lfa & Omega , 23/01/07 - El año pasado se celebró el LXX aniversario de la muerte de Gilbert Keith Chesterton. Poco antes de terminar el año, se hizo público que Dale Ahlquist, Presidente de la American Chesterton Society, se había dirigido al obispo de North Hampton, en Gran Bretaña, para solicitar información sobre las virtudes cristianas de este grande (en todos los sentidos, dado su metro ochenta y sus 135 kilos) de la literatura inglesa contemporánea. La profunda fe católica o anglicana de otros literatos ingleses del siglo XX, como J.R.R. Tolkien o C.S. Lewis, ambos influidos por Chesterton, también ha sido objeto de debate en los últimos años, tras el éxito de las adaptaciones cinematográficas de El Señor de los anillos y El león, la bruja y el armario, segunda parte de Las crónicas de Narnia. Sin embargo, la altura humana y literaria de estos gigantescos árboles ha eclipsado a los que los rodearon, y el fértil jardín donde todos crecieron.
Es cierto que, al hablar del renacimiento de la literatura católica en Inglaterra, o de los escritores conversos, quienes se vienen primero a la mente son estos autores, o el cardenal Newman, T.S. Eliot, Graham Greene... No todos eran católicos conversos: Hilaire Belloc, gran amigo de Chesterton, era católico de nacimiento, y Tolkien, converso de nacimiento (se convirtió, junto a su madre, siendo un niño); Lewis y Eliot se convirtieron al anglicanismo, pero en su rama más cercana a la enseñanza católica.
De la decadencia a Roma :
En un principio, se entiende como escritores conversos a aquellos que, supuestamente debido a su conversión, tienen una producción de temática y tratamiento católico, y no es estrictamente así. En primer lugar, muchos conversos proceden del decadentismo, una corriente cuyos miembros buscaban mirar el pecado a la cara, experimentarlo y plasmarlo en sus obras. Se trata, por ejemplo, de Oscar Wilde y del francés Baudelaire, paradigmas del decadentismo en sus respectivos países. Según Joseph Pearce, experto en literatura inglesa contemporánea, el decadentismo era más una reacción contra el racionalismo de su tiempo que contra la religión. «Los santos -explica- tienen más en común con los pecadores que con los autosuficientes y escépticos victorianos» de finales del siglo XIX. Su contacto con la religión, aunque en forma de conflicto, era más cercano, y, una vez tocaron fondo, muchos consiguieron abrazar la fe, aunque fuera, como en el caso de Wilde, en su lecho de muerte. El mismo Joseph Pearce ha seguido un camino similar.
Cada época tuvo su camino a la conversión, y el camino a la Iglesia por desolación, propio de los decadentes, predominó a finales del siglo XIX. Durante los reinados de Eduardo VII y Jorge V, el camino a Roma fue mucho más intelectual, aunque influido por los estrechos contactos personales que se fueron forjando entre los distintos autores. Pero éstos tampoco son escritores conversos como comúnmente se entiende. Aunque, efectivamente, bastantes de ellos pudieron, tras su conversión, defender la fe en sus obras, directa o indirectamente, para muchos la conversión fue la meta, el final de un camino que habían tardado años, o décadas, en recorrer. Curiosamente, gran parte de sus obras anteriores a su entrada formal en la Iglesia -incluidas obras de apologética como Ortodoxia, de Chesterton- se entienden ahora como elementos clave de la producción católica de estos autores. De hecho, el estrecho contacto que unía a muchos de ellos hizo que, antes de ser ellos mismos conversos, ya guiaran a otros hacia Roma.
Pesos pesados :
Puede parecer una incoherencia que se hable de gran parte de estos autores como literatos, pues de ellos se conoce sobre todo su faceta ensayística. Entre ellos había grandes novelistas: el cardenal Newman quizá sea el mejor prosista del siglo XIX, y su novela Perder y ganar, imprescindible para comprender la era victoriana. También abundaron entre los conversos los poetas: T.S. Eliot y Sassoon, por supuesto, pero también Hopkins, Thompson, Belloc, Roy Campbell (que se convirtió en España y tradujo la obra de san Juan de la Cruz) y el propio Chesterton. Toda una corriente en la que se mezclan en comunión las grandes figuras literarias con aquellas de menor peso, pero que tuvieron gran importancia como engranaje, como el padre Knox, o la anglicana Dorothy L. Sayers, cuya labor más importante, al margen de su traducción de Dante, fue su extensísima correspondencia con gran cantidad de autores. Esta red, siempre en expansión, está en las antípodas de la torre de marfil literaria, demasiado restrictiva a la hora de expresar la propia fe.
El peso que estos escritores tuvieron en la vida cultural de Inglaterra se puede ver, por ejemplo, en que varios de ellos fueran considerados los máximos representantes de la vanguardia, ya fuera en poesía (Hopkins en el siglo XIX y T.S. Eliot en el XX), o en prosa (Evelyn Waugh). Por ello, algunas de sus conversiones al catolicismo causaron en su día un terremoto social y una gran controversia.
La fascinación que muchos escritores ingleses sintieron hacia la Edad Media, la Feliz Inglaterra católica, se reflejó de forma obvia en la Tierra Media, de El Señor de los anillos, de Tolkien, y en el mundo paralelo, de las Crónicas de Narnia, de C.S. Lewis; pero también en varias novelas históricas, en especial en el interés por los mártires católicos. También a los escritores del renacimiento católico inglés se debe la recuperación de santo Tomás de Aquino, y de la escolástica, que tuvo una gran importancia en el pensamiento de muchos conversos. Sin embargo, la fascinación no era para ellos una forma de evasión. Si sentían nostalgia era porque creían que, en el pasado católico de Inglaterra, estaba la clave para muchos de los problemas que la acosaban en el presente, ya fueran la masiva industrialización, o la amenaza del fascismo y el comunismo.
