Os hemos escrito, hermanos, con suficiente amplitud sobre lo que atañe a nuestra religión y que es utilísimo para todo el que quiera llevar una vida virtuosa en santidad y justicia. Nos hemos referido a todos los temas: la fe, la penitencia, la caridad sincera, la continencia, la castidad, la paciencia; os hemos recordado la necesidad de agradar al Dios omnipotente viviendo piadosamente en la justicia, en la verdad, en la generosidad, manteniendo la concordia con el perdón de las ofensas, la caridad, la paz, y una asidua equidad, como le agradaron nuestros padres –de que hicimos mención–, con espíritu de humildad hacia Dios, Padre y Creador, y hacia todos los hombres.
Y lo hemos hecho con tanta mayor satisfacción cuanto que sabíamos muy bien que escribíamos a hombres fieles y ejemplares, que han profundizado en la ciencia divina.
Es, pues, justo que quienes nos hemos acercado a tales y tan maravillosos ejemplos, sometamos al yugo la cerviz y, dando paso franco a la obediencia, acatemos a los que son guías de nuestras almas, a fin de que, apaciguada la vana sedición, podamos llegar sin ninguna cortapisa a la meta que nos propone la verdad.
Nos daréis un gozo y alegría grandes si, dóciles a cuanto os hemos escrito movidos por el Espíritu Santo, cortáis de raíz todo resentimiento y toda envidia, poniendo en práctica la exhortación a la paz y a la concordia que os hemos hecho en esta carta.
Os hemos enviado, además, hombres fieles y prudentes, que han vivido inculpablemente entre nosotros desde la juventud a la vejez. Ellos serán testigos entre nosotros y vosotros. Lo hemos hecho para que sepáis que toda nuestra preocupación ha tenido y tiene este objetivo: que recuperéis pronto la paz.