa que era ese vestido?- sino que, como quiera que toda piel separada del animal es algo muerto, estoy totalmente convencido de que la condición mortal[16] que estaba reservada a la naturaleza irracional, después de estos hechos y por una providencia solícita, se la aplicó a los hombres el médico de nuestra maldad. Mas no para que permaneciera siempre, pues la túnica es de las cosas que nos envuelven por fuera y ocasionalmente proporcionan provecho al cuerpo, pero en modo alguno es inherente a la naturaleza.
5. Así pues, en virtud de un plan providente, la condición mortal pasó de la naturaleza de los irracionales a ceñir a la naturaleza creada para la inmortalidad: envuelve su exterior, no su interior; abraza la parte sensible del hombre, pero sin tocar siquiera a la propia imagen divina. La parte sensible, sin embargo, se disuelve, no se aniquila, pues aniquilación es tránsito al no ser, y en cambio disolución es el desmoronamiento y vuelta a los elementos del mundo que constituían esa parte. Ahora bien, lo que se halla en estas condiciones no está perdido, aunque escape a la captación de nuestra percepción sensible.
6. La causa de la disolución es clara, gracias al ejemplo que hemos propuesto. Efectivamente, puesto que la percepción sensible tiene afinidad con lo espeso y térreo, y la naturaleza intelectiva es superior y más elevada que los movimientos de la sensación, por eso mismo, cuando falla el discernimiento del bien en la prueba de los sentidos y este fracaso del bien produce la constitución del estado contrario, entonces la parte de nosotros así inutilizada, por recibir lo contrario, se disuelve. Y éste es el sentido del ejemplo. 7. Pongamos por caso una vasija hecha de arcilla: por obra de alguna mala voluntad está llena de plomo fundido; pero el plomo, apenas vertido, se ha solidificado y queda ya sin poderse derramar. Entonces el propietario se hace devolver la vasija y, como sabe el arte de la alfarería, rompe el casco alrededor del plomo, y así, luego, remodela otra vez la vasija según su primera forma y para su utilización propia, una vez vaciada de aquella materia mezclada en ella. Pues así también el alfarero de nuestra vasija, por haberse mezclado la maldad a nuestra parte sensible, quiero decir al elemento corporal: después de disolver la materia que había recibido el mal y de remodelar otra vez, mediante la resurrección, la vasija, sin mezcla de contrarios, la reconstruirá con sus elementos devueltos a su belleza primordial.
8. Ahora bien, entre el alma y el cuerpo se da cierta unión y coparticipación en los males inherentes a la falta, y hay cierta analogía de la muerte corporal respecto de la muerte del alma, ya que, efectivamente, como para la carne llamamos muerte al hecho de separarse de la vida sensible, así también respecto del alma llamamos muerte a la separación de la verdadera vida. Pues bien, como quiera que, según decíamos antes, la participación del mal es una, considerada tanto para el alma como para el cuerpo, pues gracias a ambos entra el mal en acción, por esta razón la muerte por disolución, resultado de cubrirse con pieles muertas, no toca al alma. ¿Cómo podría, en efecto, disolverse lo que no es compuesto?
9. Mas, como quiera que también es necesario que el alma sea liberada mediante cierta cura de las manchas nacidas en ella de los pecados, con este fin se propuso en esta vida el remedio de la virtud, para curar tales heridas. Y si acá permanece incurable, la curación se reserva para la vida del más allá.
10. Pero así como existen diferentes clases de enfermedades corporales, unas que admiten más fácilmente la curación y otras con mayor dificultad, pues se ha de echar mano de sajaduras, cauterios y pociones amargas para eliminar el mal abatido sobre el cuerpo, de modo parecido también se ha prometido expresamente el juicio del más allá para curación de las enfermedades del alma, y esto, para los más frívolos, es amenaza y serio aviso[17], de modo que el miedo al desquite doloroso les haga moderarse y huir de la maldad; sin embargo, para los más sensatos, la fe asegura que es una curación y un tratamiento que Dios aplica para devolver su propia creatura a la gracia del principio[18].
11. Efectivamente, así como los que mediante sajaduras y cauterios hacen desaparecer los clavos y las verrugas nacidos en el cuerpo en contra de su naturaleza no consiguen curar sin dolor al que se beneficia del tratamiento, sólo que no sajan por hacer daño al paciente, así también todas cuantas callosidades materiales se han endurecido en nuestras almas, hechas camales por su participación en las enfermedades, en el oportuno momento del juicio se las corta y se las raspa mediante la sabiduría y el poder de aquel que, según dice el Evangelio, es médico de los malos: "Porque no son los sanos -dice- quienes tienen necesidad de médico, sino los que están malos[19]."
