Todos sabemos que la Biblia es la Palabra de Dios dirigida al hombre, escrita bajo su inspiración.
¿Pero qué significa todo eso? No es nada sencillo desentrañarlo. Si seguimos el decurso del Magisterio en torno a este tema, veremos que la Iglesia se va aproximando muy de a poco a responder “¿qué es la Biblia?”:
Y así continuó y continúa. Así que es dudoso que la respuesta a esa pregunta sea sencilla. Sin embargo todos nos hacemos representaciones intuitivas o espontáneas de lo que imaginamos que quiere decir que la Biblia es «Palabra de Dios». Muchas de esas representaciones mezclan nociones quizás no del todo comprendidas. Por eso, y para aportar mi granito de arena en este largo camino, quiero reflexionar sobre algunas ideas que suelen acompañar la afirmación de que la Biblia es Palabra de Dios. Representaciones que, en realidad, no forman parte de esa afirmación, o dicho de otra manera, cosas que la Biblia no es.
Hay muchas cosas que la Biblia no es, y con las que a veces se la confunde. Por ejemplo, la Biblia no es un manual de cosmología, y afortunadamente ya pocos yerran en eso, al menos en el ámbito del catolicismo. La Biblia no es un manual de moral para aplicar inmediatamente a nuestra vida. Es posible que haya un poco más de despiste con esto, pero en general podríamos decir que la confusión no es del todo frecuente. La Biblia tampoco es un libro de consulta mágico, el estilo del I-Ching, para abrir al azar y encontrar la voluntad de Dios para tu hoy, aunque algunas veces se la use así.
Por la negativa se pueden acumular muchas fórmulas, pero yo quiero detenerme especialmente en tres que considero muy populares y problemáticas: la Biblia no es un dictado divino; la Biblia no es un manual de afirmaciones teológicas; y la Biblia no es una historia “historiográfica” de los orígenes de Israel, de Jesús y de la Iglesia.
Los Padres de la Iglesia utilizaron pedagógicamente un conjunto de metáforas notables para describir la Biblia como Palabra de Dios: ella es escritura divina, sus autores humanos son los secretarios (o amanuenses) de Dios, la flauta de Dios, la pluma o estilete de Dios… Dios los “inspira”, y ahí aparece uno de los más confusos términos de la teología de la composición bíblica: “in-spirar”, del latín: in spirare, soplar dentro.
La verdad es que en la propia Biblia nunca se habla de la composición de la Biblia en esos términos. De todas las veces que en las traducciones del NT leemos la palabra “inspiración” (por ej.: 1Cor 14,37; Ef 5,19; Apoc 22,6), en el original no dice “inspiración”, sencillamente porque en griego no existe ese concepto. Por ejemplo: Ef 5,19 y Col 3,16, que hablan (en español) de “himnos y cánticos inspirados”, dicen literalmente “himnos y cánticos espirituales [pneumatikoi]”.
El texto que más cerca está de hablar de inspiración, y que se cita invariablemente para hablar de la Biblia como inspirada, es 2Tim 3,16: “Toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argüir, para corregir y para educar en la justicia;”. La frase es compleja gramaticalmente y difícil de analizar, pero lo que seguro no dice es que la Escritura es “in”-spirada, dice que la escritura es “theo-pneustós”. El concepto es muy poco usual (en la propia Biblia aparece sólo esta vez) y podría querer decir “divinamente soplada”, “divinamente espiritual”. ¿Pero acaso no estoy dando vuelta sobre lo mismo? ¿qué diferencia puede haber entre “divinamente inspirada” y “divinamente soplada”?
¡Pues nada menos que el “in-”! Porque ese “in” lo estamos agregando nosotros: en ese “in” ponemos nuestra representación de cómo nació la Biblia, la imaginamos no espiritual, “soplada”, ahora mismo, sino soplada a la conciencia del escritor, a su interior, a su propio espíritu. A nosotros la palabra “inspirada” nos hace pensar en cómo la Biblia vino a ser lo que es. Al autor de 2Timoteo la palabra “theopneustos” le hacía pensar en lo que la Biblia es.
Lo que para los Padres era una metáfora de cómo imaginar que la Biblia llega a ser portadora del soplo divino, aquellas metáforas sobre la autoría (secretario, cálamo, flauta), se volvió para nosotros una descripción.
