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El Testigo Fiel
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¿Cómo debe entenderse Jn 17,9, donde Jesús se niega a orar por el mundo?

pregunta realizada por Flavia Napoli
27 de abril de 2011

En realidad la pregunta original -que he debido abreviar por la índole de este libro- era, por supuesto, más espontánea e interesante: «...Hay algo raro en la traducción? Soy yo que interpreto mal?» Es cierto: el texto tal como está nos sorprende, y en cierto sentido nos escandaliza. ¿Cómo Jesús, que predicó un amor universal y sin condiciones, que enseñó claramente a perdonar -no siete sino setenta veces siete-, que se ofreció él mismo por todos, va ahora a borrar con el codo lo que escribió, no con su mano sino con toda su vida?

Cabe agrupar este versículo junto a otros que también resultan «escandalizantes»: Jesús que alaba al administrador tramposo (Lc 16,8), que responde con cajas destempladas a sus padres (Lc 2,49), o a su madre (Jn 2,4), que declara no haber sido enviado «más que a las ovejas perdidas de la Casa de Israel» (Mt 15,24), que se «desespera» en la cruz (Mc 15,34)...

Para todos ellos, solemos tener a mano alguna exégesis que lo suavice un poco y nos deje tranquilos; por ejemplo: no respondió bruscamente a su madre, es que era un arameísmo (ya se sabe, los arameos son la mar de brutos...), o como lo he escuchado yo mismo en una homilía dominical: «El Señor no alabó al administrador infiel, en realidad reprobó su conducta» (pero para no alargar la homilía, no nos molestaremos en probarlo). También para Jn 17,9 existe la suavización exegética correspondiente: «como es una oración sacerdotal, tocaba orar por los discípulos, no por el mundo». Esta misma afirmación, con más o menos palabras, se viene repitiendo en toda una forma popular de explicar el texto, aunque se refuta con facilidad: tampoco tocaba orar por los pobres, pero no dice «no oro por los pobres», ni tocaba orar por los ancianos, pero no dice «no oro por los ancianos»... Sea cual sea la explicación, no toca suavizar las palabras de Jesús, sino tratar de entender por qué están allí, y de qué manera esas palabras, en toda su crudeza, son también un modelo a seguir.

Para poder abarcar mejor el problema, vamos a descomponer la pregunta en algunas cuestiones que incluso pueden ser previas, de modo que cada una de esas nuevas preguntas será un «capítulo» de la respuesta:

-¿Realmente dijo Jesús literalmente esa frase?

-¿Es realmente una frase extraña al pensamiento y la expresión de Jesús?

-¿Qué quiere decir «el mundo» en este contexto?

-¿Como podemos apropiarnos religiosamente de lo que esta frase dice? ¿Qué debemos hacer con lo que allí se dice?

¿Realmente dijo Jesús literalmente esa frase?

La búsqueda de las «mismísimas palabras» (ipsissima verba) de Jesús es todo un trabajo histórico-exegético que vale por sí mismo y lleva toda una metodología propia. Si algo hemos aprendido de la exégesis de los últimos siglos, es que lo que está en los evangelios (¡en los cuatro!) no necesariamente reproduce, como si hubiera habido un grabador, las palabras y gestos que realizó Jesús. Para decirlo en apretada síntesis: los evangelios hacen teología con las palabras y los gestos de Jesús; no una teología abstracta sino una teología catequética, fruto y a la vez fuente de la predicación viva de la Iglesia apostólica. Como buenos predicadores, los autores de los evangelios han retomado las palabras dándoles la forma necesaria al contexto de enseñanza en el cual la estaban rememorando. Esto es una gran riqueza (porque nos da cuatro evangelios que no son iguales, sino que cada uno de ellos saca a la luz algo escondido en la grandeza inabarcable de la predicación de Jesús), pero es también un problema y un límite para nosotros: muchas veces no sabemos cómo dijo o hizo Jesús algo que subyace a las palabras de los evangelios, y tenemos que conformarnos con vivir en esa debilidad de nuestro conocimiento.

