Guardando la unidad en lo necesario, todos en la Iglesia, cada uno según la función a él dada, guarden la debida libertad, así en las diversas formas de la vida espiritual y de la disciplina como en la variedad de los ritos litúrgicos; y aun en la teológica evolución de la verdad revelada; pero en todo practiquen la caridad. Y así manifestarán cada día más plenamente la verdadera catolicidad y apostolicidad de la Iglesia.
Con motivo de la semana de la unidad de los cristianos, estoy releyendo el decreto «Unitatis redintegratio», del Concilio Vaticano II, que de alguna manera da el pistoletazo de salida al ecumenismo. No es que el ecumenismo se inicie con el Concilio, pero adquiere allí carta de ciudadanía, deja de ser obra asilada «de unos locos», para ser -de derecho- compromiso de toda la Iglesia.
De derecho, no de hecho, lamentablemente. Pensaba que a casi 50 años de este decreto, aun en la Iglesia hay mucho antiecumenismo. A veces no de manera frontal y directa. Por ejemplo, uno puede decir que le interesa la unidad de los cristianos, pero si no acepta que eso requiere de una «debida libertad», en vida espiritual, liturgia, teología... entonces por más que diga que le interesa la unión de lso cristiano, la realidad es que no le interesa ni la hace posible.
La unidad no es posible si suponemos que para ser católicos, todos deben creer todo exactamente igual y en el mismo sentido. La fe, incluso en su dimensión de doctrina (la fe no se agota en la doctrina, por supuesto), tiene jerarquías de verdades: hay aspectos que deben ser profesados del mismo modo por todos, y otros que admiten variaciones y matices. Lo mismo pasa en el rito, lo mismo en la espiritualidad.
La conquista de la unidad es algo que requiere del trabajo simultaneo y recíproco de dos o más que intentan unirse, pero la conquista de la libertad es algo que podemos empezar cada uno, sin esperar a que el otro se haya puesto en camino. Por eso nadie tiene excusa de no trabajar por la unidad porque no le tocó ningún luterano cerca, porque si no tiene con quien trabajar por la unidad, puede trabajar en sí mismo para alcanzar esa libertad que se requiere para la unidad, y de la que nunca estamos del todo impuestos.
Para quienes quieran leer el decreto, aquí hay una buena versión castellana: http://.multimedios.org/docs/d000916/p000012.htm .
Lamentablemente, la versión del sitio del Vaticano (y la de Mercabá, que es la misma) contiene errores de traducción, e incluso nomás empezar le falta media frase, además de que le faltan algunas notas; en fin, una chapuza.
No sé si a alguno le interesará seguir el tema, no lo puse en el foro de ecumenismo, porque por mi parte quiero insitir más en ese paso previo de la libertad necesaria para ponerse en camino de la unidad, que en la unidad en sí misma.
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«La adversidad es el anillo espiritual que sella los esponsales con Dios» (Gertrudis la Magna)
A mí sí que me interesa el tema, Abel.
Me gusta la frase del Concilio y me parece increiblemente actual. La "debida libertad" y la "caridad en todo" me parecen dos magníficas patas para el ecumenismo.
Muchas veces la libertad nos asusta por exceso ... y la caridad por defecto, (porque nos solemos quedar cortos).
Pero me parece que la libertad no es solo premisa para el ecumenismo, sino también para que el amor (la caridad) sea auténtico.
Me parece una actitud muy sabia del Concilio la de unir estas dos cosas. Basta que en la medida que aumenta la libertad aumente también la caridad y no disminuya (que es lo que nuestra experiencia vital nos dice que ocurre a veces).
En este sentido yo creo que el ecumenismo, a medida que avance, no sólo recompondrá algo que se rompió sino que nos enseñará un nuevo aspecto del corazón de Dios que tiene que ver con la necesidad de la distinción para la unidad y nos ayudará a descubrir su riqueza y no sólo su problemática.
Un abrazo
La unidad es una de las cuatro «notas» de la Iglesia: «una, santa, católica y apostólica».
