CONTENIDO
I. Panorama de nueve años de vida
II. Enseñanza de la retórica. Fidelidad a su concubina. Rechazo de los arúspices
III. Vindiciano le aparta de la astrologia
IV. Un amigo de Agustín. Su bautismo y muerte. Pena de Agustín
V. Consideraciones sobre el dolor
VI. Desconsuelo por la pérdida de su amigo
VII. A Cartago en busca de alivio a su dolor
VIII. El tiempo y el dolor. Busca consuelo en otras amistades
X. Inestabilidad de las criaturas
XII. Sólo en Dios se encuentra la paz y la felicidad .
XIII. Ocasión de su primer libro
XIV. Dedica su obra a Hierio. Cómo se ama a quienes no se conoce
XV. Asunto del "de pulchro et apto"
XVI. Lectura de las "categorías" de Aristóteles y de otros manuales
1. A lo largo de aquel período de nueve años —que abarca desde los diecinueve de mi edad hasta los veintiocho—, vivíamos seducidos y seduciendo, engañados y engañando, juguete de diversos apetitos; en público por la profesión de las disciplinas que llaman liberales y en secreto bajo falsa capa de religión. Allí soberbios, aquí supersticiosos y dondequiera vanos. En materia de estudios perseguíamos la quimera de la gloria popular hasta los aplausos del teatro, los certámenes poéticos, las competencias por coronas de heno, las frivolidades de los espectáculos y la intemperancia de las pasiones. En materia de religión, deseosos de purificarnos de estas sordideces, llevábamos alimentos a quienes eran llamados elegidos y santos, para que con ellos nos fabricasen, en el laboratorio de su vientre, ángeles y dioses que nos liberasen.
Y seguía yo esos desatinos y los llevaba a cabo con mis amigos, por mí y conmigo engañados.
Búrlense de mí los arrogantes, los que todavía no han sido saludablemente abatidos y postrados por ti, Dios mío. Que yo te voy a confesar mis torpezas en alabanza tuya. Permíteme, te suplico, y concédeme que recorra con mi presente recuerdo los sinuosos recorridos de mis errores pasados y que te inmole una hostia de júbilo.
¿Qué soy yo, en efecto, para mí sin ti, sino un guía hacia el despeñadero? O ¿qué soy, cuando todo me va bien, sino uno que mama tu leche o que te saborea a ti, alimento que no se corrompe? Y ¿qué es el hombre, cualquiera que éste sea, si al fin es hombre?
Búrlense, pues, de nosotros los fuertes y los poderosos, que nosotros, débiles e indigentes, queremos confesarte.
2. Enseñaba yo en aquellos años el arte de la retórica y, vencido por la codicia, vendía la locuacidad que permite vencer. Prefería, con todo, bien lo sabes, Señor, tener buenos discípulos, eso que se llama buenos discípulos; y, sin engaño, les enseñaba engaños, no para que los empleasen contra la vida del inocente sino en defensa, a veces, de la vida de un culpable.1
Y tú, oh Dios, contemplaste de lejos, deslizándose en un suelo resbaladizo y brillando envuelta en abundante humareda, la buena fe que demostraba en aquella enseñanza ante los que aman la vanidad y buscan la mentira yo, su cómplice.
En aquellos años tenía una mujer. No la había conocido en eso que se llama unión legítima, sino que la había descubierto mi pasión errabunda, carente de prudencia. Pero una nada más y le guardaba fidelidad en el tálamo. En ella pude sentir por experiencia propia la distancia que hay entre la reserva del contrato conyugal, pactado con el fin de la generación, y el convenio del amor voluptuoso, en el que nace la prole contra el deseo de los padres, aunque, una vez nacida, les obligue a quererla.2
3. Acuérdome también que, habiendo resuelto tomar parte en un concurso de poesía dramática, no sé que arúspice me mandó a preguntar qué recompensa estaría dispuesto a darle por salir vencedor. Y que le contesté que detestaba y abominaba aquellos vergonzosos misterios y que, aunque fuese de oro incorruptible la corona propuesta, no permitiría que se matase ni a una mosca por mi triunfo. Pues parece que iba a matar animales aquel hombre en sus prácticas rituales y, con esos homenajes, invocar en favor mío los sufragios de los demonios.3
Pero tampoco esta proposición nefanda la rechacé inspirado en tu pureza, Dios de mi corazón. Porque no sabía amarte yo, que no sabía concebir otros esplendores que los del cuerpo. Y el alma que suspira por tales ficciones, ¿no es cierto que fornica lejos de ti y que pone su confianza en falsedades y que se apacienta de vientos? De manera que no quería que se sacrificase por mi causa a los demonios, yo, que a ellos me sacrificaba con aquella superstición. ¿Qué otra cosa es "apacentar los vientos", sino apacentar a los demonios, esto es, servirles con nuestros extravíos de placer y de irrisión?
4. Y así no renunciaba del todo a consultar a aquellos impostores, que llaman matemáticos,4 so pretexto de que no practicaban sacrificios ni dirigían preces a ningún espíritu con motivo de sus adivinaciones. Prácticas éstas que la verdadera piedad cristiana con toda razón rechaza y condena.
Porque es bueno confesarte, Señor, y decirte: Ten piedad de mí, cura mi alma porque he pecado contra ti, y no abusar de tu indulgencia para permitirse pecar, sino acordarse de la palabra del Señor: He aquí que has sido curado; no quieras pecar más, no sea que te acontezca algo peor.
Toda esta saludable doctrina pretenden destruir ellos cuando dicen: "Del cielo te viene la ineludible causa de pecar", y: "Es Venus quien lo ha hecho, o Saturno, o Marte". Para así disculpar al hombre, que es carne y sangre y orgullosa podredumbre, e inculpar al creador y ordenador del cielo y de los astros. Y ¿quién es éste, sino tú, Dios nuestro, dulzura y fuente de la justicia, que retribuirás a cada uno según sus obras y no desdeñas el corazón contrito y humillado?
5. Había en aquella sazón un hombre prudente, muy versado en el arte de la medicina y muy renombrado en ella, el cual, en calidad de procónsul, con su propia mano había colocado la corona del concurso sobre mi cabeza enferma, que no en calidad de médico.5 Porque de aquella enfermedad sólo tu podías ser el curador, que resistes a los soberbios y das la gracia a los humildes.
No obstante, ¿me faltaste, acaso, en la persona de aquel anciano o desististe de curar mi alma? Porque como yo había tomado mucha familiaridad con él y me agradaba estar siempre pendiente de sus palabras que eran agradables y graves, no por la elegancia de su lenguaje, sino por la vivacidad de los pensamientos, al colegir él de mi conversación que estaba yo entregado a los libros de los que echan los horóscopos,6 me amonestó benigna y paternalmente para que los dejase y no gastara inútilmente en aquellas vaciedades el empeño y el esfuerzo que debía emplear en cosas útiles.
