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El Testigo Fiel
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Beato Juan de Palafox Mendoza, obispo
fecha de inscripción en el santoral: 1 de octubre
n.: 1600 - †: 1659 - país: España
canonización: B: Benedicto XVI 5 jun 2011
hagiografía: Real Academia de la Historia
Elogio: En Osma, de Soria, en España, beato Juan de Palafox Mendoza, obispo de Puebla de los Ángeles, en México y luego de Osma.

Fue hijo ilegítimo del II marqués de la Casa de Ariza, Jaime de Palafox y Rebolledo, quien, a la sazón, era camarero secreto de su Santidad Clemente VIII, y de Ana de Casanate y Espés, dama de la nobleza aragonesa, viuda y con dos hijos, que, arrepentida de su culpa, ingresó en un convento de madres carmelitas. La identidad y el nombre de ésta fueron largamente ocultados por el propio Palafox y por sus madrugadores biógrafos, aunque, en el siglo XX, las investigaciones han desechado ya definitivamente el nombre interpuesto de Lucrecia de Mendoza. El apellido Mendoza, originario de un tatarabuelo del obispo, lo adoptó Palafox bastante tarde, es decir, cuando tuvo que salir de Aragón hacia Castilla, donde el linaje de esa casa era prestigioso e importante.

Abandonado al nacer por sus progenitores, fue reconocido a los nueve años por su padre, que, para entonces, había abandonado la carrera eclesiástica y se había casado con una sobrina suya para dar continuidad al apellido de la casa. A partir de entonces, comenzó a recibir una educación acorde con su origen noble —de niño fue pastor en casa del matrimonio que lo recogió en su lugar de nacimiento— y cursó estudios como colegial de San Gaudioso en Tarazona (1610-1615) y, más tarde, alumno de las universidades de Huesca, Alcalá y Salamanca, hasta terminar doctorándose en Leyes por la Universidad Menor de Portacoeli de Sigüenza (Guadalajara) Por su destacada intervención en las Cortes de Aragón (1626), el conde duque de Olivares lo propuso para la plaza de fiscal del Consejo de Guerra, desde la que ascendió a la de fiscal del Consejo de Indias, del que llegó a ser decano. Nombrado, muy joven, canónigo tesorero de la Catedral de Tarazona, en 1629 se ordenó de sacerdote. Entonces se aceleró su espectacular carrera política y eclesiástica como visitador de las Descalzas Reales, limosnero y capellán mayor de la emperatriz María de Austria, hermana de Felipe IV, cargo que le hizo viajar durante más de dos años por todas las Cortes europeas; pro maestro del príncipe Carlos; visitador de las fundaciones de la emperatriz María y de la infanta Doña Juana y, asimismo, visitador del Real Colegio de Salamanca. En 1639, casi diez años después, fue designado para la sede episcopal de Puebla de los Ángeles de Nueva España, de la que tomó posesión en 1640.

Allí, durante casi diez años, alternó el cuidado pastoral con los cargos políticos de los que llegó investido, esto es, visitador de los ministros y tribunales de Nueva España; juez de residencia de dos virreyes; gobernador y capitán general; presidente de la Real Audiencia Civil y Criminal; visitador de la Universidad de México y del Tribunal de Cuentas. Nadie, antes ni después, ostentó juntos (tota simul) tantos honores ni encomiendas. Pero aún no había transcurrido un año, cuando ya mandó al Monarca una serie de cartas secretas (inéditas por hoy, ms. 12 697 Biblioteca Nacional, Madrid), datadas el 24 de junio de 1641. En ellas ofrecía una suerte de memorial acerca del estado de cosas encontrado desde su llegada, que conforman una estampa de la catástrofe metropolitana. Hablaba de lo eclesiástico, de la gran cantidad y relajación de sacerdotes seculares sin empleo, y regulares que esquilmaban a los indios, además de que los obispos se excedían en cuestión de aranceles. Describía el funcionamiento de la jurisdicción secular: justicia, gobierno, hacienda, milicia, comercio, trato a los nativos y, por fin, denunciaba el entramado vicioso del poder virreinal, siempre renuente a obedecer las órdenes del Monarca, así como el corrupto funcionamiento del Tribunal de la Inquisición.