Esto, que vale para los cuatro evangelios, se aplica sobre todo al de Juan. Aunque todo en él tiene algún arraigo histórico (y los especialistas lo van sacando muy poco a poco a la luz), casi todo tiene a la vista las huellas de un trabajo de elaboración teológica de largo alcance. Es frecuente en la bibliografía sobre este evangelio leer «el Jesús joánico dice...», como si se tratara de otro Jesús; pero es que verdaderamente no podemos tomar las palabras del evangelio de Juan como mera expresión magnetofónica de lo que dijo Jesús, sino que siempre nos tenemos que preguntar: en el contexto de la enseñanza de este evangelio, ¿qué quiere decir tal frase?, y tras ella la complementaria: ¿cuándo cabe aplicar en la vida esa enseñanza?

Podemos darnos cuenta que esto pasa con todos los evangelios, pero no lo sentimos como algo particularmente grave. Jesús dice en Lucas 12,29: «Así pues, vosotros no andéis buscando qué comer ni qué beber, y no estéis inquietos.» En la vida cotidiana nos conformamos con seguir «más o menos» este precepto, tratamos de «dejar algún lugar» a la Providencia, sin por ello considerar que esté mal ir guardando un poco cada día para pagar el alquiler a fin de mes, o ahorrar algo para las vacaciones. Y en realidad tenemos razón: las palabras de Jesús están siempre en relación con una comprensión catequética, y resulta peligroso, cuando no francamente equivocado, leerlas como si se tratara de discurso directo y literal.

Aceptamos entonces que «no ruego por el mundo» es expresión de una teología que habrá que explorar. ¿Pero no es éste un nuevo subterfugio para suavizar su significado? ¿no estamos diciendo en definitiva que como total no lo dijo Jesús literalmente, carece de obligatoriedad? Reconozco que muchas veces este argumento de los evangelios como piezas teológico-catequéticas termina siendo una nueva manera de diluir a Jesús. Sin embargo, personalmente no lo estoy diciendo en ese sentido. Los evangelios son la palabra de Dios, recojan o no literalmente los ipsissima verba de Jesús, y tienen la obligatoriedad, seriedad y trascendencia de la palabra de Dios. La distinción entre «lo dijo literalmente» y «es una expresión teológica» no viene a cuento de su obligatoriedad o su seriedad, sino que sirve para poder hacerse cargo de dos aspectos importantes:

-Que una palabra teológicamente expresada no está al servicio de «caer bien» sino de transmitir un sentido lo más preciso posible.

-Que esa palabra es inseparable del contexto teológico o catequético en el que está dicha.

Ahora bien, si esta frase forma parte de una elaboración teológica y catequética que hace Juan para los lectores de su evangelio, ¿con qué legitimidad la hace? Si nos suena rara, ¿no será que él entendió mal a Jesús? ¿No será una elaboración radical y exagerada de la predicación de Jesús? En definitiva, no podemos dejar de abordar el segundo capítulo:

¿Es realmente una frase extraña al pensamiento y la expresión de Jesús?

Es verdad que «no ruego por el mundo» no está en ninguna otra parte de ninguno de los cuatro evangelios, pero eso no es suficiente para considerar que Juan se lo haya inventado, o que no esté legítimamente inscripto en la predicación viva de Jesús. En definitiva la frase «no ruego por el mundo» habla de una ruptura radical, insalvable, entre el mundo y Dios. La misma que constatamos en otra frase que con mucha más facilidad los especialistas relacionan con los ipsissima verba de Jesús: «Y al que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro.» (Mt 12,32), que con distinta redacción se halla también en los otros evangelios sinópticos (Mc 3,29; Lc 12,10). Esta frase muestra que hay una dimensión de realidad que, sea como sea que la entendamos, Jesús admite que es irreductible a su mensaje y a su voluntad salvífica.

