El niño Jesús que nos ha nacido y que, en los que le reciben, crece diversamente en sabiduría, edad y gracia, no es idéntico en todos, sino que se adapta a la capacidad e idoneidad de cada uno, y en la medida en que es acogido, así aparece o como niño o como adolescente o como perfecto. Es lo que ocurre con el racimo de uvas: no siempre se muestra idéntico en la vid, sino que va cambiando al ritmo de las estaciones: germina, florece, fructifica, madura y se convierte finalmente en vino.
Así pues, la viña, en el fruto todavía no maduro ni apto para convertirse en vino, contiene ya la promesa, pero debe esperar la plenitud de los tiempos. Mientras tanto, el fruto no está en modo alguno desprovisto de atractivo: en vez de halagar al gusto, halaga al olfato; en la espera de la vendimia, conforta los sentidos del alma con la fragancia de la esperanza. La fe cierta y segura de la gracia que espera es motivo de gozo para quienes esperan pacientemente conseguir el objeto de la esperanza. Es exactamente lo que sucede con el racimo de Chipre: promete vino, no siéndolo aún; pero mediante la flor -la flor es la esperanza-, garantiza la gracia futura.
Y como quiera que quien plenamente se adhiere a la ley del Señor y la medita día y noche, se convierte en árbol perenne, pingüe con el frescor de aguas vivas y fructificando a su tiempo, por esta razón la viña del Esposo, que hunde sus raíces en el ubérrimo oasis de Engadí, esto es, en la profunda meditación regada y alimentada por la sagrada Escritura, produjo este racimo pletórico de flor y de vitalidad, fija la mirada en quien lo plantó y lo cultivó. ¡Qué bello cultivo, cuyo fruto refleja la belleza del Esposo!
El es en verdad la verdadera luz, la verdadera vida y la justicia verdadera, como se lee en la Sabiduría y en otros lugares paralelos. Y cuando alguien, con sus obras, se convierte en lo que él es, al contemplar el «racimo» de su conciencia, ve en él al mismo Esposo, pues intuye la luz de la verdad en el esplendor y la pureza de su vida. Por eso dice aquella fértil vid: «Mío es el racimo que florece y germina». El es el verdadero racimo, que a sí mismo se exhibe en el madero y cuya sangre es alimento y salvación para cuantos la beben y se alegran en Cristo Jesús, nuestro Señor, al cual la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.