Es fácil colegir que ello le originó fuertes polémicas con todos. Con los virreyes anteriores, a dos de los cuales, los marqueses de Cerralbo y Caldereita, en calidad de visitador, realizó y despachó juicio de residencia. Luego (1642), llegó a destituir del cargo al marqués de Villena, supuestamente sospechoso de connivencia con Portugal, que se acababa de separar de la Corona de España. El virrey había llegado a México en la misma travesía que el obispo. Entonces, interinamente y durante medio año, ocupó el cargo de virrey hasta la llegada de García Sarmiento de Sotomayor, conde de Salvatierra, con quien también protagonizó gravísimas desavenencias. Por otra parte, en cumplimiento de las provisiones reales y de las disposiciones del concilio de Trento, mantuvo fuertes litigios con los religiosos de su diócesis, primero con los franciscanos y, luego, con los dominicos y agustinos, por cuestiones de licencias ministeriales y de la secularización de las parroquias, que estaban en su mayoría en manos de los regulares, situación que, por mutuos intereses entre la Corona y el Papado, alimentó, durante mucho tiempo, una política contemporizadora, y no se vio resuelta hasta casi un siglo después. En este sentido, con evidente violencia en las diligencias, Palafox llegó a quitar a los franciscanos 31 parroquias o doctrinas, y ellos le respondieron con agresividad manifiesta, hasta con armas. Por fin, algo más tarde, chocó frontalmente con los jesuitas, sobre todo por el asunto de los diezmos, que no sólo constituía un problema eclesiástico en tierras de misión, sino que tocaba muy de cerca a las regalías de la Corona. En el tema de las relaciones con la Compañía de Jesús, es de notar que, al principio de su llegada, mantuvo una actitud muy favorable a ella “por la manera especial de gobernarse en las misiones”, decía. Pero, ya en la oposición, de modo más notorio a partir de la Semana Santa del año 1647, las cosas llegaron a tal extremo que el obispo escribió al Papa Inocencio X una carta, precedida de otras dos no tan agresivas, que es conocida como la “Inocenciana III.ª”, en la que, tras exponer diversos aspectos de la presencia y actuación de los jesuitas, no sólo en Puebla sino en todo el mundo, llegó a pedir la execración de las huestes ignacianas. Este documento, junto con su libro de la Vida Interior, sería esgrimido como argumento insalvable para la pretendida canonización. Por su parte, las Religiones, además del apoyo del virrey, utilizaron el tradicional recurso pontificio a su favor, que consistía en el nombramiento de los llamados jueces conservadores, que era una concesión de los Papas por la que los religiosos, que sintieran menoscabados sus privilegios por la actuación de los obispos, podían recurrir a aquellos en su defensa. Así, el 9 de abril del mismo año lanzaron dichos jueces un decreto de excomunión contra el prelado y ello originó escándalos callejeros y ceremonias aparatosas de mutua reprobación que forzaron a Palafox a abandonar su diócesis, a la que volvió después de cuatro meses de ausencia, cuando las cosas parecían haber alcanzado algún grado de arreglo, no sin antes, por orden del virrey, hacer un acto de sumisión al poder real. A todo esto, ya era conocido por todos que el monarca de España le había quitado la razón de lo obrado con el duque de Escalona, a quien ofreció de nuevo el cargo de virrey. También la Inquisición mexicana y todo su aparato se colocó en contra del obispo. Tan es así, que el inquisidor general, el arzobispo Juan Sáez de Mañozca y Murillo, escribió un Memorial de Agravios del Santo Tribunal, en el que lanzaba 73 acusaciones contra el prelado poblano, entre insultos como el de “víbora venenosisima”, y éste interpuso una querella formal (11 de septiembre de 1647) redactando una contestación punto por punto, que rezuma un cierto aire de superioridad moral sobre sus enemigos. La oposición inquisitorial, desde un principio, se concretó en el apoyo constante a los virreyes y a los frailes enemigos del prelado, al que desamparó en el recurso contra las excomuniones de los jueces conservadores, elegidos por la Compañía y culminó con la puesta en escena de un auto de fe que pretendió oscurecer el día de mayor gloria de Juan de Palafox, cuando, después de muchos años, culminó la obra de su Catedral y se disponía a consagrarla con toda solemnidad —“ palafoxalmente”, decían los contrarios— justo poco después de conocerse la orden terminante que le hacía volver a España, capitulado y en desgracia con el Monarca.