También él había estudiado esas cosas, decía, hasta el grado de que abrigó el deseo, en los primeros años de su juventud, de hacer de ellas su profesión para ganarse la vida, puesto que si había entendido a Hipócrates, lo mismo podía entender aquellos libros. Pero que, no obstante, había abandonado tales estudios y se había consagrado a la medicina, no por otra razón que por haberlos descubierto falsos de toda falsedad y no querer, como hombre serio que era, procurarse el sustento engañando a la gente. "Pero tú, añadía, para sostenerte entre los hombres tienes la retórica y si sigues esa impostura es por libre afición, no por necesidad de recursos. Razón de más para que des crédito a mis palabras, ya que yo me esforcé por aprenderla tan a conciencia que pretendí hacer de ella mi único medio de subsistencia".
Y como le preguntara a qué se debía que por aquel medio se hicieran muchas predicciones que resultaban ciertas,7 respondió, como pudo, que esto se debía al poder del azar, difundido por doquier en la naturaleza. Así, si de las páginas de no importa qué poeta, que canta un tema del todo diferente y con intención muy otra, cuando uno las consulta a la ventura, sale no pocas veces un verso que concuerda a maravilla con el asunto que se trae entre manos, no hay por qué extrañarse, decía, que el alma humana, por un impulso de lo alto, sin saber ella lo que en sí está sucediendo, suministrase por virtud, no del arte, sino del azar, una respuesta en consonancia con los hechos y negocios del que pregunta.8
6. Y esta fue la enseñanza que, viniese de él o a través de él, tuviste a bien procurarme y esbozaste en mi memoria lo que debía averiguar más tarde por mí mismo. Mas por entonces, ni él ni mi queridísimo Nebridio, joven muy bueno y muy casto,9 que se reían de todas aquellas prácticas de adivinación, pudieron persuadirme a que las abandonase. Es que me movía más la autoridad de los propios autores de esos libros y no había encontrado aún la prueba irrecusable que buscaba, la prueba que me hiciese ver sin ambigüedad que las verdades que ellos decían cuando eran consultados, las decían por obra del azar, no por el arte de observar los astros.
7. En aquellos años,10 en los comienzos de mi enseñanza en el municipio en que nací, me había hecho de un amigo que me resultaba muy querido por la comunidad de nuestros gustos. Eramos de la misma edad y lozaneábamos ambos en la flor de la adolescencia. Conmigo había crecido siendo niño, juntos habíamos asistido a la escuela, juntos habíamos jugado. Pero no era todavía un amigo —como, por lo demás, tampoco lo fue más tarde— tal como lo quiere la verdadera amistad, que no es verdadera sino cuando tú la cimientas entre seres unidos entre sí por la caridad derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.
Era, con todo, dulce en extremo esa amistad, madurada en el fervor de idénticas aficiones. Hasta le había apartado de la verdadera fe que, como era adolescente, no la poseía sincera y profundamente y le había hecho desviarse hacia las funestas ficciones de la superstición, por las que mi madre me lloraba. Conmigo erraba ya en espíritu aquel hombre y no se podía pasar sin él mi alma.
Y he aquí que tú, amenaza suspendida sobre la espalda de tus esclavos fugitivos, Dios de las venganzas y fuente de las misericordias a la par, tú que nos vuelves hacia ti por modos admirables, arrebataste aquel hombre de esta vida, cuando apenas había completado conmigo un año de amistad, más suave para mí que todas las suavidades de mi vida de entonces.
8. ¿Quién puede enumerar tus alabanzas, ni siquiera ateniéndose a lo que él sólo ha experimentado en sí mismo? ¿Qué hiciste entonces, Dios mío? ¡Cuán insondable es el abismo de tus juicios! Atacado por la fiebre, estuvo mucho tiempo acostado sin conocimiento con el sudor de los moribundos y, perdida toda esperanza, fue bautizado en estado inconsciente sin darle yo mismo ninguna importancia y presumiendo que antes retendría su alma lo que de mí había recibido que no lo que se operaba en el cuerpo de uno que no se daba cuenta.
Pero sucedió muy de otra manera. Porque volvió a la vida y a la salud y enseguida, apenas pude hablar con él —y lo pude tan pronto como él pudo, ya que yo no le dejaba y dependíamos estrechamente el uno del otro— intenté burlarme en su presencia, creyendo que también él se burlaría conmigo, del bautismo que había recibido en completa ausencia de espíritu y de sentido; pues ya se le había comunicado que lo había recibido. Pero él se horrorizó de mí como de un enemigo y me advirtió con una libertad extraña e inesperada que, si quería ser su amigo, dejase de expresarme en esos términos.
Estupefacto y turbado reprimí todos mis movimientos. Quería que se restableciera primero y que su salud recobrase las fuerzas suficientes para que yo pudiese hacer con él lo que quería. Pero fue arrebatado a mi demencia, a fin de ser guardado en ti para mi consuelo: pocos días después, encontrándome yo ausente, le repite la fiebre y muere.
9. Con ese dolor se entenebreció mi corazón y no veía más que muerte. La patria era un suplicio para mí y la mansión paterna una extraña desdicha. Todo cuanto con él había compartido se había vuelto, sin él, atroz tortura. Reclamábanle por doquier mis ojos, y me era negado. Y llegué a aborrecer todas las cosas porque no le tenían ni podían ya decirme: "Mira, ya viene", como cuando vivía y estaba ausente. Yo me había convertido en un gran interrogante para mí mismo. Preguntaba a mi alma por qué estaba triste y por qué me conturbaba tanto y no sabía ella responderme nada. Y si le decía: "Espera en Dios" tenía razón en no obedecerme, porque era más verdadero y mejor el hombre tan querido que ella había perdido, que el fantasma en quien se le ordenaba esperar.11 Sólo las lágrimas me eran dulces y habían ocupado el lugar de mi amigo en las delicias de mi alma.
10. Y ahora, Señor, ya pasaron aquellas cosas y se ha suavizado mi herida con el tiempo. ¿Puedo escuchar de ti, que eres la verdad, y aplicar a tu boca el oído de mi corazón para que me digas por qué resultan dulces las lágrimas a los desgraciados? ¿Será que tú, aunque presente en todas partes, has arrojado lejos de ti nuestra miseria y permaneces en ti mientras nosotros nos revolvemos en nuestras pruebas?12 Y, no obstante, si no llorásemos a tus oídos, nada quedaría de nuestra esperanza.
¿Cómo es, pues, que de la amargura de la vida se coge un fruto suave: gemir y llorar, suspirar y quejarse? ¿Estribará, acaso, su dulzura en que esperamos ser oídos de ti? Así es, ciertamente en las plegarias, ya que implican el deseo de llegar al fin, pero ¿en el dolor de una pérdida y en el duelo en que entonces estaba sumido? No esperaba, por supuesto, que revivera ni mis lágrimas pedían eso; simplemente sufría y lloraba. Porque era desventurado y había perdido mi alegría.