12. Ahora bien, por causa de la estrecha unión establecida entre el alma y el mal, ocurre lo siguiente: el corte de la pruriginosa verruga produce acerbo escozor en la superficie corporal, pues lo que en la naturaleza nace contra naturaleza se aferra al sujeto gracias a cierta coincidencia afectiva y se produce cierta inesperada mixtura de lo ajeno con lo nuestro, de modo que la separación de lo que es contra naturaleza produce la sensación de mordedura dolorosa; pues así también, cuando el alma se extenúa y se consume entre los reproches que merece su pecado, como en alguna parte dice la profecía[20], por causa de la hondura de su intimidad con el mal, necesariamente se acompaña de secretos e indecibles dolores cuya descripción es tan imposible como la de la naturaleza de los bienes que esperamos. Efectivamente, ni éstos ni aquéllos se sujetan a la capacidad del lenguaje, ni a las conjeturas del pensamiento.
13. Así pues, si uno examina a distancia el objetivo final del que gobierna el universo, no podrá ya razonablemente y por mera ruindad de alma llamar al creador de los hombres culpable de los males, diciendo que ignora el porvenir o que, a pesar de saberlo y de haberlo creado, no es ajeno al impulso hacia el mal. Porque realmente Dios conocía el futuro, y no impidió el impulso hada lo hecho. Efectivamente, que el género humano se desviaría del bien, no lo ignoraba el que todo lo domina con su potencia cognoscitiva y ve por igual lo que viene y lo que pasó.
14. Sin embargo, lo mismo que contempló la desviación, así también observó su reanimación y vuelta al bien. Por tanto, ¿qué era mejor: no traer en absoluto nuestra naturaleza a la existencia, puesto que la futura creatura se desviaría del bien, o traerla y, ya enferma, reanimarla de nuevo por la penitentia y volverla a la gracia del prindpio?
15. El hecho de apelar a los sufrimientos corporales, que necesariamente acompañan a la versátil naturaleza, para llamar a Dios autor de los males o para negarle en absoluto su título de creador del hombre alegando que no se le puede suponer causante de cuanto nos hace sufrir, es propio de la extrema ruindad de alma de quienes distinguen el bien y el mal valiéndose de la percepción sensible, los cuales no saben que por naturaleza solamente es bueno aquello que la percepción sensible no puede tocar, y que únicamente es malo esto: la separación del verdadero bien.
16. Discernir lo bueno y lo no bueno por las penas y por los placeres es lo propio de la naturaleza irracional, esto es, de aquellos en quienes no cabe la concepción del verdadero bien porque no tienen parte en el pensamiento y en la inteligencia. Ahora bien, que el hombre es obra de Dios, buena y nacida para los mejores bienes, está bien claro, no sólo por cuanto hemos dicho antes, sino también por otras incontables razones que dejaremos de lado por causa de su desmesura.
17. Pero al llamar a Dios creador del hombre, no tenemos olvidado cuanto en el proemio examinamos minuciosamente contra los paganos. Allí demostramos que el Verbo de Dios, por ser substancial y tener existencia real, es Él mismo a la vez Dios y Verbo; que encierra toda potencia creadora, mejor aún, que Él es la potencia absoluta, con impulso hacia todo lo que es bien; que realiza todo lo que quiere, pues su poder coincide con su querer; que voluntad y obra suya es la vida de los seres, y que por Él el hombre fue traído a la vida, adornado a imagen de Dios con óptimos bienes.
18. Ahora bien, únicamente es inalterable por naturaleza lo que no tiene su origen por creación; en cambio, todo lo que de la nada pasó a la existencia por obra de la naturaleza increada, habiendo comenzado a ser por mutación, en todo momento procede luego por vía de alteración: si obra según naturaleza, la alteración se produce siempre en orden a lo mejor, pero, si se desvía del recto camino, entonces es el tumo del movimiento hacia lo contrario.
19. Por tanto, en estas condiciones se hallaba también el hombre, cuya mudable naturaleza resbaló hacia el estado contrario. Por otra parte, en cuanto se da una sola vez separación del bien, la consecuencia es que, en lugar de éste, se introduce toda forma de mal, de modo que, por la aversión de la vida, entra la muerte, por la privación de la luz sobreviene la oscuridad, por la ausencia de virtud se introduce la maldad, y a todas las formas de bien las sustituye el catálogo entero de los males opuestos. El que cayó en estos males y en otros semejantes por efecto de su imprudencia -pues no era posible que estuviera en sus cabales quien daba la espalda a la prudencia, ni que tomara decisión sabia quien se había separado de la sabiduría- ¿por medio de quién necesitaba ser de nuevo llamado a la gracia del principio?