Ahora bien, esa palabra, «unidad», parece muy simple, pero puede pensarse de distintas maneras. Me parece que habitualmente nos representamos la unidad de la Iglesia de este modo:
la Iglesia católica, visible, tal como la conocemos, es ya la Iglesia de Jesús, contiene todo, y no le falta nada. Es siempre idéntica a sí misma, y su «quantum» de verdad no varía.
Quien se separa se lleva elementos verdaderos y se construye una verdad propia, necesariamente menor que la de la Iglesia católica, pero propiamente hablando no modifica nada en la Iglesia católica. Para decirlo con la expresión vulgar, tan sólo saca los pies del plato.
¿Está mal pensar así la unidad? No, de hecho, es una manera bastante espontánea y extendida de pensarla. Lo que no estoy muy seguro es que se corresponda con la realidad de la Iglesia.
El mismo Concilio trae, en la Lumen Gentium, una frase que despertó (y despierta) las iras de muchos:
«Esta es la única Iglesia de Cristo, que en el Símbolo confesamos como una, santa, católica y apostólica, y que nuestro Salvador, después de su resurrección, encomendó a Pedro para que la apacentara (cf. Jn 21,17), confiándole a él y a los demás Apóstoles su difusión y gobierno (cf. Mt 28,18 ss), y la erigió perpetuamente como columna y fundamento de la verdad (cf.1 Tm 3,15). Esta Iglesia, establecida y organizada en este mundo como una sociedad, subsiste en la Iglesia católica,» (LG I,8)
Lo que viene a decir aquí el Concilio es que la identificación de la unidad de la Iglesia con la Iglesia católica, sin más, es una simplificación: verdaderamente la Iglesia que es una (y santa, y católica, y apostólica) es la fundada por Jesús sobre la apostolicidad, y ésa la encontramos subyacente en la Iglesia católica. Pero cuando la Iglesia católica se aleja de su fundamento, su esencia de Iglesia de Jesucristo se esconde, mientras que cuando la Iglesia se deja llevar, se deja conducir, por su fundamento, eso que subyace, aflora.
Cuando la Iglesia peca, no deja de ser la Iglesia católica, pero es verdad que su esencia, que subyace a la vida cotidiana de la Iglesia, se retrae, su santidad se oculta. Lo mismo pasa con la unidad: cuando unos se separan, es cierto que ellos sacan los pies del plato, pero también es verdad que la esencia de la Iglesia se retrae y oculta también dentro de la Iglesia católica, de algún modo, deja de ser en algún aspecto la Iglesia de Jesucristo.
Por eso me parece que no puede pensarse la unidad más que como don escatológico, igual que la santidad, la universalidad y la apostolicidad: son las promesas que dinamizan nuestra Iglesia para que busque acercarse al ideal definitivo que será la Iglesia cuando esté plenamente conquistada, en todo su ser y todo su obrar, para el Reino. Pienso que eso (me) permite ver que el ecumenismo no es ningún "sector" específico de la "pastoral", sino que se trata de una dimensión del amor, la libertad y la debilidad, que son las únicas herramientas-para-todo que nos dejó Jesús hasta su vuelta.
Por supuesto que en las condiciones históricas tiene que haber una "pastoral" ecuménica, y unas comisiones de ecumenismo, y todo eso, porque si no uno olvidaría el tema enseguida, pero precisamente no deberíamos caer en el error contrario al olvido que es la especialización, donde total, si ya hay unos que se dedican a ese tema, los demás estamos eximidos.
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«La adversidad es el anillo espiritual que sella los esponsales con Dios» (Gertrudis la Magna)
A mi el tema me resulta también muy interesante, aunque no sé si tengo gran cosa que aportar.
Por lo pronto, las rupturas en la Iglesia se han producido a mi juicio por infidelidad, no sólo de los que se separaban, sino también de la propia Iglesia católica. Ha habido muchas veces demasiadas interferencias por parte del orden temporal (y demasiados intereses eclesiásticos en el mismo); demasiada rigidez ante algunos planteamientos teológicos (rigidez detrás de la cual se esconde normalmente la soberbia de determinados personajes importantes) que con el paso de los siglos se han mostrado quizá osados para su tiempo, pero no errados; demasiados miedos a otras formas de ver las cosas...
