Catequesis de SS Benedicto XVI el 2 de enero de 2008:
Celebramos la solemne fiesta de María, Madre de Dios. «Madre de Dios», Theotokos, es el título que se atribuyó oficialmente a María en el siglo V, exactamente en el concilio de Éfeso, del año 431, pero que ya se había consolidado en la devoción del pueblo cristiano desde el siglo III, en el contexto de las fuertes disputas de ese período sobre la persona de Cristo.
Con ese título se subrayaba que Cristo es Dios y que realmente nació como hombre de María. Así se preservaba su unidad de verdadero Dios y de verdadero hombre. En verdad, aunque el debate parecía centrarse en María, se refería esencialmente al Hijo. Algunos Padres, queriendo salvaguardar la plena humanidad de Jesús, sugerían un término más atenuado: en vez de Theotokos, proponían Christotokos, Madre de Cristo. Pero precisamente eso se consideró una amenaza contra la doctrina de la plena unidad de la divinidad con la humanidad de Cristo. Por eso, después de una larga discusión, en el concilio de Éfeso, del año 431, como he dicho, se confirmó solemnemente, por una parte, la unidad de las dos naturalezas, la divina y la humana, en la persona del Hijo de Dios (cf. DS 250) y, por otra, la legitimidad de la atribución a la Virgen del título de Theotokos, Madre de Dios (cf. ib., 251).
Después de ese concilio se produjo una auténtica explosión de devoción mariana, y se construyeron numerosas iglesias dedicadas a la Madre de Dios. Entre ellas sobresale la basílica de Santa María la Mayor, aquí en Roma. La doctrina relativa a María, Madre de Dios, fue confirmada de nuevo en el concilio de Calcedonia (año 451), en el que Cristo fue declarado «verdadero Dios y verdadero hombre (...), nacido por nosotros y por nuestra salvación de María, Virgen y Madre de Dios, en su humanidad» (DS 301). Como es sabido, el concilio Vaticano II recogió en un capítulo de la constitución dogmática Lumen gentium sobre la Iglesia, el octavo, la doctrina acerca de María, reafirmando su maternidad divina. El capítulo se titula: «La bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, en el misterio de Cristo y de la Iglesia».
El título de Madre de Dios, tan profundamente vinculado a las festividades navideñas, es, por consiguiente, el apelativo fundamental con que la comunidad de los creyentes honra, podríamos decir, desde siempre a la Virgen santísima. Expresa muy bien la misión de María en la historia de la salvación. Todos los demás títulos atribuidos a la Virgen se fundamentan en su vocación de Madre del Redentor, la criatura humana elegida por Dios para realizar el plan de la salvación, centrado en el gran misterio de la encarnación del Verbo divino.
En estos día de fiesta nos hemos detenido a contemplar en el belén la representación del Nacimiento. En el centro de esta escena encontramos a la Virgen Madre que ofrece al Niño Jesús a la contemplación de quienes acuden a adorar al Salvador: los pastores, la gente pobre de Belén, los Magos llegados de Oriente. Más tarde, en la fiesta de la «Presentación del Señor», que celebraremos el 2 de febrero, serán el anciano Simeón y la profetisa Ana quienes recibirán de las manos de la Madre al pequeño Niño y lo adorarán. La devoción del pueblo cristiano siempre ha considerado el nacimiento de Jesús y la maternidad divina de María como dos aspectos del mismo misterio de la encarnación del Verbo divino. Por eso, nunca ha considerado la Navidad como algo del pasado. Somos «contemporáneos» de los pastores, de los Magos, de Simeón y Ana, y mientras vamos con ellos nos sentimos llenos de alegría, porque Dios ha querido ser Dios con nosotros y tiene una madre, que es nuestra madre.
Del título de «Madre de Dios» derivan luego todos los demás títulos con los que la Iglesia honra a la Virgen, pero este es el fundamental. Pensemos en el privilegio de la «Inmaculada Concepción», es decir, en el hecho de haber sido inmune del pecado desde su concepción. María fue preservada de toda mancha de pecado, porque debía ser la Madre del Redentor. Lo mismo vale con respecto a la «Asunción»: no podía estar sujeta a la corrupción que deriva del pecado original la Mujer que había engendrado al Salvador.
Y todos sabemos que estos privilegios no fueron concedidos a María para alejarla de nosotros, sino, al contrario, para que estuviera más cerca. En efecto, al estar totalmente con Dios, esta Mujer se encuentra muy cerca de nosotros y nos ayuda como madre y como hermana. También el puesto único e irrepetible que María ocupa en la comunidad de los creyentes deriva de esta vocación suya fundamental a ser la Madre del Redentor. Precisamente en cuanto tal, María es también la Madre del Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia. Así pues, justamente, durante el concilio Vaticano II, el 21 de noviembre de 1964, Pablo VI atribuyó solemnemente a María el título de «Madre de la Iglesia».