20. ¿A quién importaba el levantamiento del que estaba caído, la reanimación del que había perecido, el encariñamiento del que estaba extraviado? ¿A quién más, si no al Señor absoluto de la naturaleza? Porque solamente al que desde el principio otorgó la vida le correspondía y le era posible reanimarla, incluso perdida. Esto es lo que escuchamos de parte del misterio de la verdad al enseñamos que en el principio Dios creó al hombre, y que lo ha salvado después de su caída.
Notas:
[1] El uso de la palabra "economía" tiene historia, pasando del campo profano (referido fundamentalmente a la vida de la casa y del ciudadano en el Estado) al ámbito cristiano, donde se especializa para significar esencialmente el plan de salvación por parte de Dios. En la Catequesis Magna de Gregorio, el término "economía" refleja este significado fundamental incluso en los casos en que está referido a aspectos ligados más o menos directamente con la historia de la salvación. Generalmente lo traducimos por "plan salvífico" de Dios.
[2] Gn. 1,26. Como se sabe, el tema del hombre creado "a imagen y semejanza de Dios" es fundamental en la teología patrística. Por lo que atañe al área greco-cristiana y a la elaboración del Niseno en particular, son de ineludible consulta: H. Merki, Homoiösis Theo. Von der platonischen Angleichung Gottes zur Gottähnlichkeit bei Gregor von Nyssa, Paradosis, 7 (Fribourg 1952); D. L. Balas, Metousia Theoü. Man's Participation in God's Perfections according to Saint Gregory of Nyssa (Roma 1966).
[3] Sobre el problema del mal y sobre el influjo platónico, ver Introducción, pág. 22. La solución de Gregorio, para quien el mal es privación del bien, había sido ya la de Orígenes y será la de San Agustín.
[4] Gregorio especifica su apelación a la tradición (para lo cual, cf. S. Atanasio, Contr. Gent., 3), afirmando concisamente que el relato de la caída del hombre no es un mito.
[5] Aun reconociendo cierta dependencia de lo inteligible respecto de lo sensible y, por tanto, también del alma respecto del cuerpo, Gregorio afirma que el espíritu no puede ser localizado, teoría contraria a la platónica y a la estoica, que ponían como sede del intelecto, respectivamente, el cerebro y el corazón.
[6] Cf. 1 Tm. 4,4.
[7] Gn. 2,7.
[8] Sobre la apáthcia (ausencia o libertad de las pasiones), ver Introducción, pág. 26. En el hombre, se convierte en signo de semejanza divina (cf. infra VI, 10).
[9] Cf. Gn. 1,28-30.
[10] La expresión hace pensar en el concepto del pecado original en el Niseno (cf. infra, XXVI,9), según el cual la pena por el pecado de Adán se transmite a todos los hombres, y la naturaleza humana cayó por la desobediencia del primer hombre (cf. infra, XVI y XVII; In Cant. Cant. homil., 12). En éste y en otros testimonios está implícita la tesis del Niseno acerca del pecado de Adán como pecado original, como origen de cierto estado de miseria, que coincide con la pérdida de la gracia (Barbel): en definitiva se trata de cierta culpa moral de la humanidad entera (De orat. domin., 5).
[11] Sobre el maniqueísmo, cf. supra, nota 6 del Prólogo.
[12] ICo. 2,14-15.
[13] El único mal verdadero es el mal moral, cuya raíz está en la voluntad perversa de la creatura, la cual, en su connatural mutabilidad, puede elegir el mal. Es una idea dominante de Gregorio, en el que hallamos vestigios de postulados neoplatónicos, como el aserto de que todo lo efímero y perecedero es reflejo defectuoso del ser divino inmutable.
[14] Cf. Gn. 3,21.
[15] Es un motivo común, entre otros, a Clemente de Alejandría, Strom., 3,14; a Orígenes, Cont. Cels., 4,40; a Tertuliano, De res. cam., 7. Es posible que se trate de una derivación rabínica (Barbel). En Gregorio, los vestidos de pieles de animales significan la caída mortal del hombre pecador.
[16] Cf. Sb. 7,1.
[17] Prefiero la lección epanástasis, con Oehler y Dráseke.
[18] En la expresión se advierte el influjo de Orígenes, Cont. Cels., 5,15.
[19] Lc. 5,31; cf. Mt. 9,12 y Mc. 2,17.
[20] Cf. Sal. 39,12.