Todos estos avatares impulsaron a Juan de Palafox a comenzar su defensa personal, no sólo en el Consejo de Indias, sino también en Roma, desde donde, aunque un poco tarde (16 de junio de 1648) llegó un breve del Papa, cuyo contenido, desfavorable a los jesuitas en el tema de la jurisdicción episcopal, les es leído sin que ellos pudieran ver el texto, si bien, por otra parte, en documento secreto del cardenal Spada se le exhortaba a Palafox a que se comportara con más cariño y buenas formas con los religiosos de la Compañía. En este mismo sentido, se recibieron cédulas de Felipe IV con órdenes y varapalos para todas las partes en litigio, al virrey, por supuesto, e inclusive al prelado, al que ordenaba absolver a los conservadores y que suspendiera las querellas presentadas en Roma, amén de que en lo sucesivo tratase con amor a las religiones. Igualmente, le advertía que, si surgía otro conflicto con ellas, “recurriera a medios más decentes”. Como remate, lo llamaba a España, mientras que ascendía a Salvatierra al virreinato de Perú.

El 10 de junio de 1649, Palafox, calificado muchos años después por el arzobispo Antonio de Lorenzana, como “el mejor diocesano que ha tenido América”, abandonaba Puebla. La flota se hacía a la vela en el puerto de Veracruz y salía el obispo rumbo a España, dejando detrás de sí una obra inmensa en muchos aspectos, que se pueden concretar en lo espiritual en el gobierno de su diócesis, que pastoreó con celo extraordinario con escritos y manuales para la administración de los sacramentos, con varias cartas pastorales, oraciones y escritos devotos; estimuló entre sus sacerdotes el aprendizaje de lenguas nativas y se ocupó muy activamente de la formación del clero. En esta misma línea, realizó hasta tres visitas pastorales en una extensión de “más de cuatrocientas leguas por malísimos caminos”. En lo material, hay que reseñar la culminación de la Catedral de Puebla de los Ángeles, la erección del palacio episcopal; la construcción del Seminario de San Juan, la del colegio de San Pedro y la de San Pablo, al que dotó de una monumental biblioteca, hoy conocida como Biblioteca Palafoxiana, y la erección de más de cincuenta templos parroquiales. En lo cultural, el haber redactado los nuevos Estatutos de la Universidad de México y el apoyo a la implantación de la Imprenta en la sede poblana, y desde luego, su activísimo mecenazgo como promotor de las artes.

En la parte negativa hay que consignar, que, llevado por su excesivo celo religioso, mandó destruir —aunque sin éxito total— muchas estatuas de ídolos aztecas y otras antigüedades con símbolos paganos, que habían coleccionado los anteriores virreyes.

Tras la estancia en Nueva España y habiendo abandonado a la fuerza a su “amada Raquel”, como llamaba a su diócesis poblana, volvía acompañado tan sólo de tres sacerdotes, tres hidalgos, dos pajes y los criados menores, frente a las cuarenta personas que figuraban a su servicio cuando partió hacia Nueva España. Comienza aquí su etapa hispana entre la Corte desde 1650, y, luego de tres años de espera, la de su diócesis oxomense. Al llegar a Madrid, dice el obispo que se encontró “con una cama de espinas” en un ambiente lleno de innumerables enemigos y émulos. Tampoco eran halagüeñas las noticias que le llegaban de América, que anunciaban, entre otras cosas, el despojo de los escudos que él había colocado en el remate del altar de los Reyes de la catedral, por resultar injuriosos a la corona al haber incluido en ellos las armas particulares de su familia. Más tarde (6 de agosto de 1652), la Inquisición española, mediante edicto público, mandaría recoger en Nueva España “los retratos que pintan a Juan de Palafox y Mendoza con alas de serafín”, caución que se extendía a “los retratos simples sin otra insignia alguna que la de obispo, que, de por sí, no merecen prohibición”, pero es ello debido “al peligro grande y próximo de que los fieles den el culto indebido y supersticioso, que hasta aquí le han dado”. Con ello se confirmaban los dictámenes y los edictos que se habían leído en todas las iglesias de México.