¿Será, acaso, que el llanto es amargo de suyo y que, a pesar de todo, por hastío de las cosas de que antes habíamos gozado y que ahora aborrecemos, nos produce deleite?
11. Mas ¿para qué hablo de estas cosas? No es este el momento de plantear cuestiones sino de hacerte mi confesión.
Desventurado era yo y desventurada es toda alma encadenada a la amistad de las cosas mortales. Desgárrase cuando las pierde y siente entonces la desventura por la que era ya desventurada desde antes de perderlas. Tal era yo en aquel momento y derramaba lágrimas muy amargas y reposaba en la amargura.
Sí, era desventurado. Pero aún más que a aquel amigo amaba yo aquella desventurada vida. Porque, aunque hubiere deseado cambiarla, no hubiese querido perderla más que a él, y no sé si la hubiese querido perder en vez de a él, como se cuenta, si es que no se trata de una fábula, de Orestes y Pílades, que hubiesen querido morir al mismo tiempo el uno por el otro, porque el no vivir juntos era peor para ellos que la misma muerte.
Pero había brotado en mí yo no sé qué sentimiento enteramente opuesto a éste: se daba en mí un pesadísimo hastío de vivir y al mismo tiempo miedo de morir. Creo que, cuanto más le amaba a él, tanto más aborrecía y temía a la muerte que me lo había arrebatado, como a enemiga encarnizada. Se me figuraba que iba a consumir súbitamente a todos los hombres, porque había podido consumirle a él.
Así era exactamente yo, bien me acuerdo. Aquí está mi corazón, Dios mío, aquí está su interior. Mira, que bien me acuerdo, esperanza mía, que me purificas de la impureza de tales sentimientos, dirigiendo a ti mis ojos y arrancando del lazo mis pies.
Asombrábame de que siguiesen viviendo los demás mortales porque había muerto aquél a quien yo había querido como si no hubiera debido morir. Y no menos me asombraba de que, habiendo muerto él, viviera yo, que era otro él. Bien dijo uno de su amigo que era "la mitad de su alma".13
Porque yo sentí que mi alma y la suya no habían sido más que una sola alma en dos cuerpos.14 Por eso me causaba horror la vida, porque no quería vivir con la mitad. Y, tal vez, por eso tenía miedo de morir, porque no muriese todo entero aquel a quien tanto había amado.15
12. ¡Oh la locura que no sabe amar humanamente a los hombres! ¡Oh el hombre necio que sufre sin moderación los males humanos! Tal era yo entonces. Bullía, suspiraba, lloraba, me turbaba sin tener descanso ni plan.
Llevaba a cuestas, rota y sangrante, a mi alma, que no soportaba ser llevada por mí, y no hallaba dónde ponerla. Ni en el encanto de los bosques, ni en los juegos y canciones, ni en los parajes de suave olor, ni en los festines rebuscados, ni en los deleites de la alcoba y del lecho, ni siquiera en los libros y en la poesía encontraba descanso mi alma. Todo, hasta la misma luz, me causaba horror, y todo cuanto no era lo que él era, resultaba insoportable y odioso, salvo el gemir y el llorar; que sólo en esto hallaba algún ligero reposo. Mas tan pronto como mi alma era apartada de esto, abrumábame con una enorme carga de miseria.
Hacia ti, Señor, era preciso levantarla para curarla. Sabíalo yo, mas ni quería ni podía. Tanto más que, cuando de ti me formaba una idea, no eras para mí una cosa consistente y firme. Pues no eras tú sino un fantasma vano y mi error era mi Dios.
Si me empeñaba en apoyar mi alma sobre ese fantasma para que descansase, resbalaba en el vacío y volvía a caer sobre mí. Había quedado convertido en un lugar de infortunio para mí mismo, donde no podía estar ni podía irme de allí. Porque ¿adonde iría mi corazón huyendo de mi propio corazón? ¿Adonde huiría yo de mí mismo? ¿Adonde no me seguiría yo a mí mismo?16
Huí, sin embargo, de mi patria. Pues mis ojos le buscarían menos donde no solían verle. De la ciudad de Tagaste me fui a Cartago.17
13. No descansa el tiempo ni pasa en balde a través de nuestros sentidos; obra en el alma efectos sorprendentes. He aquí que venía y pasaba de día en día y, viniendo y pasando, iba imprimiendo en mí nuevas esperanzas y nuevos recuerdos y me iba restituyendo poco a poco a los antiguos géneros de placeres, ante los que iba cediendo aquel dolor mío. Mas le sucedían, si no otros dolores, sí, al menos, los gérmenes de otros dolores.
Pues ¿por qué había penetrado tan fácilmente hasta lo más íntimo de mi ser aquel dolor? ¿Por qué, sino porque había derramado mi alma en la arena, amando a quien había de morir, como si no hubiese de morir?
Lo que más me reconfortaba y reanimaba eran los consuelos de otros amigos, con quienes yo amaba lo que en lugar de ti amaba. Era aquello una enorme ficción y una mentira inacabable, con cuyo adúltero roce se corrompía nuestro espíritu, que sentía comezón en los oídos.18 Que no moría para mí aquella ficción, aunque muriese alguno de mis amigos.
Otras cosas había en ellos que cautivaban más mi ánimo: conversar y reir juntos, dispensarnos mutuamente pequeños favores, leer en común libros amenos, divertirnos unos con otros y darnos pruebas de mutua estima, discutir de cuando en cuando sin apasionamiento, como lo hace uno consigo mismo, y sazonar con este rarísimo desacuerdo las múltiples ocasiones en que estábamos de acuerdo, enseñar o aprender algo unos de otros, echar de menos con nostalgia a los ausentes, acoger con alegría a los que llegaban. Con estas manifestaciones y otras semejantes, que nacen del corazón de los que mutuamente se aman, y que se expresan por el rostro, por la lengua, por los ojos y por mil otras gratísimas demostraciones se funden como con combustible las almas, y de muchas se hace una sola.
14. Esto es lo que se ama en los amigos, y de tal manera se ama que considérase culpable la conciencia si no ama a quien la ama o no corresponde con amor a quien la amó primero, sin exigir del cuerpo del ser amado otra cosa que muestras de afecto. De ahí aquel llanto cuando uno de ellos muere, y las tinieblas del sufrimiento, y el corazón afligido por la dulzura que se ha trocado en amargura, y la muerte de los que viven por haber perdido la vida los que han muerto.
Bienaventurado el que te ama a ti y al amigo en ti y al enemigo por ti, Porque sólo aquél no perderá ningún ser querido, por quien son queridos todos en aquél que no se puede perder. Y ¿quién es éste sino nuestro Dios, el Dios que ha hecho el cielo y la tierra y que los llena, porque llenándolos los creó? A ti nadie te pierde sino el que te abandona. Y, pues que te abandona, ¿adonde va o adonde huye, sino de ti manso a ti airado? Porque ¿dónde no encuentra él tu ley en su castigo? Y tu ley es la verdad y la verdad eres tú.
