Siendo, pues, una porción santa, practiquemos todo lo concerniente a la santidad, huyendo la calumnia, la impureza y los abrazos culpables, las borracheras, el prurito de novedades, porque Dios resiste a los soberbios, pero da su gracia a los humildes.
Busquemos la compañía de aquellos que han recibido la gracia de Dios. Revistámonos de concordia, manteniéndonos en la humildad y en la continencia, apartándonos de toda murmuración y de toda crítica y manifestando nuestra justicia más por medio de nuestras obras que con nuestras palabras. Porque está escrito: ¿Va a quedar sin respuesta tal palabrería?, ¿va a tener razón el charlatán? Bendito el hombre nacido de mujer, corto en días; no seas excesivo en tus palabras. Busquemos nuestra alabanza en Dios, no en nosotros mismos, pues Dios detesta a los que se alaban a sí mismos. Que el testimonio de nuestras buenas obras nos venga de los demás, como ocurrió con nuestros padres, que fueron justos. La temeridad, la arrogancia y la presunción son el patrimonio de los que Dios ha maldecido; mientras que la moderación, la humildad y la mansedumbre son el lote de los que Dios ha bendecido.
Procuremos hacernos dignos de la bendición divina y veamos cuáles son los caminos que nos conducen a ella. Consideremos aquellas cosas que sucedieron en el principio. ¿Cómo obtuvo nuestro padre Abrahán la bendición? ¿No fue acaso porque practicó la justicia y la verdad por medio de la fe? Isaac, sabiendo lo que le esperaba, se ofreció confiada y voluntariamente al sacrificio. Jacob, en el tiempo de su desgracia, marchó de su tierra, a causa de su hermano, y llegó a casa de Labán, poniéndose a su servicio; y se le dio el cetro de las doce tribus de Israel.
El que considere con cuidado cada uno de estos casos comprenderá la magnitud de los dones concedidos por Dios. De Jacob, en efecto, descienden todos los sacerdotes y levitas que servían en el altar de Dios; de él desciende Jesús, según la carne; de él, a través de la tribu de Judá, descienden reyes, príncipes y jefes. Y en cuanto a las demás tribus de él procedentes, no es poco su honor, ya que el Señor había prometido: Multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo.
Vemos, pues, cómo todos éstos alcanzaron gloria y grandeza no por sí mismos ni por sus obras ni por sus buenas acciones, sino por el beneplácito divino. También nosotros, llamados por su beneplácito en Cristo Jesús, somos justificados no por nosotros mismos ni por nuestra sabiduría o inteligencia, ni por nuestra piedad ni por las obras que hayamos practicado con santidad de corazón, sino por la fe, por la cual Dios todopoderoso justificó a todos desde el principio; a él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.