La Biblia es escritura divina, eso es esencial a nuestra fe. Pero esa cualidad de la Escritura no implica ninguna clase de comprensión del proceso por el cual fue escrita, y por tanto del lugar de la obra humana en ella. Ser escritura divina (o divinamente inspirada, si queremos conservar el término, pero comprendiéndolo adecuadamente) es una cualidad de este libro, no una descripción de cómo ha llegado a existir.
Fue a partir del siglo XV cuando se comenzó a tomar progresiva conciencia del lugar de la obra humana en este libro divino: primero al compulsar manuscritos y ver que el texto siempre se nos da tras una criba entre distintas formas de transmitirlo. Pero no menos en la toma de conciencia de las dificultades idiomáticas, sobre todo para pasar del mundo mental hebreo al latino. San Jerónimo había sido muy consciente de esto (ver, por ej. Carta a Panmaquio, nº 57), pero dada la universalización de la traducción latina, este tema fundamental, este lado tan humano de la Biblia, su expresión idiomática, quedó olvidado por siglos.
A esto vino a sumarse a partir del siglo XVIII los descubrimientos de obras literarias perdidas de la antigüedad, y luego los descubrimientos arqueológicos, que permitieron ver las obras bíblicas en un trasfondo cultural nuevo, completamente desconocido para los lectores e intérpretes anteriores.
¿Se podía seguir hablando de “dictado divino” si aparecían obras no “inspiradas” que proporcionaban paralelos concretos a las palabras bíblicas?
Por último el descubrimiento de las cuevas de Qumrán en 1947, y su cantera casi infinita de manuscritos judíos de la época del cambio de era, nos vino a mostrar la Biblia en el seno de una literatura no inspirada pero semejante, y que podía servir como clave de comprensión de muchos aspectos del libro santo.
Hubo aún un último intento de algunos cardenales en el Concilio Vaticano I de imponer una concepción literalista a ultranza de la Escritura, la llamada “inspiración verbal plena” (es decir, que cada palabra de la Escritura es producida por el propio Dios), pero no prosperó (¡qué hermoso es ver cómo la Providencia trabaja y guía a su Iglesia sin hacer ruido!), y así se llegó a una fórmula que el carácter divino de la Escritura, ya que “tienen a Dios por autor”, aunque sin profundizar aún en cómo esa autoría trascendente se conjuga con la autoría inmanente de los hombres.
El largo y difícil camino hacia esa clarificación llegará a término casi un siglo después, con el Concilio Vaticano II, en el nº 11 de la Constitución dogmática Dei Verbum, que dirá que “en la redacción de los libros sagrados Dios eligió a hombres que utilizó usando ellos de sus propias facultades y medios, de forma que, obrando Él en ellos y por ellos, escribieron, como verdaderos autores, todo y sólo lo que Él quería”: Afirmaciones de gran importancia: los autores escribieron usando de sus propias facultades y medios, y escribieron como verdaderos autores.
Por fin la inspiración vuelve al terreno que le corresponde: al resultado, no al proceso: este libro, la Biblia expresa acabadamente lo que Dios quiere decirnos, pero eso que quiere decirnos, debemos aprender a decodificarlo en el entramado literario humano. Debemos indagar los géneros literarios, debemos insertar los textos en su historia textual, debemos comprender la palabra en los grados habituales de la palabra (directa o figurada, y de qué modo), en fin, que nada humano nos sea indiferente en esta palabra.
Y cuando hayamos terminado de recorrer ese camino (que es infinito), podremos decir, con temor y temblor: esto dice el Señor.
De la lectura de la Biblia vamos extrayendo —a través de los siglos— una teología, un discurso (logos) acerca de Dios (theos). En realidad extraemos muchas teologías, pero lo más importante no es si es una o muchas, sino que esa teología no está en la Biblia, es una construcción de la comunidad que se apropia de esa manera de lo que está dicho en ella.
Ella cuenta narraciones, historias, anécdotas, hace reflexiones, da mandamientos y preceptos a los personajes de su texto y muchas cosas más. Cuando yo lo leo me incorporo de alguna manera al texto, y paso a ser, por ejemplo, un destinatario concomitante de aquellos preceptos y normas, paso a poder aplicar a mi vida tal o cual reflexión que me suscita, y conozco mejor al Dios del que habla, y que habla en ella. Pero todo esto es diálogo con ella. No está allí sin la comunidad que lo lee.