15. Dios de las virtudes, conviértenos y muestra tu rostro y seremos salvos. Pues a dondequiera que se vuelva el alma humana, fuera de ti no se apoyará más que en el sufrimiento, aunque se apoye en las cosas hermosas que están fuera de ti y fuera de ella. Cosas que, por lo demás, no existirían si no recibiesen de ti el ser. Nacen y mueren y naciendo como que comienzan a ser, y crecen para perfeccionarse y ya perfectas envejecen y mueren. No todas envejecen pero todas mueren. Desde que nacen y tienden a ser, cuanto más rápidamente crecen para ser, tanto más se apresuran a no ser. Tal es su condición. Eso es todo lo que tú les has dado, porque son partes de cosas que no existen todas a la vez, sino que, cediendo el lugar y sucediéndose, forman todas el universo, cuyas partes son.
De idéntica manera se desarrolla también nuestra habla toda entera por medio de signos sonoros. Y no se completaría el habla si no fuese cediendo el lugar cada palabra, una por una, después de pronunciadas sus partes, para que otra le suceda.
Alábete mi alma por estas cosas, Dios creador de cuanto existe.19 Pero no se apegue a ellas con el gluten del amor, a través de los sentidos corporales. Porque van a donde iban, para no ser, y desgarran el alma con deseos pestilentes, ya que ella quiere ser y ama descansar en las cosas que ama. Mas no hay donde reposar en ellas, porque no se detienen. Huyen y ¿quién las puede seguir con el sentido de la carne? O ¿quién las puede agarrar, ni siquiera cuando están al alcance? Lento es el sentido de la carne, porque es el sentido de la carne: él mismo es su límite. Basta para otra cosa para la que ha sido hecho, pero no basta para retener las cosas que corren de un principio señalado a un término señalado. Porque en tu Verbo, por el que son creadas, allí oyen: "Desde aquí, hasta aquí".
16. No seas vana, alma mía, ni te ensordezcas en el oído de tu corazón con el tumulto de tu vanidad. Escucha tu también: el mismo Verbo te grita que vuelvas; allí está el lugar de descanso imperturbable donde el amor no es abandonado si él mismo no abandona.
Mira que las cosas desaparecen para que aparezcan otras en su lugar y así, en todas sus partes, se forme el universo de acá abajo. "¿Acaso desaparezco yo de parte alguna?", dice el Verbo de Dios.
Allí fija tu morada, allí deposita lo que de allí tienes, oh alma mía, por lo menos cansada de decepciones. Encomienda a la Verdad todo lo que tu tienes de verdad, y no perderás nada, y reflorecerán tus podredumbres, y sanarán todas tus dolencias, y lo que hay en ti de caduco se volverá a formar y se renovará y se ajustará estrechamente a ti y, lejos de arrastrarte a donde desciende, permanecerá estable y permanente contigo, cabe el ser siempre estable y permanente, Dios.
17. ¿Por qué, pervertida, sigues a tu carne? Sígate ella, convertida. Todo lo que por su medio sientes es parcial, y desconoces el todo cuyas son esas partes que, no obstante, te deleitan. Mas si el sentido de tu carne fuese capaz de abarcar el todo y si él mismo, elemento parcial del universo, no hubiese recibido, por tu castigo, un determinado límite, sin duda que querrías que pasase al presente todo lo que existe, para mejor disfrutar del conjunto.
Incluso lo que hablamos lo percibes por el mismo sentido de la carne y no quieres, por supuesto, que se detengan las sílabas, sino que pasen volando, para que vengan otras y puedas oir el conjunto. Así acontece siempre con todas las cosas que forman un todo, sin que existan todas a un mismo tiempo para formarle: deleitan más todas juntas que una por una, cuando es posible percibirlas todas. Pero incomparablemente mejor que ellas es el que las ha hecho todas. El es nuestro Dios, que nunca pasa, porque ninguna cosa le sucede en su lugar.
18. Si te agradan los cuerpos, alaba a Dios por ellos y devuelve tu amor a su artífice, no sea que, en las cosas que te agradan, le desagrades tú.
Si te agradan las almas, en Dios sean amadas, que también ellas están sujetas a cambios y, fijas en él es como se hacen estables; de otro modo pasarían y perecerían. Sean, pues, en él amadas. Arrebata contigo hacia él cuantas puedas y diles:
"A éste amemos. Él es quien hizo estas cosas y no está lejos. No las hizo y se retiró, sino que, salidas de él, en él están. Ved, ¿dónde está? ¿Dónde tiene sabor la verdad? Está en lo íntimo del corazón, pero el corazón se ha descarriado de él.
Volved, prevaricadores, a vuestro corazón y adherios al que os ha creado. Sed estables con él y seréis estables. Descansad en él y estaréis descansados. ¿Adonde vais por ásperos caminos? ¿Adonde vais? De él viene el bien que amáis. En la medida en que se ordena a él es bueno y suave, mas se tornará con justicia amargo, porque es una injusticia, dejándole a él, amar lo que de él viene.
¿De qué os sirve seguir caminando por caminos difíciles y trabajosos? No está el descanso donde lo buscáis. Buscad lo que buscáis, pero no está donde lo buscáis. Buscáis la vida feliz en la región de la muerte. No está allí. ¿Cómo va a haber vida feliz, donde ni siquiera hay vida?
19. Y descendió acá abajo la misma vida nuestra y tomó nuestra muerte y la mató con la abundancia de su vida. Y tronó, gritando que volvamos de acá a él, a aquel lugar secreto de donde él vino a nosotros, comenzando por el seno mismo de una virgen, donde desposó a la criatura humana, carne mortal, para que no fuese mortal siempre.
De ahí, como un esposo que sale de su tálamo, saltó, cual un gigante, a correr su carrera. Porque no se detuvo, antes corrió gritándonos con sus palabras, con sus hechos, con su muerte, con su vida, con su descanso, con su ascensión, gritándonos que volvamos a él.
Se alejó de nuestra vista para que volvamos a nuestro corazón y le encontremos. Partió, es cierto, pero ved cómo está aquí. No ha querido estar mucho tiempo con nosotros y no nos ha dejado, pues partió hacia un lugar de donde nunca había partido, porque el mundo ha sido hecho por él y en ese mundo estaba, y a ese mundo vino para salvar a los pecadores. A él se confiesa mi alma y él la cura porque ha pecado contra él.
Hijos de los hombres, ¿hasta cuándo seréis pesados de corazón? ¿Ni siquiera después del descenso de la vida queréis ascender y vivir? Mas ¿adonde subís puesto que ya estáis en alto y habéis puesto en el cielo vuestra boca? Bajad para que subáis hacia Dios, pues habéis caído, subiendo contra Dios".
Diles estas cosas para que lloren en el valle de los lloros. Y arrebátalos contigo así hacia Dios, que por su Espíritu se las dices, si las dices encendido en el fuego de la caridad.