IX. 1. Hasta aquí quizás esté de acuerdo con nuestra doctrina quien se atiene a la lógica del razonamiento, porque nada de lo dicho le parecerá desdecir del pensamiento digno de Dios. Pero no tendrá la misma actitud en lo que sigue, con lo que, sobre todo, se confirmará el misterio de la verdad: el nacimiento humano y el crecimiento desde la infancia hasta la madurez, la comida y la bebida, el cansancio y el sueño, la pena y las lágrimas, la falsa acusación y el tribunal, la cruz, la muerte y el entierro en el sepulcro; todo esto, en efecto, incluido en el misterio, embota en cierto modo la fe de las almas ruines, hasta el punto de no admitir la enseñanza de lo que sigue, por culpa de lo dicho anteriormente. En efecto, lo que hay realmente digno de Dios en la resurrección de entre los muertos, no lo admiten por causa de lo que la muerte tiene de indecoroso.
2. Yo creo, sin embargo, que lo primero que se precisa hacer es despegar de la crasitud la razón, y considerar el bien en sí mismo y lo que no es tal, y cuáles son las características por las que concebimos lo uno y lo otro. Pienso, efectivamente, que nadie que razone contradirá el que una sola cosa entre todas es por naturaleza vergonzosa: la enfermedad del mal, y que lo que está fuera del mal es ajeno a toda vergüenza. Ahora bien, a lo que no tiene el más mínimo elemento vergonzoso lo concebimos formando en todo parte del bien, y lo verdaderamente bueno carece por completo de mezcla de lo contrario. Por otra parte, digno de Dios es precisamente todo lo que consideramos en el ámbito del bien.
3. Demuestren, pues, que son cosas malas el nacimiento, la educación, el crecimiento, el progreso hacia la madurez natural, la prueba de la muerte y la resurrección; o bien, si convienen en que está fuera del mal cuanto acabamos de enumerar, tendrán que reconocer que lo que es ajeno al mal en modo alguno es vergonzoso. Y una vez demostrado que necesariamente es bueno lo que está libre de toda maldad y vergüenza, ¿cómo no van a ser dignos de compasión por su irracionalidad los que deciden que el bien no conviene a Dios?
X. 1. Pero, dicen, la naturaleza humana es cosa pequeña y fácil de circunscribir; en cambio la divinidad es infinita, ¿y cómo lo infinito podría ser encerrado en el átomo? ¿Y quién está diciendo que la infinitud de la divinidad es encerrada, como en un recipiente cualquiera, dentro de los límites de la carne? Porque ni siquiera en nuestra misma vida la naturaleza inteligible está aprisionada dentro de los límites de la carne.
2. Ahora bien, mientras el volumen del cuerpo está circunscrito por sus propias partes, el alma, gracias a los movimientos del pensamiento, se despliega a voluntad por toda la creación: sube hasta los cielos y pone sus pies en los abismos, recorre la extensión de la tierra habitada y con su inquieta actividad penetra en las regiones subterráneas, y muchas veces llega incluso a la perfecta comprensión de las maravillas celestes, sin que lo estorbe el peso del cuerpo[1].
3. Y si el alma humana, mezclada al cuerpo por exigencia de la naturaleza, está a voluntad por todas partes, ¿qué necesidad obliga a decir que se aprisiona a la divinidad en la naturaleza camal, y a no aceptar alguna conjetura al plan de Dios, gracias a los ejemplos que nos son comprensibles? Porque, lo mismo que en la lámpara vemos al fuego atacar a toda la materia que lo alimenta, y la razón distingue el fuego que está en la materia y la materia que alimenta al fuego, mientras de hecho no es posible separar ambos elementos entre sí, desvinculada la materia, sino que ambos juntos forman una sola cosa, así también en nuestro asunto.
4. Y que nadie me venga tomando en cuenta en el ejemplo la índole destructora del fuego, sino que, aceptando en el ejemplo únicamente lo que conviene, rehúse lo incongruente. De la misma manera, pues, como vemos la llama pegada a la materia que la alimenta, pero sin encerrarse en ella, cuando concebimos una unión y un acercamiento de la naturaleza divina a la humanidad, ¿qué impide salvaguardar también en este contacto la digna idea de Dios, si estamos firmemente convencidos de que la divinidad queda fuera de toda delimitación, aunque esté en el hombre?[2]
XI. 1. Pero, si preguntas cómo la divinidad se mezcla con la humanidad, antes de esto mira de preguntarte de qué índole es la unión del alma con la carne[3]. Y si ignoras de qué modo tu alma se une al cuerpo, no pienses en absoluto que debas ser capaz de comprender lo primero. Pero, lo mismo que en este caso tenemos la convicción de que el alma es algo distinto del cuerpo, por el hecho de que, abandonada del alma, la carne es muerta y sin actividad, aunque no alcancemos a conocer el modo de la unión, así también en el otro caso reconocemos que la naturaleza divina difiere en su magnífico esplendor de la naturaleza mortal y caduca, aun concediendo que no logramos ver de qué manera la divinidad se mezcla con el hombre.