Uno de los graves defectos de la lectura fundamentalista es precisamente confundir esto: creer que la “teología” está allí en estado puro, y que sólo es menester repetir sus formulaciones. Pero las formulaciones de la Biblia son válidas en el horizonte del propio texto, de la historia que está narrando, del devenir del relato, no son separables de sus contextos narrativos.
Es muy común que, sin darnos ni cuenta, le añadamos al texto presupuestos teológicos nuestros que lo vuelven inteligible para nosotros, pero que no están allí. Recuerdo un caso que me gustaría contar: en una discusión de foro, aquí mismo en El Testigo Fiel, hace muchos años, estábamos hablando de los relatos de infancia de Mateo y de Lucas, y uno de los tertulianos decía que era imposible que José haya tenido intención de romper su compromiso con María. Se había puesto vehemente con ese tema, le objetamos que el propio san Mateo decía abiertamente que san José ya había decidido repudiarla (Mt 1,19). Pero él insistía en que eso era imposible, debía haber algún fallo en la traducción, porque el texto afirma con toda claridad en ese mismo versículo que san José era “justo”, y dado que un hombre justo acepta lo que le ocurre como expresión de la voluntad de Dios y no acomoda la voluntad de Dios, y puesto que Dios ordena al hombre que no se divorcie, es imposible que José fuera justo y quisiera divorciarse.
Evidentemente el lector había puesto, él mismo, en la palabra “justo” toda una carga cristiana, que no sólo el texto no tiene, sino que además más bien pretende que lo leamos desde el ideal judío de justicia, que implica sumisión a la Ley, incluyendo lo que un judío entendía como el precepto mosaico de repudio. A través de la duda de José el texto buscaba un diálogo con el lector, pero el lector había hablado demasiado por fuera sobre este texto, y ya no estaba dispuesto a escucharlo.
¿En qué parte de la Biblia hay una teología del pecado original? ¡En ninguna! Pero tomando como base las narraciones de la historia primordial (Gn 2-11), pasando por la conciencia y experiencia del pecado de Israel que recorre toda la Biblia, unida a la elaboración que san Pablo hace en Gálatas y Romanos de la tipología Adán-Cristo, con todo eso, sumado a una recepción de la problemática de la gracia que se va debatiendo en los primeros siglos cristianos, llegamos, en el siglo IV-V, con san Agustín, a elaborar (no a encontrar en ningún texto aislado de la Biblia) una “teología del pecado original”.
La Biblia habla, el hombre escucha, y elabora esa palabra de tal modo que la puede sistematizar y encontrar una dimensión de validez más o menos universal, legítima, si no olvidamos que la teología es cosa de la Iglesia, es cosa de sus necesidades discursivas y confesantes, no es “la cosa” de la que habla la Biblia.
Es verdad que no ayuda la división de la Biblia entera en esas pequeñas unidades que llamamos versículo, que provienen del siglo XVI d.C. Esa división —hecha sólo por motivos prácticos y para encontrar con facilidad y precisión los textos— tienta a aislar pequeños textos y usarlos como esas mismas afirmaciones universales que la teología busca.
Un ejemplo muy común de este mal uso de los versículos: dice san Pablo en 1Cor 11,27: “quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor.” Afirmación muy seria y solemne. Tanto, que la he leído infinidad de veces citada por unos grupos eclesiásticos para arrojar sobre otros grupos eclesiásticos la “indignidad” culposa de la que habla. Los que rechazan la comunión en la mano la usan para legitimar lo que —a juicio de ellos— es una recepción indigna; pero luego vienen los que consideran que lo indigno es cuando el divorciado en nueva unión recibe el Cuerpo, luego viene el que considera que esta indignidad se da sobre todo en tal o cual grupo humano… Puede ser todo ello a la vez, o nada. Porque san Pablo no le está hablando de manera directa ni a los divorciados, ni a los comulgantes con la mano, ni con la boca, ni a los homosexuales, ni a quienes celebran en latín o en castellano. Le está hablando a los Corintios, cuyos ruidosos banquetes, como podemos deducir con claridad del contexto, les impedía —eso piensa san Pablo— percatarse de la presencia del Señor en la mesa, por eso dos versículos más abajo, y en claro paralelismo sinonímico con “recibir indignamente” dirá: “quien come y bebe sin discernir el Cuerpo…” (11,29). Este paralelismo nos podría haber orientado en que estas afirmaciones no se dirigen al estado de gracia del alma de los comulgantes, ni a la postura corporal, ni a nada de aquello a lo que habitualmente se aplica, sino a la percepción (y posiblemente a la confesión) o no de la presencia de Cristo en la mesa eucarística.