20. No sabía yo estas cosas por entonces y amaba las hermosuras de acá abajo y caminaba hacia el abismo y decía a mis amigos: "¿Amamos otra cosa que lo bello? ¿Qué es, pues, lo bello? Y ¿qué es la belleza? ¿Qué es lo que nos atrae y aficiona a las cosas que amamos? Porque si no hubiese en ellas gracia y hermosura en modo alguno nos atraerían hacia sí."
Y reflexionaba y consideraba en los cuerpos mismos dos aspectos: de un lado lo que constituye de alguna manera el todo y, por consiguiente, lo bello, y de otro lo que en tanto es conveniente en cuanto se adapta y armoniza con otra cosa, como la parte del cuerpo con su conjunto o el calzado con el pie, y otros casos semejantes.
Esta consideración brotó en mi espíritu del fondo de mi corazón y escribí el De pulchro et apto, en dos o tres libros, según creo. Tú lo sabes, oh Dios, porque a mí se me ha escapado. Pues ya no los tengo, sino que se me extraviaron no sé cómo.20
21. Pero ¿cuál fue el motivo que me impulsó, Dios mío, a dedicar aquellos libros a Hierio, orador de la ciudad de Roma?21 No le conocía de vista pero le estimaba por su reputación de saber, que era brillante. Había oído algunos dichos suyos y me habían gustado. Pero me gustaba, sobre todo, porque gustaba a los demás, que le ponían por las nubes, maravillándose de ver que un sirio, formado originalmente en la elocuencia griega, hubiese llegado a ser también, andando el tiempo, un orador admirable en latín y fuese experto conocedor de todas las ciencias que se refieren al estudio de la sabiduría.
Se alaba a un hombre y se le ama, aunque esté ausente. ¿Será que de la boca del que alaba penetra aquel amor en el corazón de quien escucha? No, sino que uno que ama inflama al otro. Se ama, en efecto, al que es alabado, cuando se cree que su alabanza es proclamada por un corazón no fingido, esto es, cuando le alaba el que le ama.
22. Así estimaba yo entonces a los hombres, basándome en la opinión de los hombres y no en la tuya, Dios mío, en la que nadie se engaña. Sin embargo, ¿por qué no le estimaba como a un auriga famoso o como a un cazador de circo celebrado por el favor popular, sino de una manera bien diferente, más seria, tal como yo quisiera también ser alabado? Yo no querría, por supuesto, ser alabado ni estimado como lo son los histriones, aunque yo también los alabe y estime. Preferiría pasar desapercibido a ser así conocido, y que me aborreciesen, a ser admirado de ese modo.
¿En dónde se distribuyen esos pesos de estimaciones varias y contrapuestas en un alma que es una? ¿Cómo es que me agrada en otro una cosa que yo no detestaría ni rechazaría lejos de mi si no la aborreciese, siendo así que uno y otro somos hombres? Porque no es como cuando a uno le agrada un buen caballo, que no querría ser él, aunque pudiese. Eso no cabe decirlo del histrión, que es nuestro compañero de naturaleza.
¿De manera que me agrada en un hombre lo que detesto ser, siendo hombre también? Profundo abismo es el hombre, hasta cuyos cabellos tienes contados sin que disminuya en ti su número. Con todo, son más fáciles de contar sus cabellos que sus sentimientos y que los movimientos de su corazón.
23. Pero aquel retórico era de la categoría de hombres que yo estimaba hasta el grado de desear ser como ellos. Caminaba descarriado por el orgullo y me dejaba arrastrar por todo viento y eras tú quien, muy en lo oculto, me gobernabas.
Y ¿cómo puedo saber y cómo puedo confesarte con certeza que más le había estimado yo en la estima de quienes le alababan que en las cosas mismas por las que era llamado? Porque si, en lugar de alabarle, le vituperasen aquellos mismos loadores y contasen las mismas cosas en son de vituperio y menosprecio, no me encendiera ni excitara por él. Y, ciertamente, las cosas no hubiesen sido de otro modo ni el hombre hubiese dejado de ser el mismo; sólo habría variado la simpatía de los que de él hablaban.
¡He aquí en dónde yace un alma enferma, no fundada todavía en la solidez de la verdad! A merced del viento de las lenguas, salido del pecho de quienes emiten sus opiniones, es llevada y traída, torcida y retorcida, y se le nubla la luz y no distingue la verdad. Y eso que está delante de nosotros.
Era algo de suma importancia para mí que mi tratado y mis estudios llegasen a conocimiento de aquel personaje. Si los aprobaba, crecería mi entusiasmo; si los desaprobaba, quedaría lastimado mi corazón, tan vano y vacío de tu solidez.
Y, no obstante, consideraba gustosamente en mi espíritu bajo la mirada de mi contemplación aquel Pulchrum y aquel Aptum, que me habían proporcionado la ocasión de escribirle y, sin que nadie los alabase conmigo, los admiraba.
24. Pero aún no había visto yo la clave de una cosa tan importante en tu arte, oh todopoderoso, único que hace maravillas; y andaba mi espíritu a través de las formas corporales y definiendo lo Bello: lo que parece bien por sí mismo, y lo Conveniente: lo que parece bien por su acuerdo con otra cosa, los distinguía y definía, y los apoyaba en ejemplos sacados de los cuerpos.
Volvime más tarde hacia la naturaleza del espíritu,22 y la falsa idea que tenía de los seres espirituales no me permitía discernir lo verdadero. Saltábame a la vista la fuerza misma de la verdad y apartaba mi pensamiento palpitante del ser incorpóreo a las líneas y los colores y los grandes volúmenes. Y, puesto que no podía verlos en el espíritu, deducía que yo no podía ver el espíritu.
Y, como quiera que en la virtud amaba la paz y detestaba en el vicio la discordia, advertía en aquélla la unidad, y en éste, una como división. Y parecíame que en aquella unidad estaba el alma racional y la naturaleza de la verdad y del bien supremo, y en esa división yo no sé qué sustancia de vida irracional, qué naturaleza del mal supremo, que sería no sólo sustancia, sino plenamente vida, la cual, no obstante, no provenía de ti, Dios mío, de quien proceden todas las cosas. Así opinaba yo, desventurado de mí.23
Y a la primera la llamaba "mónada", en el sentido de una inteligencia sin sexo, y a la segunda "diada", como la cólera en el crimen, el apetito sensual en la torpeza, sin saber lo que decía.24 Porque aún ignoraba y no había aprendido que el mal no es una sustancia y que nuestra propia inteligencia no es el bien supremo e inconmutable.
25. Porque del mismo modo que se da crimen cuando es vicioso ese movimiento del espíritu en el que reside el impulso impetuoso y se lanza a desenfrenados excesos; y se da torpeza cuando es inmoderada esa afección del alma que la hace beber en los placeres de la carne, así los errores y las falsas opiniones contaminan la vida cuando la misma inteligencia racional está viciada. Así estaba ella entonces en mí y yo no sabía que debía ser iluminada con otra luz para que participase de la verdad, puesto que no es ella misma naturaleza de verdad; porque eres tú quien iluminará mi lámpara, Señor, tú, Dios mío, iluminarás mis tinieblas y de tu plenitud hemos recibido todos. Pues tú eres la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, porque no hay en ti mudanza ni sombra de variación.