El aspecto de limitación de la universalidad que entraña la frase «no ruego por el mundo», nos lo encontramos también en expresiones como «el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20,28, || Mc 10,45) o «ésta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados» (Mt 26,28 || Mc 14,24). Es verdad que, según señalan algunos, la expresión «los muchos» es un arameísmo que realmente puede equivaler a «todos»; pero ésa no es la única manera de entenderlo, e incluso en la historia de la comprensión del Evangelio, esa limitación de la universalidad salvífica ha jugado un papel; e incluso recientemente ha habido por parte de Roma una directiva relacionada con la traducción de la fórmula de consagración que muestra que la relación entre «los muchos» y «todos» está lejos de ser inequívoca, o de resolverse por el sencillo recurso de un modismo lingüístico.

Aunque la formulación de Juan (o del «Jesús joánico», para hablar con más precisión) nos pueda chocar, no deja de tener un sentido que se inscribe coherentemente en la dirección de una predicación de Jesús que, a la vez que afirma una y otra vez la voluntad salvífica universal, reconoce un límite real a esa universalidad: no se puede salvar lo que no desea ser salvado. Y eso no es doctrina sólo del cuarto evangelio sino de todos. Ahora bien, ¿era necesario para decir eso hablar del «mundo», no podría haber sido más claro y hablar de «los malos», «los pecadores contumaces», o cualquier otra forma que no chocara tanto como el «mundo», en el cual estamos todos? Esto nos lleva de manera inmediata al tercer capítulo:

¿Qué quiere decir «el mundo» en este contexto?

La palabra «mundo» es una palabra que el evangelio de Juan usa de manera propia y específica, un auténtico «tecnicismo». En el prólogo del escrito tenemos un versículo que muestra muy bien los diversos sentidos de esta expresión, y cómo los articula Juan:

«La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo.

En el mundo estaba,

y el mundo fue hecho por ella,

y el mundo no la conoció.» (Jn 1,9-10)

La teología de Juan se mueve en un esquema marcadamente dual: el Verbo divino estaba en otro mundo (el de Dios), y viene a este mundo; estaba arriba y baja; luego sube, vuelve, y por tanto ya no está aquí, Pero deja aquí a los suyos, para que combatan contra el príncipe de este mundo. Sería largo y fuera de tema explicar por qué Juan llegó a este lenguaje dual, pero ciertamente que es un lenguaje difícil y limitado. Es verdad que el evangelio no cae en un mero dualismo simplón, sino que articula siempre los dos lados, lo que le da al evangelio esa tremenda capacidad de seducir con su lenguaje: uno siente al leerlo que parece fácil pero que esconde tesoros de comprensión que no pueden apresarse en una fórmula.

Precisamente esa cita de Juan 1 muestra un aspecto de la articulación; luego de expresar la oposición entre este mundo y el de Dios, el «mundo» muestra sus matices:

-Mundo como ámbito, incluso valorativamente neutro: «en el mundo estaba»

-Mundo que al ser creación de Dios, no puede medirse con Dios: «el mundo fue hecho por ella»

-Mundo como lugar del pecado, como forma misma del pecado: «el mundo no la conoció»

Este último matiz de la palabra es el más propio de Juan. Incluso el Bautista proclamará, en el evangelio de Juan, que el Cordero «quita el pecado del mundo». En nuestra teología espontánea solemos entender que eso quiere decir que de este lugar, el mundo, el Cordero retira una cosa llamada pecado; pero posiblemente en la teología joánica la frase sea mucho más fuerte: el Cordero quita (no del mundo sino del hombre), el pecado por excelencia, que es «ser mundo». la mundanidad, para Juan, es mucho más que el mero olvido de Dios, o el estar en medias tintas, es el abierto rechazo de la luz, es el positivo buscar las tinieblas para no ver la luz, es la voluntad de cerrar los oídos a la Palabra.

En ese contexto de significación, la expresión «no ruego por el mundo», no sólo no suena ilógico, sino que parece lo único lógico. Porque además no está dicho en cualquier momento, sino en el momento en que la tensión entre la luz y las tinieblas llega a su punto más alto. Que es también el momento en el cual se manifiesta de manera tajante quién es verdadero discípulo y quién es un «hijo de perdición». «No ruego por el mundo» viene a poner blanco sobre negro la condición auténtica de los discípulos por los cuales va a orar; quien alberga alguna ambigüedad no pertenece al Reino, que, como corresponde, «no es de este mundo».