Personalmente, aunque creo que es muy triste el hecho de que los cristianos estemos enfrentados, creo que al menos algunos cismas no han sido del todo malos, y que gracias a que Dios los permitió la Iglesia sigue existiendo. No quisiera saber qué quedaría de la Iglesia si la reforma protestante no la hubiera obligado a replanterarse de raíz muchos problemas que la aquejaban. Quizá si no hubiera habido un Lutero, puede que tampoco una Teresa de Ávila, un Juan de la Cruz, un Ignacio de Loyola...También pienso en que la iniciativa de los estudios teológicos modernos la llevaron los protestantes ante cierta resistencia por parte de la Iglesia, y que sólo un tiempo después, bajo el pontificado de Pío XII, se dió libertad para investigas muchas cuestiones bíblicas.
La iniciativa de Benedicto XVI de crear Ordinariatos para los anglicanos que vuelven a la Iglesia, manteniendo sus usos litúrgicos y su tradición, me parece una iniciativa muy positiva. Creo que el ecumenismo no debe consistir simplemente en que la Iglesia absorba a las demás confesiones cristianas, sino que estas se unan a nosotros trayendo con ellas toda la riqueza de sus litúrgias y sus tradiciones. Creo que este es el camino que nos llevaría a una Iglesia que tendría como una de sus notas características diversidad dentro de la unidad, una diversidad que permita que cada uno encuentre su sitio y no se sienta ni más ni menos que otro.
Un abrazo.
la Iglesia católica, visible, tal como la conocemos, es ya la Iglesia de Jesús, contiene todo, y no le falta nada. Es siempre idéntica a sí misma, y su «quantum» de verdad no varía.
Ya topamos con la verdad.
A mí no me termina de convencer la idea habitual, demasiado "estática" y conceptual, de verdad.
Tiene la ventaja de que es fácil: si aceptas la verdad estás dentro y si no la aceptas estás fuera.
Pero ahí no cabe mucho ecumenismo, a menos que se entienda el ecumenismo como un esfuerzo pacífico y dialogado por traer al otro a la verdad (la verdad, por supuesto, siempre está de la parte de uno).
Tampoco creo que se corresponda con la experiencia. Desde luego con la mía no.
Mi experiencia es que la verdad es más bien "dinámica", es un encuentro que se da en un proceso de búsqueda que no acaba nunca. En mi experiencia la verdad no se posee (no se deja poseer), la verdad se encuentra. Y uno de los "lugares" principales de encuentro con la verdad es el encuentro con el otro.
La diversidad, como dice Kanbei, permite que cada uno encuentre su sitio. Pero yo creo que es más que eso, yo creo que la diversidad en cierto sentido es una condición para el encuentro con la verdad. Si el otro es una fotocopia de mí mismo, no hay verdadero encuentro. Para que exista verdadero encuentro es necesario que el otro sea distinto.
Evidentemente no todo encuentro conduce a la verdad. Para ello es necesario antes que nada considerar la propia identidad como un don que se ofrece al otro. Si es un don quiere decir que se da como un regalo, gratuitamente, sin exigir la respuesta por parte del otro. Si es un don quiere decir que será más valioso cuanto más fuerte sea la identidad. No es cierto que el ecumenismo exiga devaluar la propia identidad. ¿Cómo vamos a pretender que el otro valore nuestra identidad si empezamos devaluándola?
Lo mismo en la otra parte. El don del otro es también don para mí. No es raro, incluso en ámbito no propiamente ecuménico sino interreligioso e incluso en el diálogo con otras convicciones no religiosas, encontrar semillas de verdad, lo que los Padres de la Iglesia llamaban "semillas del Verbo".
Claro que para quienes crean que la verdad se deja poseer, encontrar semillas de verdad parece poca cosa. Pero para quien cree que la verdad se encuentra, no es tan importante la "cantidad" de verdad como el hecho de encontrarla, que hace que la relación entre las personas cambie hacia la comunión.
A mí no me termina de convencer la idea habitual, demasiado "estática" y conceptual, de verdad
La letra no lo es todo. O más bien, no es nada.