26. Pero yo me esforzaba por llegar a ti y era rechazado por ti, a fin de que gustase la muerte, porque resistes a los soberbios.
Y ¿qué mayor soberbia que afirmar con extraña demencia que yo era, por naturaleza, lo que eres tú? Pues siendo yo un ser mudable, cosa que se me ponía en evidencia por el hecho de desear precisamente ser sabio para convertirme de menos bueno en mejor, prefería, no obstante, creerte a ti también mudable, antes que creer que no era lo que eres tú. Por eso era rechazado y resistías a mi inflada testarudez. E imaginaba formas corpóreas y, carne, acusaba a la carne y, soplo, que pasa, no volvía a ti y, pasando, pasaba en pos de cosas que no son, ni en ti, ni en mí, ni en los cuerpos. Cosas que no eran para mi creaciones de tu verdad, sino ficciones de mi vanidad a la vista de los cuerpos.
Y decía a tus pequeñuelos, tus fieles, mis conciudadanos, de quienes, sin saberlo, andaba desterrado; decíales, gárrulo y necio: "¿Por qué, pues, se extravía el alma, si la ha hecho Dios?" Y no quería que se me replicase: "¿Por qué, pues, se extravía Dios?" Y me empecinaba en sostener que tu substancia inmutable se veía forzada a extraviarse, antes que confesar que la mía, mudable, se había descaminado voluntariamente y que, en castigo, andaba extraviada.
27. Contaría unos veintiséis o veintisiete años cuando escribí aquellos libros, dando vueltas en mi espíritu a ficciones corporales que aturdían los oídos de mi corazón. Los aplicaba, oh dulce Verdad, hacia tu melodía interior y, reflexionando sobre lo Bello y lo Conveniente, deseaba estar en tu presencia y escucharte y gozar en mi alegría de la voz del esposo, y no podía, porque me jalaban fuera las voces de mi error y con el peso de mi soberbia me iba hundiendo en lo más bajo. Y era que no dabas a mi oído el gozo y la alegría y mis huesos no exultaban porque no habían sido humillados.
28. Y ¿de qué me servía que habiendo llegado a mis manos, cuando yo tenía unos veinte años, una obra de Aristóteles titulada las Diez Categorías —a cuyo solo nombre, cuando el retórico cartaginés, mi maestro, las mencionaba con la boca restallante de suficiencia u otros que pasaban por doctos, yo, suspenso como ante no sé qué cosa grande y divina, me quedaba con la boca abierta—, la hubiese leído solo y la hubiese entendido?25
He hablado de ella con personas que declaraban haberla entendido con dificultad escuchando a maestros competentísimos, que no se contentaban con explicaciones orales sino que utilizaban numerosas figuras dibujadas en la arena, y no han podido decirme acerca de ella otra cosa que lo que yo solo había comprendido leyéndola por mí mismo.
Me parecía que hablaba esa obra con bastante claridad de las sustancias, como el hombre, y de lo que en ellas se encuentra, como la figura del hombre, cuál sea; y su estatura, cuántos pies mida; y su parentesco, de quién sea hermano; en qué lugar se encuentra, cuándo nació, si está de pie o sentado, si calzado o armado, si hace algo o lo padece..., y todas las demás particularidades que en estos nueve géneros, de los que, por vía de ejemplo, he citado algunos, o en el género mismo de la sustancia, se encuentran en número incalculable.
29. ¿De qué me servía eso, cuando más bien me estorbaba? Porque eres tú, Dios mío, un ser admirablemente simple e inmutable, y yo, creyendo que los diez predicamentos comprendían absolutamente todo lo que existe, me esforzaba en entenderte como si fueras tú también el sujeto de tu grandeza y de tu hermosura, de manera que esos atributos estuviesen en ti como en un sujeto, cual acontece en los cuerpos, siendo así que eres tú mismo tu grandeza y tu hermosura, al paso que un cuerpo no es grande ni hermoso porque sea cuerpo, ya que, aunque fuese menos grande o menos hermoso, no por eso dejaría de ser cuerpo.
Falsedad era lo que de ti pensaba y no verdad; ficciones de mi miseria y no el sólido edificio de tu bienaventuranza. Habías ordenado y así se estaba cumpliendo en mí, que la tierra me produjese espinas y abrojos y que con el trabajo llegase a ganar mi pan.
30. Y ¿de qué me servía haber leído y comprendido por mí mismo todos los libros que pude de las artes que dicen liberales, si era en aquel entonces esclavo perversísimo de mis malas pasiones? Holgábame en su lectura sin saber de dónde venía lo que en ellos había de verdadero y cierto. Y es que tenía la espalda vuelta a la luz y el rostro dirigido a las cosas iluminadas; de ahí que mi rostro, que contemplaba los objetos iluminados, no estuviese iluminado él mismo.
Todo lo que se refiere al arte de la elocuencia y de la dialéctica, todo lo que se refiere a las dimensiones de las figuras y a la música y a los números lo entendí sin gran dificultad y sin que nadie me lo explicara, bien lo sabes, Señor, Dios mío, porque tanto la vivacidad de la inteligencia como la agudeza de discernimiento son don tuyo.26
Mas yo no te ofrecía por ello un sacrificio. Por eso en lugar de servirme de provecho, me servía de daño, pues anduve solícito por poseer esa parte tan buena de mi hacienda y no guardaba para ti mi fortaleza, sino que partí lejos de ti, a una región lejana para disiparla con las rameras, mis apetitos. ¿De qué, pues, me servía una cosa tan buena, si no la empleaba bien?
Ni siquiera me daba cuenta de que aquellas artes con suma dificultad son entendidas aun por personas estudiosas y de talento, hasta que hube de esforzarme por explicárselas. Y era el más sobresaliente entre ellos, aquel que con menos lentitud me seguía en mi exposición.
31. Mas ¿de qué me servía eso, si pensaba que tú, Señor, Dios, oh Verdad, eras un cuerpo luminoso o inmenso y yo un fragmento de ese cuerpo? ¡Oh colmo de la perversidad! Pero así era yo y no me avergüenzo, Dios mío, de confesarte tus misericordias para conmigo y de invocarte, como no me avergoncé entonces de profesar ante los hombres mis blasfemias ni de ladrar contra ti.
¿De qué me servía entonces que el ingenio comprendiese ágilmente esas doctrinas y que, sin la ayuda de ningún magisterio humano, desembrollase tantos embrolladísimos libros, si por una monstruosa y sacrilega torpeza erraba en la doctrina de la piedad? O ¿qué tanto perjudicaba a tus pequeñuelos el tener un ingenio mucho más tardo, si no se apartaban lejos de ti, para que, seguros en el nido de tu Iglesia, les naciesen plumas y vigorizasen las alas de la caridad con el alimento de una fe sana?
