Mirad, el buen dispensador de todas las cosas, que renueva los años y gobierna los tiempos, ha hecho nacer el día santo en que solemos invitar a los huéspedes a la adopción de hijos, a los necesitados a la participación de la gracia, y a la purificación de los pecados a quienes se hallan manchados por la sordidez de los pecados. Ésta es aquella antigua predicación que tuvo lugar poco antes de que el Salvador hiciera su aparición: Una voz grita en el desierto: preparad el camino del Señor, allanad sus senderos. Y aunque yo no soy ni Juan ni David, sin embargo la bajeza del siervo no desvirtúa la ley del Señor. Pues si nosotros obedecemos las disposiciones emanadas de los que promulgan las leyes, no lo hacemos por reverencia hacia ellos sino que nos sometemos a lo establecido por temor al poder del legislador. Viene la amnistía real condonando la pena a dos tipos de penados: la liberación a los encarcelados y la cancelación de la deuda a los deudores. Por eso, también yo puedo ofrecer una adecuada medicina a estas dos categorías de personas, y confiadamente prometo que, si se empeñan, recibirán la ayuda.
Y para que nadie piense que la medicina es demasiado cara, voy a señalar la medicación que ha de aplicarse a los enfermos. Pues a unos les prometo la salud por el agua y el baño, y mediante unas pocas lágrimas, hago desaparecer de los otros la enfermedad. Basta esta simple medicación y el don de Dios para que se produzca un resultado tan maravilloso: ser liberado de las llagas rebeldes, infligidas por la mordedura de la serpiente, sin necesidad de cauterios ni de bisturí. Venid, pues, a curaros los que os sentís enfermos: no descuidéis de hacerlo. Pues cuando una enfermedad es rebelde y crónica, nada puede contra ella ni el arte de curar. Pobres y necesitados, apresuraos: venid a recibir los dones del Rey; ovejas, acudid a ser marcadas con la señal de la cruz, que es salud y remedio contra los males. Dadme vuestros nombres, para que yo los imprima en libros sensibles y los escriba con tinta, y Dios los grabará en losas imperecederas, escribiéndolos -como antiguamente la ley hebrea- con su propio dedo.
Contempladlo y quedaréis radiantes, vuestro rostro no se avergonzará. Lavaos, apartad de mí vuestros pecados. Estas palabras hace ya mucho tiempo que fueron escritas, pero su valor no se ha desvirtuado, sino que sigue en vigor y crece de día en día. Salid de la cárcel, os lo ruego. Aborreced los tenebrosos antros del vicio. Huid del diablo, guardián cruel de quienes están encadenados, que se alimenta de la desgracia de los pecadores y especula con ella.
Porque, del mismo modo que Dios se alegra con nuestras obras justas, así el autor del pecado se goza con nuestros delitos. Despójate del hombre viejo como de un vestido sucio, signo de infamia y deshonor, confeccionado con la muchedumbre de los pecados y entretejido con el miserable paño de la iniquidad. Recibe a cambio el vestido de la incorrupción, que Cristo te ofrece desempaquetado y extendido; no rechaces el don, para que el donante no se dé por ofendido. Durante mucho tiempo te has revolcado en el fango; corre a mi Jordán: Juan es el que llama, pero es Cristo quien te exhorta. El río de la gracia fluye por doquier: no tiene sus fuentes en Palestina ni desemboca en el vecino mar, sino que, bordeando la redondez de la tierra, entra en el paraíso y, a través de un recorrido inverso al de los cuatro ríos que allí nacen, introduce en el paraíso aguas mucho más preciosas que las que de allí se exportan. Pues tiene como riquísima fuente a Cristo, y, partiendo de él, inunda el mundo entero. Este río es dulce y potable, sin índice alguno de desagradable salobridad. Se convierte en dulce con la venida del Espíritu, como la fuente de Mará por el contacto con el madero.