2. Sin embargo, que Dios ha nacido en una naturaleza de hombre, no lo dudamos, gracias a los milagros que se nos narran. Pero, en cuanto al cómo, renunciamos a escudriñarlo, porque excede al método racional. Efectivamente, aunque creemos que toda la creación corporal y toda la inteligible subsisten por obra de la naturaleza incorpórea e increada, no por eso examinamos juntamente con la fe en esto el origen y el cómo, sino que, admitiendo el hecho de estar creado, dejamos de lado la curiosidad de indagar el modo de la constitución del universo, porque es algo enteramente misterioso e inexplicable.
XII. 1. No obstante, quien busque las pruebas de que Dios se nos ha manifestado en la carne[4] que mire a los efectos, porque, de hecho, nadie podría tener de la existencia absoluta de Dios otra prueba que no sea el testimonio de los propios efectos. Por tanto, de la misma manera que, cuando miramos al universo y examinamos los planes que rigen al mundo y lps beneficios de origen divino operados en nuestra vida, comprendemos que por encima existe una potencia creadora de lo que existe y conservadora del ser, así también en lo que atañe al hecho de que Dios se nos ha manifestado de la carne: tenemos por prueba suficiente de la manifestación de la divinidad los milagros considerados en sus efectos, ya que en las operaciones relatadas observamos todo lo que caracteriza a la naturaleza divina.
2. Propio de Dios es dar vida a los hombres, de Dios el conservar los seres de su Providencia, de Dios el favorecer con alimento y bebida a los que ha tocado vivir en la carne, de Dios el hacer el bien a cuantos lo necesitan, de Dios el hacer recuperarse mediante la salud a la naturaleza alterada por la enfermedad, de Dios el señorear toda la creación: tierra, mar, aire y toda la región por encima del aire; de Dios el tener poder suficiente para todo y, antes que nada, el ser más fuerte que la muerte y la corrupción. 3. Si, pues, el relato en cuestión hubiera omitido alguno de estos o semejantes rasgos, con razón los que son ajenos a nuestra fe despreciarían el misterio; pero, si todo lo que es medio para pensar a Dios lo contemplamos en los relatos sobre Él, ¿qué obstáculo hay para la fe?
XIII. 1. Pero-dicen-nacimiento y muerte son algo propio de la naturaleza camal. También yo lo digo. Sin embargo, lo que precede al nacimiento y lo que hay después de la muerte nada tiene en común con nuestra naturaleza. Efectivamente, si miramos los dos extremos de la vida humana, sabemos de dónde comenzamos y en qué terminamos, porque, habiendo comenzado a ser por efecto de una pasión, el hombre perdura lo que la pasión[5]. Aquí, en cambio, ni el nacimiento comenzó desde una pasión, ni la muerte termina en una pasión, porque ni el placer determinó el nacimiento, ni la corrupción sucedió a la muerte[6].
2. ¿Sigues sin creer al milagro? Me alegro de tu incredulidad, pues estás reconociendo absolutamente que los milagros están por encima de la naturaleza, por las mismas razones por las que consideras por encima de la fe lo que hemos dicho. Por tanto, sea para ti prueba de la divinidad del que se manifiesta este hecho mismo: que el evangelio predicado no sigue los procedimientos de la naturaleza. Efectivamente, si las narraciones sobre Cristo cayeran dentro de los límites de la naturaleza, ¿dónde estaría lo divino? Pero si el relato sobrepuja a la naturaleza, lo mismo en que tú no crees constituye la prueba de que lo predicado es Dios.
3. En efecto, el hombre nace de la unión de dos personas, y después de la muerte se descompone. Si este fuera el contenido de la predicación, no podrías en absoluto creer que es Dios aquel de quien atestiguamos estas cualidades propias de nuestra naturaleza. Mas, como quiera que oyes decir que nació, pero que rebasó la comunidad con nuestra naturaleza, no sólo por el modo de su nacimiento, sino también porque no admitió el cambio a la corrupción, sería bueno, según la lógica, que utilizaras tu incredulidad en la otra dirección, en la de no creer que él sea un hombre de los que hemos mostrado estar dentro de la naturaleza.