Los versículos son siempre partes de discurso, narrativo, poético, legal, etc. son siempre partes de una Biblia que está más allá de nosotros, no disponible de manera inmediata, en la que debemos sumergirnos, y sobre todo estar dispuestos primero a escuchar, para poder llegar a balbucir algún significado.
Cuando yo era jovencito, en el programa de estudios de primero de la secundaria estudiábamos “Historia antigua y medieval”. Eso incluía Grecia, Roma, Egipto e Israel, luego la conversión de Constantino, y allí entrábamos ya en los siglos cristianos. La historia de Israel (tengo muy presente en la memoria el manual del curso) salía de manera inmediata de la Biblia, de hecho quedaba hasta muy bien articulada: estudiábamos Egipto, y luego de allí, esclavitud de Israel, liberación, Moisés, David, Salomón, y poco más.
Cuando comencé a estudiar exegéticamente el AT, me llevé la gran sorpresa: todo aquello que para mí era un esquema completamente interiorizado de la estancia de Israel en Egipto, de su milagrosa liberación y estancia en el desierto podía ser leído de otra manera, podía verse a la luz de la narratividad y de los vestigios arqueológicos. ¡Podía elaborarse historiográficamente completamente de otro modo!
No hay en estos momentos un consenso académico sólido acerca de cómo comprender historiográficamente esta etapa crucial de la historia bíblica, pero es seguro —y en esto sí el consenso es todo lo completo que puede ser en ciencia— que aquel esquema tan simple y lineal no llega a expresar “lo que ocurrió”.
Lo cierto es que esto mismo es extrapolable a todo el resto de la historia bíblica: la Biblia cuenta una historia en los cánones de las épocas en que fue escrita, y esos cánones de ninguna manera son los nuestros.
Tucídides escribe en el siglo V a.C., reflexionando sobre el método histórico de su Guerra del Peloponeso (Libro I, 22): “Me ha parecido más útil presentar a cada uno diciendo lo que era más adecuado que dijese en cada circunstancia, ateniéndome, en lo posible, al sentido general de lo que realmente se dijo.” Admite con total naturalidad que las palabras que pone en boca de los protagonistas, no son reproducciones literales, sino construcciones narrativas y retóricas. Y eso en una obra en la que su autor se considera apegado a “los hechos”.
¡No es ese nuestro concepto de “estar apegado a los hechos”! Cuando nosotros hacemos, por ejemplo, una película histórica acerca de Isabel II de Inglaterra, incluso cuando no se trate de un documental sino de una película de trama (pienso en “The Queen”), aprovechando que existe abundante material de archivo, ponemos en montaje los discursos auténticos de ella, no algo más o menos verosímil, sino documentos.
Eso es, para nosotros y nuestra época, “estar apegado a los hechos”. Eso no lo encontraremos en la Biblia, que es un libro antiguo, escrito con criterios de su época, no de la nuestra. San Lucas, por ejemplo, admite que su gran obra (Evangelio + Hechos) es una composición propia, ordenada con el fin de avalar una enseñanza catequética que Teófilo ha recibido. Y así reunirá textos provenientes de san Marcos, y otras fuentes orales y escritas, y compondrá una historia plausible, con discursos que “suenan“ a Pablo, a Pedro, a Esteban, pero que se ciñen a criterios de composición y organización propios de su época. No son crónicas (¡ni siquiera los libros de “Las Crónicas” son crónicas en nuestro sentido!), ni pueden leerse como una historia en el sentido historiográfico que damos nosotros a ese término.
Cuando leemos los relatos de infancia de Mateo y de Lucas vemos que muchos aspectos son crudamente contrastantes. Verdaderamente no hay forma de encajar con suavidad uno en el otro. Lo que hace la exégesis no es forzar concordancias imposibles, sino aprovechar lo poco en lo que concuerdan, para rastrear las tradiciones anteriores a ellos en los que se basan, y cómo esa tradición ha elaborado los datos.