Desde el punto de vista lógico-escolástico, la verdad de la que se habla es más bien parecida a una variable matemática. Se la nombra y se maneja pero no se habla de su valor. Así, hablamos de la verdad, construimos frases lógicamente correctas, independientemente de lo que la verdad sea. Así queda todo muy esquemático, calavérico, estático y vacío, y quien asiente su cabeza está igual de vacía, algo así como un reino de muerte, muy gótico.
Desde el fondo de la caverna, donde todo se ve prefigurado al trasluz, nuestra imaginación (que algunos avanzan hasta creer que es su raciocinio y la recta razón) es la que completa la realidad tal como desde nuestro estado caído quisiera, autojustificándose y autocomplaciéndose. Ya que en la Iglesia hemos aprendido a ser platónicos a partir del tomismo. La reacción ante el Modernismo llevó a la Iglesia a la decadencia, retrasando, postergando y alargando su verdadera crisis.
En ambos casos se manifiesta nuestra ceguera de nacimiento.
Y la verdad también es que esa verdad tan lógica es abordable por todos los lados por quien está vivo, por quien no está muerto y no es un zombi, por quien no se aborrega entorno a esos espíritus de la letra.
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El mundo escucha de buen grado a los maestros, cuando son también testigos.
Benedicto XVI.
La reacción ante el Modernismo llevó a la Iglesia a la decadencia, retrasando, postergando y alargando su verdadera crisis.
Quienes se quejan de la crisis postconciliar de la Iglesia, deberían tener presente que gran parte de esa crisis, además de sus elementos mundanos, es el arrastre de una crisis que venía de mucho antes, de cuando la Iglesia estrechó su concepto de verdad vivida para asegurarse una verdad que cupiera en fórmulas, y dejó mucho conflicto artificialmente fuera.
En cuanto a lo que dices, Isaías, d ela identidad, yo pienso que la identidad, cuando es identidad según el evangelio, es siempre «identidad débil», pero no en el sentido de carente de fuerza, o a punto de disolverse, sino en un "buen" sentido, en el sentido de acomodarse al parámetro de la cruz.
De alguna manera Juan Bautista y Jesús representaban dos sensibilidades religiosas muy distintas, dos proyectos y caminos religiosos muydistintos, incluso en cierto sentido opuestos, como el mismo Jesús lo señala (por ej. Mt 11,18). Ahora bien, Jesús se aproximó a Juan Bautista y se dejó bautizar por él. Porque la identidad de Jesús no se recorta contra la de Juan, sino que abre una dimensión más amplia, dentro mismo de lo que ya había abierto Juan.
Uno podría encontrar que uno de los rasgos más originales de la predicación de Jesús fue haber hecho entrar a publicanos y rameras en el discurso religioso. Lo excluido y excluible, el cono de sombra de cualquier noción de pureza religiosa debe ser incorporado a partir de las palabras de Jesús, aunque unos siga resultando incómodo. Eso es una identidad, y uno puede reconocer a Jesús en ello, y ningún otro lo había hecho.
Sin embargo Jesús no se guarda esa identidad para él, para diferenciar y valorizar "su" religión frente a la de los demás, sino que, por ejemplo, en Mt 21,32, dirá: «Porque vino Juan a vosotros por camino de justicia, y no creísteis en él, mientras que los publicanos y las rameras creyeron en él. Y vosotros, ni viéndolo, os arrepentisteis después, para creer en él.»
No teme ceder publicanos y rameras, uno de los elementos de identidad más sugerentes y originales de su propia mirada religiosa, al líder religioso que tiene enfrente. Esa identidad así cedida no se pierde: se expande.
Ojo, no te discuto lo de la identidad fuerte que decías, entiendo el uso d ela palabra "fuerza" en ese contexto, sólo no quisiera que se perdiera ese otro aspecto de una identidad que no teme, ni tiene por qué temer ser cedida.
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«La adversidad es el anillo espiritual que sella los esponsales con Dios» (Gertrudis la Magna)
Bueno, Gerard, la verdad es que cuando te explayas un poco... ¡da gusto!