4. Porque es de todo punto necesario que quien no cree que era un hombre así sea llevado a creer que era Dios. Efectivamente, quien nos refiere su nacimiento nos explica a la vez que nació de una virgen[7]. Por consiguiente, si las razones dichas nos hacen creíble su nacimiento, las mismas razones nos impiden dudar en absoluto de que así fue su nacimiento.
5. Efectivamente, el que habló del nacimiento añadió también lo de que fue de una virgen; y el que mencionó, la muerte añadió la resurrección. Por tanto, si basado en lo que oyes concedes que murió y que nació, por las mismas razones concederás también necesariamente que tanto su nacimiento como su muerte están fuera de la pasión. Pero esto, en verdad, supera a la naturaleza. Por tanto, tampoco está en absoluto dentro de la naturaleza aquel cuyo nacimiento se ha demostrado que ocurrió en condiciones que superan a la naturaleza.
XIV. 1. ¿Cuál es, pues, la causa de que la divinidad se abaje a tan vil condición que la misma fe duda en creer que Dios, el ser infinito, incomprensible, inexpresable, el que está por encima de toda concepción y de toda grandeza, se mezcle con la impureza de la naturaleza humana, hasta el punto de que en esta mezcla con lo bajo se envilecen juntamente sus sublimes actividades?
XV. 1. Tampoco para esto carecemos de la respuesta conveniente a la dignidad divina. 2. ¿Buscas la causa de nacer Dios entre los hombres? Si eliminas de la vida los beneficios de origen divino, no podrás decir por qué cualidades reconoces lo divino. Efectivamente, al bienhechor lo reconocemos por los mismos beneficios que hemos recibido, pues, si miramos a los hechos, gracias a ellos concluimos por analogía la naturaleza del bienhechor. Si, pues, el amor a la humanidad es una marca propia de la naturaleza divina, ya tienes la razón que buscabas, ya tienes la causa de la presencia de Dios entre los hombres[8].
3. Efectivamente, nuestra naturaleza, enferma, tenía necesidad del médico; el hombre, caído, necesitaba de alguien que lo levantara; el que estaba sin vida necesitaba del que da la vida; el que había resbalado fuera de la participación del bien necesitaba de quien lo devolviera al bien; el preso en la oscuridad anhelaba la presencia de la luz; el cautivo buscaba al redentor, el presidiario al defensor, el subyugado en la esclavitud al libertador. ¿Es que esto era poca cosa y sin mérito para hacer que Dios se molestara en bajar a visitar a la naturaleza humana, pues en tal estado de miseria y desgracia se hallaba la humanidad?
4. Pero, dicen, era posible que Dios hiciera el bien al hombre y permaneciera exento de pasión. Porque quien organizó el universo con un acto de su voluntad, y con sólo el impulso de su voluntad dio existencia al no ser, ¿por qué no iba también a arrancar al hombre del poder del enemigo con auténtica autoridad divina y devolverlo al estado inicial, si tal le piada?[9] Por el contrario, se toma largos rodeos: se introduce en la naturaleza corporal, viene a la vida mediante nadmiento, recorre sucesivamente todas las etapas de la edad, experimenta luego la muerte[10] y así, mediante la resurrección de su cuerpo, alcanza su objetivo, como si no le fuera posible salvar al hombre mediante decreto, permaneciendo en las alturas de su gloria divina, y prescindir de tales rodeos. Por consiguiente es necesario que también a tales objedones opongamos nosotros la verdad, para que nada sirva de obstáculo a la fe de los que buscan cuidadosamente la razón del misterio.
5. Lo primero de todo, pues, examinemos qué se opone realmente a la virtud, algo que en cierta manera hemos indagado ya en lo que precede. Está claro que, como la oscuridad se opone a la luz y la muerte a la vida, así también la maldad se opone a la virtud, y nada más que ella. En efecto, aunque muchos son los elementos que contemplamos en la creadón, ningún otro se contrapone a la luz y a la vida: ni piedra ni leño ni agua ni hombre ni otro ser alguno entre todos, ni son las nodones propiamente contrarias, como oscuridad y muerte. Pues lo mismo ocurre con la virtud: nadie podría decir que se concibe como contraria a ella alguna creatura, fuera de la noción de maldad.
6. Si el mensaje de nuestra doctrina dijese que la divinidad nació en la maldad, nuestro adversario tendría ocasión oportuna para atacar a nuestra fe acusándonos de opinar cosas absurdas e incongruentes sobre la naturaleza divina, pues no es lícito, efectivamente, decir que la propia sabiduría en sí, la bondad, la ineorruptibilidad o cualquier otra posible noción o nombre sublimes se hayan degenerado y mudado en lo contrario.