Precisamente por ser Madre de la Iglesia, la Virgen es también Madre de cada uno de nosotros, que somos miembros del Cuerpo místico de Cristo. Desde la cruz Jesús encomendó a su Madre a cada uno de sus discípulos y, al mismo tiempo, encomendó a cada uno de sus discípulos al amor de su Madre. El evangelista san Juan concluye el breve y sugestivo relato con las palabras: «Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19, 27). Así es la traducción española del texto griego: «eis tà idía»; la acogió en su propia realidad, en su propio ser. Así forma parte de su vida y las dos vidas se compenetran. Este aceptarla en la propia vida (eis tà idía) es el testamento del Señor. Por tanto, en el momento supremo del cumplimiento de la misión mesiánica, Jesús deja a cada uno de sus discípulos, como herencia preciosa, a su misma Madre, la Virgen María.
Queridos hermanos y hermanas, en estos primeros días del año se nos invita a considerar atentamente la importancia de la presencia de María en la vida de la Iglesia y en nuestra existencia personal. Encomendémonos a ella, para que guíe nuestros pasos en este nuevo período de tiempo que el Señor nos concede vivir, y nos ayude a ser auténticos amigos de su Hijo, y así también valientes artífices de su reino en el mundo, reino de luz y de verdad.
Querido Abel, muy feliz y próspero año nuevo 2018, con salud y en la alegría, paz y amor del Señor. Muchas felicidades también a todos(as) los(as) que comparten con nosotros este portal de El Testigo Fiel. Que sea por muchos años.
Porque no tienen esta adbocacion de la virgen Madre de Dios para ponerle flores
Jajajaja 2uerido Abel Santa Maria Madre de Dios y Aprovecho 2uerido Abel y expresar mis sentimientos hacia el precioso Año 2ue nace 2ue comienza precisamente hoy 31 de hermoso Diciembre y sabes 2uerido Abel /R/31 hoy pues fin de Año precioso 20/22 y diré G/I propiamente G/Ipues ELE/61 ah 2uerido Abel y nuestra B/ también es/ 731 y 137 y 56+675+56tambien/55X6/330X2 pues 660 y es nuestra B y también 29 preciosa PE es nuestra /B Lo mismo 11/es B felicidades 2uerido Abel en este precioso 20/23 y 527 pues hermosa ESE/ S/ Vamos DIEZ y felicidades.
Gracias por proponernos esta catequesis del papa Benedicto XVI, recién marchado a sumergirse en la alegría infinita de la unión con el Altísimo. Ningún homenaje mejor que leer lo que nos dejó escrito para aprender a ser cristianos. Hoy, 1 de Enero, es la principal y más importante fiesta de la bendita Virgen María. Que tengamos todos un año feliz, más por cómo recibamos lo que en este tiempo nos venga que por lo bueno que sea. Ya sabemos que habrá de todo.
Pensamientos para la homilía:
La Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, en el corazón de las Fiestas Navideñas, es una declaración solemne del misterio que celebramos, de la mano de María: Dios se ha hecho hombre, y hombre verdadero.
Y porque el que nace de María es Dios hecho hombre, María es propiamente la Madre de Dios.
Así lo declaró la Iglesia en el Concilio de Éfeso (año 431).
Antes había habido el Concilio de Nicea, y después vendrá otro también muy importante: el de Calcedonia.
Es apasionante la historia de la Cristología, en los primeros siglos de la era cristiana. Y hay que verla en su conjunto, para comprender lo que realmente está en juego.
La reflexión que sigue es del gran teólogo biblista norteamericano Raymond Brown. Yo soy uno de sus traductores al catalán.
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¿Por qué es tan importante lo que estamos diciendo, con relación a estos grandes concilios de la Iglesia?, se pregunta el profesor Raymond Brown.
¿Qué más da que María sea, o no, Madre de Dios, mientras Jesús sea nuestro salvador?
Está en juego, dice muy acertadamente Raymond Brown, la fe de la Iglesia en el Amor de Dios.
Si Jesús no es Dios, dice el gran biblista, nuestra salvación a Dios no le ha costado nada. En cambio, si es Dios Verdadero, de Dios Verdadero, entonces sabemos que Dios nos ha amado hasta el extremo de entregarse a sí mismo por nosotros.
Al mismo tiempo, si Jesús no es verdadero hombre, al mismo tiempo que Verdadero Dios, entonces le podemos admirar pero no lo podemos imitar.
En cambio, si es verdadero hombre sabemos que ha dado la vida con la misma agonía con que a nosotros nos toca dar la vida. Sabemos que realmente se cansó, hasta la extenuación, caminando por este mundo en la búsqueda angustiosa de la oveja perdida, que somos tu y yo. Como nos toca a nosotros cansarnos hasta la extenuación, por nuestro mundo tan perdido, pero que Dios tanto ama.
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(ver aquí la homilía completa: https://docs.google.com/document/d/19KWotw4p8p1tT8iJTpsNzSv1ZlpLyqJo/edit?usp=sharing&ouid=107150286517641052436&rtpof=true&sd=true)