En su producción más ensayística, autores como Belloc y Chesterton criticaron tanto el capitalismo como el socialismo, haciéndose eco de la encíclica Rerum novarum, de León XIII. Ambos sistemas -afirmaban- quitan la propiedad de las manos de la mayoría para concentrarlo en las de la gran empresa o el gran Estado. Tanto los dos amigos como Cecil Chesterton, hermano de Gilbert, defendieron constantemente el distributismo: la pequeña propiedad de tierras, comercios, talleres, etc., desde las páginas de las revistas que editaron juntos. Algunos grupos de conversos, además de defender este sistema en el plano teórico, o para aplicarlo a la sociedad en general, lo asumieron de forma radical, y se trasladaron a pequeñas colonias católicas que buscaban vivir de forma autosuficiente. Las ideas distributistas, que cobraron cierto protagonismo en los años 30, fueron en algunos casos el anzuelo que atrajo a muchos hacia Roma, pero empezaron a decaer con la desaparición de sus principales promotores, y el cada vez más alarmante camino hacia la guerra.
Dios, en la era atómica :
«No hicimos caso a esa Nube del Cielo moldeada como la mano / del Hombre... /La Materia Primera / se destruyó, el útero de donde procede toda vida. / Entonces, hacia un Sol asesinado, un tótem de polvo se alzó / en memoria del Hombre»: así describe la escritora Edith Sitwell la impresión que causó en ella la explosión atómica de Hiroshima. La carnicería de las dos grandes guerras del siglo XX apagó en gran parte el optimismo que brillaba en las obras de escritores católicos de las décadas anteriores. Los escritores católicos, como tantos otros, estuvieron en las trincheras y perdieron a familiares y amigos en la Gran Guerra, y compartieron, aunque por distintos motivos, el pesimismo que la siguió. Un sentimiento que probablemente quedó expresado, en su forma más intensa, en la poesía de Sassoon y en La tierra baldía, de T.S. Eliot, obra muy controvertida y malinterpretada, al ser entendida por muchos como una cesión al escepticismo. La oleada de conversiones postbélicas no tuvieron como desencadenante tanto la guerra en sí misma, como la actitud antiautoritaria y hedonista que hizo presa en muchos después.
Durante los años 30, cuando la situación en Alemania e Italia, y luego en España, hacían evidente la pendiente inclinada en la que se había metido Europa y el mundo entero, y que sólo podía acabar en otra guerra mundial, el pensamiento católico inglés volvió a la vanguardia a la hora de buscar soluciones. Antes y durante la guerra, gran parte de las energías del pensamiento de los converos ingleses se volcó en el después, en la reconstrucción, no ya material, sino espiritual, de Europa. No sólo en sus escritos, como la colección Cabezas de puente, coeditada por Muriel St. Clare Byrne y Dorothy Sayers, cuya finalidad queda patente en el título; sino incluso en la radio, donde varios católicos preeminentes protagonizaron ciclos de programas, como La verdad y el error y Lo que creen los cristianos, de C.S. Lewis, o la obra de teatro radiofónico El hombre que nació para ser rey, de Sayers.
El horror de Hiroshima y Nagasaki y el comienzo de la Guerra Fría fueron como un jarro de agua fría para todos estos planes, y se volvió a hacer sentir el pesimismo de la primera postguerra mundial, aunque no dejaron de surgir intentos como las Notas para la definición de la cultura, de Eliot. De nuevo, era más una reacción ante el nihilismo postbélico, que directamente ante las consecuencias de la guerra, que, a pesar de todo, no había afectado a Inglaterra tanto como a la mayor parte de la Europa continental. La reacción a este nihilismo dio origen a otra oleada de conversiones, entre ellas la de la anteriormente citada Edith Sitwell y Sigfried Sassoon, portavoces del horror de la postguerra, que, desengañados del mundo, llegaron a Roma a mediados de los años 50.
La preocupación por los abusos de la ciencia también está presente en Esa horrible fortaleza, de Lewis, que, según Pearce, «dota de poderes diabólicos a los científicos», y en El Señor de los anillos, de Tolkien. Pero perdió protagonismo en la década siguiente, por la preocupación que despertaron entre muchos católicos las corrientes modernistas, que cobraron fuerza en el seno de la Iglesia y que amenazaron con malograr los frutos del Concilio Vaticano II. Al mismo tiempo, los 60 y 70 vieron cómo se apagaban, una a una, algunas de las principales luces del pensamiento y la literatura inglesa del siglo XX, y cómo las plumas dormían en sus cajones.
Ahora, el sol se ha puesto ya en un siglo y medio extraordinario, inaugurado con la conversión del cardenal Newman en 1845. 150 años en los que, como explica Joseph Pearce, «multitud de conversos, víctimas de un atractivo eterno, habían vuelto a la fe de sus padres. Si este excepcional fenómeno tendrá su continuidad en el nuevo milenio, o si quedará, simplemente, como una anomalía de un siglo de duración, como un mero paréntesis en la larga marcha de la Humanidad hacia el progreso, sólo el tiempo o la eternidad podrán decirlo».
María Martínez López
Con la colaboración del profesor Joseph Pearce, y material gráfico de su libro Escritores conversos (ed. Palabra)