7. Por tanto, si Dios es la verdadera virtud, y ninguna naturaleza se contrapone a la virtud, fuera de la maldad; si Dios nace, no en la maldad, sino en la naturaleza humana; y si únicamente es indecorosa y vergonzosa la pasión de la maldad, en la cual Dios ni ha nacido ni por su naturaleza podía nacer, ¿por qué se avergüenzan de confesar que Dios ha entrado en contacto con la naturaleza humana, siendo así que en la constitución del hombre no observamos ninguna contraposición respecto del concepto de la virtud? Efectivamente, ni la facultad de razonar, ni la de entender, ni la de saber, ni nada parecido de lo que es propio de la esencia humana se contrapone al concepto de virtud.
XVI. 1. Pero, dicen, la misma transformación de nuestro cuerpo es una forma de pasión. Y el que nace en el cuerpo se halla en estado de pasión. La divinidad, en cambio, es impasible. Por consiguiente, es ajena a Dios la concepción según la cual se determina que el que por naturaleza está Ubre de pasión viene a paticipar de un estado de pasión.
Sin embargo, también contra estas objeciones utilizaremos de nuevo la misma razón, esto es, que la palabra pasión se toma en un sentido propio y en un sentido impropio. Por tanto, lo que, ajustándose al libre albedrío, hace cambiar de la virtud a la maldad es verdaderamente una pasión. En cambio, todo cuanto contemplamos en la naturaleza a lo largo de su desarrollo sucesivo podría llamarse más válidamente actividad que pasión, por ejemplo, el nacimiento, la permanencia del sujeto a través de la absorción y evacuación de los alimentos, la concurrencia de los elementos en el cuerpo y, a su vez, la disolución nuevamente del compuesto y su tránsito a los elementos afines.
2. Entonces, ¿con qué nos dice el misterio que la divinidad entró en contacto? ¿Con la pasión propiamente dicha, esto es, con la maldad, o con el movimiento de la naturaleza? Porque, si efectivamente nuestra doctrina se empeñara en afirmar que la divinidad nació en condiciones sujetas a prohibición, tendríamos que evitar el absurdo de tal doctrina, que nada sano expondría acerca de la naturaleza divina. Pero si dice que Dios se ha uncido a nuestra naturaleza, cuyo primer origen y existencia tuvo en él su principio, ¿en qué parte de la noción digna de Dios yerra el contenido del Evangelio, puesto que en los conceptos acerca de Dios no acompaña a la fe ninguna disposición capaz de pasión? Porque tampoco decimos que el médico cae enfermo cuando cura al que está enfermo, al contrario, aunque entre en contacto con la enfermedad, el médico permanece fuera de la enfermedad.
3. Si el propio nacimiento no es pasión en sí mismo, nadie podría tampoco llamar pasión a la vida. Sin embargo, la pasión ligada al placer que determina el nacimiento del hombre, así como el impulso de los seres vivos hacia la maldad, esto sí que es afección de nuestra naturaleza. Ahora bien, el misterio dice que Dios está limpio de ambas cosas. Por tanto, si el nacimiento ha sido ajeno al placer voluptuoso, y la vida, ajena a la maldad, ¿qué clase de pasión queda ya de la que Dios pueda haber participado, al decir del misterio de nuestra religión?
4. Y si alguien llamara pasión a la separación del cuerpo y del alma, sería muy justo que antes llamara así a la unión de ambos. Porque, si la separación es pasión de las cosas que estaban unidas, también la unión será pasión de las que estaban separadas, pues, efectivamente, hay una mutación en la coadunación de lo que estaba separado, así como en la separación de lo que está entrelazado o unido.
5. Pues bien, precisamente el nombre que damos a la mutación final conviene que se lo llamemos también a la que abre marcha. Ahora bien, si la primera mutación, que llamamos nacimiento, no es pasión, tampoco en buena lógica podría ser pasión la segunda mutación, que llamamos muerte y por la que se disuelve la unión del cuerpo y del alma.
6. De Dios, pues, decimos que ha pasado por las dos mutaciones de nuestra naturaleza: por la que el alma se une al cuerpo, y por la que el cuerpo se separa del alma. Y afirmamos que, mezclado con uno y otro elemento -quiero decir con la parte sensible y con la parte inteligible del compuesto humano-, y gracias a esta inefable e indescriptible combinación, Dios cumplió su plan: que los dos elementos, quiero decir el alma y el cuerpo, una vez unidos, permanezcan unidos por siempre.