¡Oh, Señor, Dios nuestro! Al abrigo de tus alas esperamos. Protége-nos y lié vanos. Tú nos llevarás; nos llevarás todavía pequeños y nos llevarás hasta que tengamos los cabellos canos. Porque, cuando eres tú nuestra firmeza, entonces es firmeza; pero cuando lo es la nuestra, es debilidad.
Junto a ti vive siempre nuestro bien y, por habernos apartado de él, nos hemos extraviado. Volvamos ya, Señor, para que no nos perdamos, porque junto a ti vive sin desmayo nuestro bien, que eres tú mismo. Y no tememos que no haya lugar adonde volver, porque de allí hemos caído. Estando nosotros ausentes no se ha caído nuestra casa, tu eternidad.
1 Entre sus alumnos de entonces figuraban Licencio y un hermano suyo, hijos de Romaniano, Alipio, Tigecio, Eulogio, que años más tarde explicará también retórica en Cartago, y acaso Honorato y Nebridio.
2 La ley maniquea, tratando de contener la propagación del mal, condenaba la reproducción de la especie. Prohibía todo tipo de relaciones sexuales y especialmente la institución del diablo que es el matrimonio. Un hombre peca menos gravemente con un concubinato que con su legítima esposa, porque hay mayor mal en propagar la especie humana que en buscar sólo el placer. El maniqueo debía evitar a toda costa la paternidad; para ello todos los medios eran buenos, aunque el mejor era la continencia absoluta.
3 También prohibía la ley maniquea que se diera muerte a cualquier ser vivo, por perjudicial que fuera, ni siquiera por diversión o para alimentarse de él.
4 Cartago estaba repleto de magos, arúspices, adivinos, astrólogos... Estos últimos, llamados también mathematici o genethliaci, respondían a las demandas de una más distinguida clientela: proporcionaban horóscopos revestidos, para más impresionar, de un complicado aparato matemático.
5 Se refiere a Vindiciano, de quien habla en el libro VII (6, 8) y en la Carta 138 amplia y elogiosamente. Fue un célebre médico, que escribió dos tratados de medicina: una Gynaecia y un De expertis remediis. En aquella ocasión era procónsul en África.
6 Veníales el apelativo de genethliaci de que se basaban para sus horóscopos en la fecha del nacimiento.
7 Sobre temas como éste discurre ampliamente en Contra Académicos, I, 17 ss., y en alguna otra de sus obras.
8 De modo que no atribuye al solo azar las predicciones que tienen verificación, sino que reconoce una cierta consonancia del universo con los diferentes estados del alma. Opinión que evidencia influjo neoplátonico. Según Plotino es la sympathia general del universo la que explica la eficacia de la oración, así como la influencia de los astros en las acciones humanas.
9 Abunda en los manuscritos la lección cautus. Aun reteniendo castus, no parece que se refiera aquí a la pureza de costumbres de Nebridio, sino a su pureza religiosa, que rechazaba todo compromiso con la superstición. No será el único texto de Agustín en que emplea la palabra castus en este sentido. Cfr. La Ciudad de Dios, VIII, 18.
10 Los nueve que duró en el maniqueísmo.
11 Llama fantasma a esa absurda sustancia espiritual materializada que era Dios según los maniqueos. Más adelante veremos que uno de los mayores obstáculos para que aceptase Agustín el Cristianismo fue su incapacidad para concebir una sustancia espiritual, porque había adquirido el hábito, durante su período de maniqueísmo, de concebir como "espiritual" a un Dios formado en realidad de una materia tenue, a la que se atribuían propiedades puramente inmateriales.
12 Más adelante confesará que jamás dudó de que la Providencia cuida de las cosas humanas (VI, 5, 7). Cfr. Sobre el Orden, I, 1, 1.
13 Horacio, Carm., I, 3, 8. Con esas palabras despide el venusino a su amigo Virgilio cuando iba a partir éste para Grecia.
14 Ovidio, Trist., IV, 4, 72.
15 Al final de sus días no se mostraba Agustín muy satisfecho de este párrafo (Retractaciones, II, 6, 2).
16 Sentimientos semejantes había tenido oportunidad de leer en Horacio, Carm., II, 16, 19 ss., y en Séneca, De la tranquilidad del alma, II, 13.
17 Pudo ser el dolor producido por la muerte de su anónimo amigo el motivo de su partida de Tagaste, pero en Contra Académicos, II, 2, 3, afirma que se dirigió a Cartago en pos de una cátedra mejor. Los dos motivos obrarían de consuno, ni es improbable que se les sumasen varios otros.
18 Es decir, que sentía deseos vehementes de oirla. Claro está que se refiere a la doctrina maniquea. Tal vez la frase pruriens in auribus sea una alusión a un texto de San Pablo (II Tim., IV, 3): a ueritate auditum auertent et ad fabulas convertentur. El empleo de las palabras fabula y mendacium corrobora la suposición.
19 Primer verso de un himno de San Ambrosio que el Santo reproduce con frecuencia como símbolo de profesión de fe antimaniquea.
20 Muy poco sabemos, por desgracia, de esta primera obra de Agustín, que debió satisfacerle enormemente cuando la escribió a los 26 o 27 años, si bien al redactar las Confesiones parece haberla olvidado casi por completo. Es posible que este olvido no fuera simulado, mas como nuestro autor muestra una marcada inclinación hacia las expresiones vagas e imprecisas, también pudiera ser que aquí tuviéramos un ejemplo. Su primer entusiasmo por el De pulchro et apto, tan transparente en las páginas que siguen, justifícase por el hecho de que era, a la par, una obra retórica ambiciosa y una profesión de fe maniquea.
Del simple relato de las Confesiones se desprende que estaba influenciada por libros de los neoplatónicos y neopitagóricos; la doctrina de estos últimos era, si hemos de creer a Porfirio, análoga a la de los maniqueos. Mayor era su deuda con los estoicos, quienes consideraban al alma como una partícula de sustancia divina dotada de atributos corporales pero poseedora de cierto principio de unidad, lo cual explica la sorprendente armonía que reina en el seno de todas las cosas y la no menos sorprendente manera con que concuerdan entre sí y se adaptan unas a otras, gracias a lo cual pueden definir al mundo como un cosmos.
Pero es la doctrina del maniqueísmo la que domina en el tratado. También éste sostenía que el alma era un cuerpo muy sutil, partícula divina, y afirmaba expresamente que el mal es una sustancia real separada de Dios: "Aún ignoraba y no había aprendido que el mal no es una sustancia y que nuestra propia inteligencia no es el bien supremo e inmutable" (IV, 15, 24). Agustín permaneció obstinadamente aferrado a estos dos principios hasta los días de su conversión.
21 La dedicatoria de su libro a un retórico célebre, a quien no conocía personalmente pero cuyos pasos anhelaba seguir, es reveladora de las intenciones de Agustín por esta época. Lo cierto es que antes de tres años le vemos camino de Roma.