Ahora bien, esto nos mete a todos en un grave problema: ¿no es acaso una tremenda desvalorización de lo que nos rodea? ¿no hace difícil, sino imposible, el diálogo y la persuasión, la transformación paulatina de la parcela de realidad que el propio Dios puso a nuestra mano? Esto nos preguntaremos en el último capítulo:

¿Como podemos apropiarnos religiosamente de lo que esta frase dice? ¿Qué debemos hacer con lo que allí se dice?

Efectivamente, ninguna frase del Evangelio se puede usar como una especie de receta que todo lo abarque. Ni las que mandan a dialogar ni las que lo impiden, ni las que mandan a perdonar ni las que previenen sobre la astucia del enemigo. Ni siquiera el mandato del amor es un tarro de mermelada con el que podamos untar y suavizar la dureza del mundo que nos rodea, y la necesidad de «administrar» el amor para que sea un amor fecundo, y no un mero gasto de lagrimitas.

«No ruego por el mundo» muestra una dimensión de la realidad que no es la cotidiana. Nadie de los que nos rodean es «el mundo», nadie es «el diablo», nadie está «del todo perdido». Sin embargo, la frase nos advierte que la bondad no es lo mismo que la ingenuidad, nos advierte que hay una dimensión profunda en la cual este mundo es algo de cuidado, entraña un peligro, y vivir como creyentes requiere tener muy claras las prioridades. El bautismo ha obrado en nosotros una auténtica transformación: nos ha sacado del mundo, y eso debe ser entendido y creído con todo realismo. Como dirá Mateo 6,24: «Nadie puede servir a dos señores»; por lo que la vida cristiana no sólo comienza con una decisión acerca de cuál Señor es el que vale la pena servir, sino que esa decisión debe renovarse y hacerse vida a cada paso, incluso si llegara el caso extremo de tener que demostrarlo cruentamente. «No ruego por el mundo» se mueve en el nivel profundo de la decisión de la fe: por Cristo o contra Cristo, así como Jesús hizo vida decidir por el Padre, y por tanto contra el mundo.

Pero a la vez, puesto que la frase se inscribe en un lenguaje específico, y tiene un ámbito catequético de validez propio, cualquier otro uso resulta espurio, e incluso anticristiano. Si con esta frase se quiere justificar que no debemos hacer absolutamente todo lo que esté en nuestro poder para que la salvación llegue a todos los hombres, especialmente a quienes nos son más desagradables desde cualquier punto de vista; sin con esta frase se pretende que Jesús dio carta blanca al exclusivismo, al clericalismo, al parroquialismo, o a cualquier otra forma de gueto, se está leyendo mal, y sustituyendo el evangelio por ideología. Y ciertamente que nos serán reclamadas una por una cada una de esas lecturas espurias.

En suma, ¿debemos rogar por el mundo? sí, sin ninguna duda, y desvivirnos por él, teniendo en claro, sin embargo, que no vivimos por él ni desde él.


Dentro de la inmensa bibliografía joánica, con más o menos grado de tecnicismo, recomiendo muy especialmente la pequeña obra «Para que tengáis vida», de Raymond Brown -uno de los más grandes especialistas en el cuarto evangelio-, ya que introduce de manera amena y divulgativa -pero con rigor- al lenguaje tan peculiar y difícil de Juan. La obra se encuentra en la biblioteca de ETF.

Comentarios
por Maria a Amezquita (i) (166.147.116.---) - domingo , 13-may-2012, 2:44:10

Es un exégesis muy complicada para mi

por juan carlos (i) (190.31.179.---) - jueves , 3-oct-2013, 5:17:59

Deberiamos tambien,poner en este contexto,No den lo santo a los puercos,de tambien dificil interpretacion desde un plano meramente mundano,

por isidro13 (213.4.28.---) - viernes , 8-may-2015, 9:49:25

Me ha encantado tu manera de dilucidar el tema:¡fantástico! Además me has alegrado el día...

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