En fin, nombrado consejero de Aragón y no de Indias, como esperaba, ocupó parte de su tiempo en redactar varios informes y memoriales en defensa propia, hasta que llegó el momento de la firma del Hecho Concordado, ordenado por el Papa y que imponía la paz entre él y la Compañía de Jesús. No obstante, el documento presentaba una redacción ambigua que daba alas a los jesuitas para matizar sus conclusiones. En la Corte, vivió estos años dedicado también a restablecer sus relaciones familiares y velar por sus hermanos y sobrinos, a los que consiguió situar en cargos relevantes. Uno de ellos, don Jaime, llegó más tarde a ser arzobispo de Palermo y de Sevilla. Pero, sobre todo, inició una etapa de purificación y de pacificación interior. Así, redactó algunos de sus libros de contenido ascético y místico, y, sobre todo, participó en instituciones de piedad como la de la Escuela de Cristo, que está basada en la espiritualidad de San Felipe Neri, y de la que se le considera cofundador. En su Vida Interior habla repetidamente de numerosas visiones y apariciones sobrenaturales que le suceden en esta etapa. No obstante, esta nueva y forzada estancia en Madrid es la parte de su biografía menos estudiada y explícita.

Sin haber obtenido del Rey la vuelta a su diócesis poblana, como lo solicitó con insistencia, el 23 de junio de 1653 fue destinado a la mitra de Osma, que no respondía a las expectativas, ni personales ni familiares, creadas en torno al premio por sus merecimientos que le prometía el Rey en la misma cédula en la que le ordenó abandonar Nueva España. Más tarde, en las altas tierras de Soria, entre “gentes de capote y abarcas”, lejos de los oropeles y veleidades de la Corte, pudo desarrollar su pastoreo, su magisterio y su ascetismo escribiendo algunas obras que lo colocan entre los escritores místicos españoles, si bien ya en lo que se ha dado en calificar como etapa decadente. Durante los seis años de su episcopado en Osma, realizó dos visitas pastorales; promovió la devoción del Santo Rosario; se ejercitó en la caridad con los pobres y fundó en Soria, Roa y Aranda de Duero tres Escuelas de Cristo, a las que dotó de constituciones propias, al estilo de la que había conocido en la capital del Reino. Ahora, en su nueva sede, no tuvo graves problemas, ni enfrentamientos notables, más allá de los habituales en el desempeño de sus funciones ordinarias. Como obispo, hay constancia de uno con los canónigos de la Colegiata de Peñaranda, por diferencias de jurisdicción con la mitra, bastante frecuentes en los cabildos españoles de entonces y alguno menor con los racioneros de su catedral, amén de otros con los alcaldes ordinarios de su entorno, dada su condición de señor natural de varios pueblos pertenecientes a la mitra. Pero esa paz conseguida se truncó radicalmente cuando, animado por otros obispos españoles que conocían su preparación y su temperamento, redactó el brioso Memorial al rey por la inmunidad eclesiástica, en el que proponía las razones que se le ofrecían para obedecer y no cumplir dos reales provisiones despachadas por la Real Cancillería de Valladolid para cobrar a la Iglesia unos tributos, conocidos como “los Millones”, derecho real que se basaba en un breve caducado del papa Inocencio X, que autorizaba a la Corona a reclamarlos en determinadas circunstancias de emergencia. La airada respuesta del Rey no se hizo esperar. Envió ante el obispo al corregidor de Soria que le leyó un comunicado en el que le recriminaba el haber dado a la imprenta, sin haberle comunicado el contenido, un papel “que conmovía los ánimos” y que terminaba con esta amenaza: “Acordaos que cuando vinisteis a España, hallasteis quieto el estado eclesiástico, y de lo que, por vuestro proceder, se inquietó en la Indias. Moderad lo ardiente de vuestro celo, que de no hacerlo, se pondrá el remedio conveniente. Yo el Rey”. Todos entendieron, él mismo también, que la advertencia, de hacerse efectiva, comportaba nada menos que el destierro. Las cosas no llegaron a más. Por ese tiempo también, según una carta personal a un amigo suyo residente en Madrid, sabía que se publicaba una cantidad incontable de sátiras que se esparcían por todas partes, pero que “aceptaba como purificación de sus muchas culpas”.

El final de sus días se precipitó con el agravamiento de las dolencias del dolor de ijada, que le persiguieron siempre. El 1 de octubre de 1659 murió en El Burgo de Osma, sin haber cumplido aún los sesenta años. Sus restos descansan junto al altar mayor de una espectacular capilla, que, en su honor, mandó construir Carlos III, a la espera de su canonización. También en la Catedral de Puebla de los Ángeles existe otro sepulcro vacío, que, no obstante, recibe todavía hoy el homenaje de la devoción de los fieles.

