Por el sacramento del orden, los presbíteros se configuran a Cristo sacerdote, como miembros con la cabeza, para construir y edificar todo su cuerpo, que es la Iglesia, como cooperadores del orden episcopal. Ya desde la consagración bautismal, han recibido, como todos los fieles cristianos, el símbolo y el don de tan gran vocación, para que, a pesar de la debilidad humana, procuren y tiendan a la perfección, según la palabra del Señor: Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto.
Los sacerdotes están obligados por especiales motivos a alcanzar esa perfección, ya que, consagrados de manera nueva a Dios por la recepción del orden, se convierten en instrumentos vivos de Cristo, sacerdote eterno no, para continuar en el tiempo la obra admirable del que, con celeste eficacia, reintegró la unidad de todos los hombres.
Así, pues, ya que todo sacerdote, a su modo, representa la persona del mismo Cristo, recibe por ello una gracia particular, para que, por el mismo servicio de los, fieles y de todo el pueblo de Dios que se le ha confiado,, pueda alcanzar con mayor eficacia la perfección de aquel a quien representa, y encuentre remedio para la flaqueza humana de la carne en la santidad de aquel que fue hecho para nosotros sumo sacerdote santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores.
Cristo, a quien el Padre santificó o consagró y envió al mundo, se entregó por nosotros para rescatarnos de toda maldad y para prepararse un pueblo purificado, dedicado a las buenas obras, y así, por su pasión, entró en la gloria; de la misma manera, los presbíteros, consagrados por la unción del Espíritu Santo y enviados por Cristo, mortifican en sí mismos las obras de la carne y se consagran totalmente al servicio de los hombres, y así, por la santidad con que están enriquecidos en Cristo, pueden progresar hasta llegar al varón perfecto.
Por ello, al ejercer el ministerio del Espíritu y de la justicia, si son dóciles al Espíritu de Cristo que los vivifica y guía, se afirman en la vida del espíritu. Ya que las mismas acciones sagradas de cada día, y todo el ministerio que ejercen unidos con el obispo y con los demás presbíteros, los van llevando a un crecimiento de perfección.
Además, la misma santidad de los presbíteros contribuye en gran manera a la fecundidad del propio ministerio. Pues, aunque la gracia de Dios puede realizar la obra de la salvación también por medio de ministros indignos, sin embargo, Dios prefiere manifestar sus maravillas por obra de quienes son más dóciles al impulso e inspiración del Espíritu Santo. Por su íntima unión con Cristo y por la santidad de su vida, los presbíteros pueden decir con el Apóstol: Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mi.