7. Efectivamente, aunque también en Él nuestra naturaleza, por su propia ley, se vio movida a la separación del cuerpo y del alma, Dios juntó de nuevo las partes separadas como con una cola, quiero decir con su potencia divina, reajustando en unidad irrompible lo que estaba separado. Y esto es la resurrección, la vuelta de lo que estaba unido, tras su disolución, a la unión indisoluble, al conjuntarse uno con otro los elementos, con el fin de que la gracia primera del hombre pudiera reanimarse, y de nuevo pudiéramos regresar a la vida eterna, después que haya desaparecido, gracias a nuestra disolución, la maldad mezclada a nuestra naturaleza, como le ocurre al líquido que, al romperse el vaso en que está, se derrama y desaparece porque no tiene recipiente.
8. Ahora bien, lo mismo que el principio de la muerte, aunque se dio en uno solo, se traspasó conjuntamente a toda la naturaleza humana[11], así también el principio de la resurrección: gracias a uno solo, se extiende a la humanidad entera. Efectivamente, el que volvió a tomar su alma y de nuevo la unió a su propio cuerpo, gracias a su poder -el mismo que a los dos comunicara en su respectiva constitución primigenia-, en un plano más general juntó sin más la substancia inteligible con la sensible, ya que, siguiendo el orden lógico, el principio alcanza su término.
9. Efectivamente, puesto que en el hombre asumido por El de nuevo el alma retomó al cuerpo después de la disolución[12], como desde un punto de partida y por su poder la unión de lo separado pasa igualmente a toda la naturaleza humana. Y este es el misterio del plan providente de Dios sobre la muerte y sobre la resurrección de entre los muertos: que no impidió el que, siguiendo el orden necesario de la naturaleza, con la muerte el alma se separa del cuerpo, pero hizo que de nuevo se juntaran mediante la resurrección, con el fin de convertirse Él mismo en punto de encuentro[13] de la muerte y de la vida, por haber establecido en sí mismo la disolución de la naturaleza, obra de la muerte, y haberse constituido Él mismo en principio de la reunión de lo separado.
Notas:
[1] El motivo remonta a Plotino, Enn. 4,3,20; cf. también Gregorio Na- cianceno, Or., 32,27.
[2] El símil acerca de la relación de las dos naturalezas en Cristo, si se entiende mal, podría llevar a una concepción monofisita; pero Gregorio, al afirmar el lazo indisoluble de la dos naturalezas, intenta confirmar también que la naturaleza divina está exenta de toda limitación circunscriptiva.
[3] La analogía de la unión alma-cuerpo expresa la unión profunda e inefable de las dos naturalezas en Cristo, y a la vez su distinción tanto que una y otra conservan intactos sus atributos y sus propiedades.
[4] Cf. 1 Tm. 3,16.
[5] Gregorio utiliza aquí el término pathos (cuya ambigüedad se explica en el C. XVI) en dos sentidos: referido a la generación por obra de los padres, denota la "pasión"; aplicado a la muerte, está ligado al estado de disolución e implica afección, imperfección, debilidad. Valga la explicación para nuestra traducción por el término "pasión".
[6] Cf. Sal. 15,10; Hch. 2,27; 13,35.
[7] Cf. Mt. 1; Lc. 2.
[8] El párrafo refleja expresiones y enseñanzas bíblicas; como Is. 3,8; 4,31; Tt. 3,4.
[9] La objeción, sobre la que Gregorio vuelve frecuentemente, estaba muy difundida entre los oponentes del cristianismo y entre las personas que, perplejas, buscaban justificaciones racionales para el misterio de la encamación. Cf. Clemente de Alejandría, Strom., 1,7; Orígenes, Contr. Cels., 4,3.
[10] Hb. 2,9.
[11] Cf. Rm. 5,15; 1 Co. 15,21.
[12] La expresión, en la que Gregorio utiliza con toda su buena fe el término "hombre", así como "naturaleza humana", podía sonar en sentido nestoriano después del Concilio calcedonense; pero el sentido ortodoxo de la afirmación de Gregorio aparece ya claro en pasajes paralelos, como Antirrh., 2.
[13] La concepción del methóríon o punto de encuentro tiene especial relieve en la teología del Niseno (v. J. Danielou, La notion de confins chez Grégote de Nysse, en "Recherches de Science Religieuse" 49, 1961, 161-197). La naturaleza de la creatura inteligente está puesta como en el punto en que confinan el mal y el bien, el vicio y la virtud, y puede escoger participar en lo uno o en lo otro. Cristo, al asumir la naturaleza humana, se convierte en punto de encuentro de la vida y de la muerte, y al vencer a la muerte, ofrece al hombre el medio y el camino para superar su dramática ambigüedad.