Así pues, es justo y santo, hermanos, obedecer a Dios antes de seguir a quienes por soberbia y espíritu de rebeldía se han constituido en cabecillas de una detestable rivalidad. Pues no sólo sufriríamos un no leve detrimento, sino que correríamos un grave riesgo si inconsideradamente nos confiáramos a los planes de unos hombres que urden rivalidades y sediciones con el fin de apartarnos de la rectitud y de la bondad. Seamos benévolos unos con otros, imitando las entrañas de misericordia y bondad de nuestro Creador.
Porque Cristo es de los humildes de corazón, no de los que se creen superiores al resto del rebaño. El Señor Jesús —que es el cetro de la majestad de Dios— no vino al mundo con ostentación de fasto y de poder, como estaba en su mano hacerlo, sino con humildad, conforme a lo que de él había dicho el Espíritu Santo. Dice, en efecto: Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron.
Ved, hermanos, qué dechado se nos propone: pues si el Señor se humilló hasta tal extremo, ¿qué no habremos de hacer nosotros, que por amor suyo hemos aceptado el yugo de su gracia?
Imitemos también a aquellos que erraban por el mundo, cubiertos de pieles de ovejas o de cabras, predicando la venida de Cristo; nos referimos a los profetas Elías, Eliseo y Ezequiel y, además, a todos los que recibieron la aprobación de Dios. Abrahán goza de un magnifico testimonio, pues se le llama «amigo de Dios»; y sin embargo, dirigiéndose a la gloria de Dios, dice con toda humildad: Yo soy polvo y ceniza.
A Moisés se le llama el más fiel de todos mis siervos, y por su ministerio juzgó Dios a Egipto con plagas y tormentos. Y a pesar de haber sido grandemente honrado, no habló con arrogancia, sino que al recibir el oráculo desde la zarza, dijo: ¿Quién soy yo para que me envíes?