Pero quedan por destacar, como merecen, dos aspectos de la figura de Juan de Palafox: uno, la faceta de caudaloso escritor; el otro, el de su fama póstuma.

En efecto, la simple enumeración de sus obras y de las que surgieron en torno a ellas y a su vida, ocupa en El Manual del Librero Hispano Americano, de Antonio Palau Dulcet, en cuarto mayor (t. 12, Barcelona, 1959) desde la página 186 a la 199. Téngase también en cuenta que, durante los siglos XIX y XX, dicha bibliografía ha aumentado de forma espectacular, así como se ha concretado la consignación de la existencia de fondos manuscritos e impresos en más de ochenta archivos y bibliotecas de todo el mundo, entre las que se encuentran las más prestigiosas de España, Francia, Inglaterra, Italia, México y los Estados Unidos. Tanta cantidad y dispersión de documentos se entiende si se consideran las innumerables copias que de muchos se mandaron hacer con motivo de los avatares de la fallida canonización. Por otro lado, sus libros abarcan campos como teología dogmática y exegética, pastoral, ascética y mística, poesías espirituales, obras políticas, históricas y cartas memoriales en defensa de su dignidad y de su actividad en Nueva España y en Osma. Asimismo, obras jurídicas y hasta un tratado de ortografía, para sus clérigos. Y, por no dejar cabos sueltos en este punto, no hay que olvidar que algunos de sus escritos engrosaron el Índice de la Inquisición al filo de 1700, y que cincuenta años más tarde Carlos III mandó retirarlas del “infierno”. En los dos últimos siglos, se ha revitalizado la parte biográfica más fiable con el manejo de documentación ad hoc y los análisis se han encaminado más a destacar los aspectos literarios y culturales de su producción, en principio, olvidados. Constátese también la cantidad creciente de tesis doctorales que sobre él se siguen defendiendo en la actualidad en varias universidades de España así como en Inglaterra, en México y en Estados Unidos.

El segundo aspecto, el referido a la fama póstuma, aparte de los estudios que cualquier persona de su trascendencia provoca en historiadores y comentaristas, se concreta en los vaivenes del proceso de canonización que los obispados de Osma y Puebla de los Ángeles promovieron a los siete años de su muerte en 1666, y que han cubierto varios siglos. Ello se puede concentrar en tres momentos: la introducción de la causa, muy obstaculizada por la Compañía de Jesús, por razones obvias, la aprobación de unos casi quinientos escritos, “entre papeles, escrituras y documentos”, y el debate sobre la heroicidad de las virtudes. En efecto, a las habituales dificultades y circunstancias de todo proceso romano y más tratándose de un autor acusado de jansenista y polémico personaje, hubo que añadirse el error político de Carlos III que apoyó obsesivamente la canonización para recabar con ella la aprobación papal del hecho más traumático de su reinado como fue la expulsión de la Compañía de Jesús de todos sus reinos. Ello hizo que, contra todo pronóstico, después de haber sido declarado venerable en 1768, fracasara la Congregación general que había de estudiar en 1777 las virtudes de Palafox en grado heroico. Diez años más tarde, se repitieron, sin éxito, las peticiones de los Reyes a Roma, que se reiteraron en 1852, hasta que, en el año 2000, aprovechando el acontecimiento del IV Centenario de su nacimiento, volvió a solicitarse la gracia de la promulgación del decreto necesario. De cualquier forma, sea de ello lo que fuere, merecen recordarse las doloridas palabras que en el Ateneo madrileño pronunció el canónigo zaragozano Florencio Jardiel y que publicaba La Ilustración Española (22 de octubre de 1892): “Unos y otros, amigos y contrarios, contribuyeron por igual a desvirtuar los rasgos característicos de su hermosa figura, viniendo por opuestos caminos al falseamiento de la verdad”.

El obispo Palafox fue beatificado en la Catedral de El Burgo de Osma el 5 de junio de 2011. El acto fue presidido por el legado papal, cardenal Angelo Amato.

Erudito artículo de D. Gregorio Bartolomé Martínez, que reproducimos sin cambios.

 

 

fuente: Real Academia de la Historia
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ingreso o última modificación relevante: ant 2012
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