No sabemos otra cosa de este personaje, que lo que el autor nos cuenta. En la segunda mitad del siglo IV llevaron el nombre de Hierius diversos filósofos y hombres de estado: un comandante de la flota, con Juliano; un retórico "incomparable", corrector de los manuscritos de Quintiliano; un neo-platónico, discípulo de Yámblico y maestro de Máximo; un filósofo fenicio, corresponsal de Libanio; otro filósofo, hermano de Diógenes, igualmente mencionado por Libanio... No se ha logrado identificar aquel a quien fuera dedicado el De pulchro et apto. De cualquier modo, su doble condición de brillante orador bilingüe y de filósofo distinguido (scientissimus rerum ad studium sapientiae pertinentium) bastara para que naciera en Agustín la idea de dedicarle su obra.
22 Este estudio del alma debía constituir el segundo libro de la obra.
23 Para Agustín existen en el alma, de una parte la virtud, que mueve a su amor y, de otra el vicio, que mueve a su repulsa. Pero la causa profunda de ese amor y de esa repulsión es la paz, o mejor aún, la unidad que caracteriza la virtud, y la discordia, la división, que caracteriza el vicio. O, dicho de otro modo, lo uno es el principio del bien, lo múltiple el principio del mal. Sustancializa después Agustín esos dos principios y ve en la unidad el alma racional y la esencia de la verdad y del bien supremo, y en la división de la multiplicidad, por el contrario, la sustancia de la vida irracional y la naturaleza del mal supremo, siendo esta segunda sustancia una vida como la primera, pero autosubsistente, e independiente de Dios, por ende.
24 La identificación de la mónada con el espíritu del bien y de la diada con el demonio y el mal está indicada por los Doxógrafos, en términos semejantes a los que emplea Agustín, como una doctrina pitagórica. En esta nueva fuente no se había insistido hasta hace poco, no obstante que Agustín había mostrado interés durante su juventud por las especulaciones pitagorizantes sobre los números.
25 Las Categorías, primer tratado del Organon aristotélico, tienen por objeto el estudio de los diferentes géneros del ser. La obrita había sido copiosamente comentada en el curso de los primeros siglos de nuestra era, en particular por los neoplatónicos Porfirio y Yámblico, y traducida al latín por Mario Victorino. Esta traducción debió ser la que manejara nuestro autor, que se gloría de haber comprendido el libro sin ayuda de nadie. Con todo, su lectura no debió resultarle muy beneficiosa en aquella coyuntura de su vida. Ofuscado, como estaba, por el antropomorfismo maniqueo, aplicaba las diez categorías a Dios mismo, y le concebía, al modo de los cuerpos, como un sujeto distinto de sus atributos. El libro, empero, le proveyó de un lenguaje técnico y de unos conceptos precisos, de los que se servirá más adelante para llegar a una auténtica idea de Dios.
26 Estas aseveraciones nos confirman en la impresión de que había leído muchos y buenos libros. Pero no habría que aventurarse a sacar la conclusión de que sus lecturas fueron de una profundidad y amplitud excepcionales, como no sea con relación al término medio de sus contemporáneos. No hacía mucho tiempo que había terminado sus estudios, encaminados, repitámoslo una vez más, a formar hombres elocuentes y eruditos. Aquella erudición revestía un carácter en extremo utilitario: encauzábase a suministrar conocimientos adecuados para alimentar los discursos. En realidad, apenas rebasaba el conocimiento del arte oratorio mismo, con todos sus artificios técnicos y algunas nociones sobre los diversos temas que podían ser útiles al orador. Fue después de su conversión, sobre todo al escribir el Tratado sobre la Trinidad y la Ciudad de Dios, cuando le vemos hacer serios esfuerzos por profundizar su cultura, valiéndose de cuanta documentación estuviera a su alcance. Mas cuando era joven profesor de retórica en Cartago, si bien sobrepasaba a la mayoría de sus colegas por la cantidad y calidad de sus lecturas, no poseía, en gramática, en mitología, en historia, en ciencias naturales y en filosofía, conocimientos mucho más amplios que ellos. Habría leído, probablemente a Tito Livio, a Lucrecio a Eutropio, la Enciclopedia de Celso y algunas traducciones de autores griegos: de Platón el Timeo, traducido por Cicerón y el Fedón, por Apuleyo; de Aristóteles De interpretatione y los Tópicos, traducidos por Mario Victorino. Mas versado estaba en las obras de Varrón, de Séneca, de Apuleyo y, sobre todo, de Cicerón, que constituía la fuente principal de sus conocimientos en esta primera fase de su vida.
Dos campos hubo en los que el saber de Agustín rebasó una seudo-cultura libresca e imprecisa: la astronomía y la aritmética. El término que calificaba a los cultivadores de la ciencia de los astros —mathematici— tenía dos sentidos radicalmente diferentes: en sus principios sirvió para designar a los especialistas con conocimientos rigurosamente científicos; más tarde tomó un sentido vulgar y designaba a los echadores de horóscopos. Los primeros eran auténticos astrónomos, los segundos astrólogos. La curiosidad científica llevó a Agustín a sobrepasar el aspecto utilitario de la astrologia y a interesarse por la astronomía propiamente dicha. Estaba al corriente de los cálculos sobre las revoluciones de los astros y había leído los principios en virtud de los cuales pueden ser anunciadas, con antelación y de manera precisa, las conjunciones de los cuerpos celestes y los eclipses del sol y de la luna. Sabía de todo esto lo bastante como para descubrir, por comparación, la falsedad de las elucubraciones maniqueas.
También la ciencia de los números ocupa respetable lugar en las obras del obispo de Hipona. Conocía los principios de la aritmética de su época y una serie de operaciones numéricas, que hoy nos parecen complicadas, pero en las que puede verse la prefiguración de la álgebra. Como sus contemporáneos, creía en el valor místico de los números y se complacía en descubrir en sus sermones la significación de los números de la Escritura. Hubo de iniciarse en esta ciencia antes de su conversión, puesto que hay vestigios de ella en su De pulchro et apto; en el curso de sus estudios y durante sus primeros años de docencia. Interesó en ella a algunos de sus alumnos, entre otros a Favonio Eulogio, de quien poseemos un De somno Scipionis, que no es más que un tratado sobre los números muy conforme al gusto de la época. En cuanto a las fuentes a que tuvo acceso, hay que pensar, antes que en ninguna otra, en el De principiis numerorum y en el De arithmetica de Varrón. Diferentes indicios denuncian la lectura de una obra, en la que la reflexión filosófica va maridada con la ciencia aritmética y la aritmología: se trata de la Introductio arithmetica de Nicómaco de Gerasa, pitagórico platonizante de fines del siglo primero, a quien había puesto en latín Apuleyo. Si esta hipótesis se ajusta a la verdad, explícase venturosa y plenamente el complejo interés de Agustín por los números.