«Reconocemos que todo viene de Dios y sólo con su gracia se realizará todo cuanto el Espíritu Santo nos ha dicho»: son palabras del Papa en su homilía de la Misa de clausura, el pasado domingo, de la Asamblea especial para Oriente Medio del Sínodo de los Obispos.
Ante el miedo y el desánimo que amenazan a una Iglesia sufriente y perseguida, como la que peregrina en esa región tan querida, cuna del cristianismo, el Sínodo de la comunión y el testimonio, como nuevo Pentecostés, ha confortado y llenado de valor y de esperanza, al igual que a los primeros discípulos en el Cenáculo de Jerusalén, a los cristianos de allá, y a los de acá, pues de modo bien visible se ha puesto de manifiesto, en la belleza de la diversidad de los ritos y las tradiciones, la polifonía de la comunión, la profunda unidad de la Iglesia católica. Desde este corazón único -ha señalado estos días la revista Oasis, del Patriarcado de Venecia, haciéndose eco de la bellísima meditación de Benedicto XVI en la primera sesión del Sínodo-, el Papa «ha situado la fatiga de la Iglesia en Oriente Medio en el horizonte de los sufrimientos de toda la Iglesia.
Si en Oriente, sobre todo, es la ideología terrorista la que amenaza la vida, en Occidente poderes financieros y la mentalidad dominante esclavizan al hombre hasta llegar a destruirlo. Las armas con las que combatir ambos fenómenos son las mismas, en Oriente Medio y en todas partes: comunión y testimonio». No dos, sino en realidad una sola cosa. Lo dijo claramente el Santo Padre en la Misa inaugural: «Sin comunión no puede haber testimonio: el gran testimonio es precisamente la vida de comunión». Y ésta ha sido la experiencia vivida en el Sínodo, fuente de la gozosa esperanza, sin duda, con que han partido a sus tierras los padres sinodales.
Al hilo de la definición de María como Theotókos, «un título audaz. ¡Una mujer es Madre de Dios! Se podría decir: ¿cómo es posible?», Benedicto XVI, al comienzo de los trabajos del Sínodo, se dirigió, en su meditación, a los padres sinodales, testigos de una Iglesia especialmente dolorida, mártir, diciéndoles que el Concilio de Éfeso «puso así a la luz la aventura de Dios», que «no permaneció en sí mismo: salió de sí mismo, se unió de tal forma, tan radicalmente con este hombre, Jesús, que este hombre Jesús es Dios. No nació solamente un hombre que tenía que ver con Dios, sino que en Él nació Dios en la tierra», en Belén, de María Virgen, por obra del Espíritu Santo. Del mismo Espíritu, viniendo sobre los discípulos en el Cenáculo de Jerusalén, «con María en el centro, nace la Iglesia, el Cuerpo de Cristo. Pero entre los dos nacimientos están la Cruz y la Resurrección»: el corazón mismo de la vida, la vida real y concreta de los hombres, traspasada de dolor, sí, y de invencible y gozosa esperanza.
No hablaba el Papa de asuntos que pudieran calificarse de piadosos, sin relación con los problemas y las necesidades cotidianas de todo ser humano. No. Hablaba, con el mayor de los realismos, ante la situación de Oriente Medio, de la nuestra más cercana y de la del mundo entero: «Pensemos -seguía diciendo el Papa en perfecta continuidad con su mirada al Hijo de Dios y de María, presente y actuante en su Cuerpo que es la Iglesia- en las grandes potencias de la historia de hoy; en los capitales anónimos que esclavizan al hombre, que ya no son cosa del hombre, sino un poder anónimo al que sirven los hombres, por el que los hombres son atormentados e incluso asesinados. Son un poder destructor que amenaza al mundo. Y después el poder de las ideologías terroristas.
Aparentemente en nombre de Dios se hace violencia, pero no es Dios: son divinidades falsas que deben ser desenmascaradas, que no son Dios. Y después la droga, este poder que como una bestia voraz extiende sus manos sobre todos los lugares de la tierra y destruye: es una divinidad, pero una divinidad falsa, que debe caer. O también la forma de vivir propagada por la opinión pública: hoy se hace así, el matrimonio ya no cuenta, la castidad ya no es una virtud... En el dolor de los santos, en el dolor de los creyentes, de la Madre Iglesia, de la cual somos parte, estas divinidades deben caer». Cristo ya las venció en el Calvario, y esa victoria continúa en su Iglesia.
En el Apocalipsis -añade Benedicto XVI-, «se dice que el dragón -esa fiera voraz, el Príncipe de este mundo- pone un gran río de agua contra la mujer que huye -la Iglesia- para arrastrarla. Parece inevitable que la mujer quede ahogada en este río. Pero la buena tierra absorbe este río y no puede hacer daño». Y el Papa concluye: «Esta sabiduría verdadera de la fe sencilla, que no se deja devorar por las aguas, es la fuerza de la Iglesia»: la fuerza de la comunión, vivida a lo largo del Sínodo -un camino común-, que fundamenta la gozosa esperanza de la victoria definitiva, en Oriente como en Occidente.