¿Pero no ocurre así que terminamos sin saber realmente los hechos de la infancia de Jesús? Sí, efectivamente, no tenemos ya forma de acceder historiográficamente a la infancia de Jesús. Hay que aceptarlo, y volver a leer los textos del modo en que fueron compuestos, o como se dice en exégesis: en su propio género literario, que no es el de la crónica biográfica personal. Sólo así podemos aprovechar aquello que de verdad tratan de transmitirnos estos textos, sin falsas expectativas acerca de un conocimiento que se perdió en las historias mínimas de estas pequeñas aldeas en las que ocurrieron los hechos, decisivos y a la vez sumamente humildes y escondidos.
Cuando en el siglo II algunos creyentes malintencionados, o gente de fuera de la fe cristiana, comenzaron a cuestionar la verdad de la fe a partir del escaso valor biográfico de los evangelios, precisamente por sus discordancias, los Padres de la Iglesia iniciaron una vasta tarea, que duró siglos, que tiene por nombre la “armonización de los evangelios”, y que podemos decir que llega a su cumbre con la obra de san Agustín “De consensu evangelistarum” (De la concordancia de los evangelistas), obra decisiva en la apologética y en la vida cristiana posterior, hasta el siglo XX. En esta tarea de muchos autores se encontró el modo de compaginar todo con todo. Sin embargo muchas de las respuestas, aunque tuvieron gran éxito popular, suenan a recursos a la desesperada: ¿cómo iba a haber habido tensiones en la Iglesia inicial entre los parientes del Señor y los apóstoles elegidos por el Señor? No, de ninguna manera, aprovechando que en Palestina hay más santiagos que arena, hagamos a todos los santiagos apóstoles del Señor, así que Santiago el hermano del Señor se transformó en Santiago el Menor, apóstol. Y de los varios santiagos que nombra el NT (quizás tres, cuatro o cinco), nuestra tradición armonizadora retuvo sólo dos: Santiago el Mayor y el Menor, los dos apóstoles, y por tanto sin conflicto en ese aspecto de la Iglesia inicial. Recordemos que Santiago es una forma española cristiana, el nombre que aparece en el NT es Jacobo, un nombre archicomún en época de Jesús.
Si recorremos las listas de Los Doce nos encontramos con pequeñas variaciones de nombres: en una (Mc-Mt) está Judas, en la otra (Lc-Hech), en el mismo puesto, Tadeo: ¿no podemos pensar que Los Doce pudieron tener cambios en el tiempo de la vida pública del Señor, o que simplemente los primeros cristianos no retuvieron todos los nombres de la misma manera? No, nada de esto es posible: una fe estable requiere que nunca haya habido ningún cambio en los Doce, siempre fueron el mismo estable colegio de seguidores de Jesús. ¿Y qué hacemos con el problema de Judas y de Tadeo? Pues muy fácil: Judas Tadeo. De dos, uno.
Esto para mencionar sólo dos de las cientos de soluciones armonizadoras. En el momento el emprendimiento armonizador pareció a los Padres razonable, no se sentían inventando datos, sino encontrando conexiones no visibles. De hecho el procedimiento funcionó por siglos, pero a costa de cada vez mantener más lejos el texto bíblico de la lectura concreta, porque en cuanto uno empieza a leer, empieza a cuestionarse esas respuestas. A la larga, mi opinión es que ayudó a desprestigiar los evangelios, y en general la Biblia, porque acostumbró a que leer biografía en ella era correcto, y no lo es, y acostumbró a que las respuestas tenían que provenir de la armonía biográfica, y no provienen de allí.
Quizás porque nací en esta época, y con todo el respeto y la admiración que me merece san Agustín, si pudiera estar junto a él le rogaría que no escribiera el “De consensu”, que no es necesario, que nos podemos bastar con una “docta ignorancia”, con aceptar que no sabemos muchísimos detalles de los orígenes históricos de nuestra fe, pero que eso no la hace menos firme y decidida. Al contrario, eso la hace profundamente fascinante, porque la trascendencia —el estar más allá de nosotros— de los datos biográficos, nos simbolizan con gran viveza la trascendencia del propio Dios.
En suma, y para concluir este recorrido: La Biblia no es dictado, ni sistema teológico, ni crónica histórica; es Palabra viva, que toma forma humana, literaria, para resonar en la historia. Y como toda palabra verdaderamente viva, no se entrega a quien quiere reducirla, sino a quien acepta escucharla.
Quienes deseen profundizar en el tema de la inspiración bíblica pueden ver estos videos del Sillón bíblico (el primero de ellos analiza el "theopneustós" de 2Timoteo):